[El viaje de Sylwester] Mähra I
MÄRHA I
(Actualidad: año 252 de la Confederación)
La última infiltración en Ribedera había sido agotadora. Märha no habría podido alejar más a Katarzyna de Gudeña sin hacerla sospechar, así que el vuelo de regreso hasta el Camino en el Cielo más cercano había sido largo y peligroso. Se había tratado del segundo en pocos días, porque hubo de infiltrarse antes para dejar a los homúnculos en el cobertizo y engañar a los propietarios del edificio haciéndose pasar por humana.
Por ello, Märha quiso quedarse en la cama un poco más, pero fue inútil. Recordó a Katarzyna, aquella maldita alimaña que había osado plantarle cara. Estuvo a punto de matarla y fue una suerte que se contuviera en el último momento. No solo la habrían atacado los dioses austanos, sino que los años que había dedicado a vigilar y proteger a aquella desgraciada se habrían desperdiciado por un arranque de furia. Tanta rabia sintió que se puso en pie e hirvió agua para prepararse una infusión de wösla.
Con el tazón humeante, se sentó frente al mueble donde protegía la imagen de Lahbäly. Miraba la estatua de su hija muerta a diario. La había empezado a esculpir tres meses después de que la mataran, para no olvidarla jamás y para no olvidar cómo se la quitaron. Había sido una diablilla alegre, que adoraba jugar con sus muñecas de trapo, que Märha aún conservaba en un baúl.
Al principio, su dulzura y su inocencia la habían decepcionado. Märha soñaba con que fuese tan poderosa como su abuela, que participó en batallas contra los humanos, pero Lahbäly nunca habría sido una guerrera: no iba a ser grande ni fuerte y le repugnaba pelear. A pesar de ello, su pequeña se hizo querer tanto que Lahbäly había sido su vida, y ver la sonrisa, las alitas desplegadas y la imitación de la luz de sus ojos que había conseguido imbuirle a la estatua avivaba su odio. A pesar de los 117 años transcurridos, recordar la risa de su pequeña mantenía abierta la herida de su alma. Y el dolor que le causaba se transformaba en odio hacia los seres humanos, los monstruos sin corazón que la habían matado por capricho.
Cerró un puño tembloroso mientras volvía a evocar el día en que la perdió. Vivían en una aldea del reino de Rhor, cerca de la frontera de un territorio disputado por tribus cawkeníes y ekroskies, dos pueblos humanos. El soberano de Rhor era de los pocos que combatían de forma activa a los humanos y había destruido casi todos los bosques de las tierras en disputa para anexionárselas. Cuando aquellos monstruos habían invadido el planeta, hacía milenios, lo habían envenenado con árboles traídos de la Tierra, que emponzoñaron el aire. Su entonces soberano se había limitado a limpiar el área.
Un mal día, los dioses austanos decidieron intervenir. Reunieron un ejército de cawkeníes, ekroskies, usekkas y algún voluntario austano e invadieron Rhor. La forma en que los humanos combaten es brutal y despiadada. Avanzaron hacia la capital de Rhor con dos ejércitos que avanzaban desde puntos diferentes e infestaron la frontera con multitud de unidades pequeñas cuyo objetivo era arrasar aldea por aldea.
Cuando le tocó a la aldea donde vivía con su hija, Mähra logró esconderse en el dormitorio de su casa, con Lahbäly temblando en sus brazos. Los humanos construyen sus viviendas con madera muerta de sus árboles repulsivos o con piedra inanimada. Poco más se puede esperar de una especie que solo sabe dar vida a monstruos de metal y forrarse de acero para espantar el miedo en los campos de batalla. Las casas de los demonios están vivas, crecen y se desarrollan para proteger la vida de sus moradores, a los que aman. Mähra, en su inocencia de entonces, creyó que por eso respetarían las viviendas y se contentarían con destruir las defensas y las armas. Fue su última esperanza vana.
Un ángel, a espadazos, reventó uno de los muros. Mähra tembló junto a su hija cuando sintió como su casa le transmitía a la mente gritos de dolor y socorro. El monstruo de metal no tuvo suficiente: alargó el brazo desarmado y brotaron llamas. Su casa ardió y se vino abajo en un par de minutos. Desesperada, poco antes del colapso, empujó a su hija por un hueco que su vivienda moribunda quiso crear para que pudiesen salir.
Mähra le grito a su hija que escapara, pero Lahbäly se empeñó en tirarle del brazo para hacerla salir por un agujero demasiado pequeño. La casa se vino abajo y liberó a Mähra, pero le robó el aliento el tiempo suficiente como para no poder calmar a su pequeña. Entonces, cometió el fallo que no había dejado de atormentarla. Lahbäly se dio la vuelta y corrió, pidiendo auxilio para su madre. Mähra fue demasiado lenta. Sacó un brazo de debajo de los restos de su vivienda para agarrar a su hija de la cola. Falló por menos de un palmo y vio a Lahbäly adentrarse en la misma calle donde tantas veces había jugado. Habría necesitado, tan solo, un segundo más y su pequeña seguiría viva.
Se liberó con rapidez y corrió tras ella, para nada. Lahbäly se detuvo frente a cuatro alimañas ekroskies, el doble de altas que ella. No tuvieron piedad. Uno la derribó de un tajo y los demás la rodearon y la hicieron pedazos con las espadas. Mähra intentó atacarlos, dispuesta a llevárselos a la muerte consigo. Otro guerrero, que nunca supo de dónde salió, la derribó de un hachazo en la espalda.
Notó que un humano se le echó encima y la inmovilizó. Mähra no medía los cuatro metros que había tenido su madre, pero sí superaba los dos metros y era más grande que casi todos los humanos. Si no la hubieran herido, habría podido liberarse del monstruo que se empeñaba en detenerla. Al no poder soltarse contempló, sin poder hacer otra cosa que gritar, como despedazaban a su hija. Tenía las alitas desgarradas y había dejado de moverse, pero a aquellas bestias les daba igual: seguían golpeando su cadáver una y otra vez. Dos guerreros se acercaron para rematar a Mähra y sucedió lo que terminó de destrozarla.
—¡Basta, son civiles! ¡Parad! —gritó en cawkení el humano que la había apresado.
Apareció otro humano que forcejeó con los otros dos, un guerrero y una guerrera usekkas, que seguían empeñados en matarla. Al final, los cuatro salvajes y los dos usekkas se marcharon a la carrera, mientras más humanos corrían de casa en casa. Mähra siguió debatiéndose, a pesar del dolor de su herida y de la debilidad que le causaba la hemorragia. Quería morir, pero aquel monstruo se empeñaba en salvarla. Cuando perdió las fuerzas, notó que, ayudado por otro humano, le estaban deteniendo la hemorragia.
Mähra se terminó su infusión de wösla mientras los recuerdos reavivaban su odio. Deberle la vida a un humano era algo solo un poco menos cruel que haber perdido a su hija. En su infinita maldad, la habían dejado vivir para que sufriera la pérdida de su pequeña el resto de su vida. Sus últimos recuerdos fueron contemplar los restos de Lahbäly mientras el sopor que le había inducido el humano por medio de su magia maligna la adormecía. Suplicó en susurros que la mataran hasta que perdió el conocimiento.
Mähra se levantó y bajó al sótano. Su nuevo hogar sentía el mismo odio hacia los humanos que ella misma, así que la mujer que sus planes la obligaban a tener allí estaba en el rincón más lóbrego y apartado que pudo construir. Para ver, tuvo que invocar sus poderes e iluminar la estancia. Sintió un leve placer al contemplar el cuerpo de aquella muchacha que yacía envuelta en un cristal que la preservaba. Lamentaba que estuviera muerta y no pudiera sufrir, pero la alegraba la idea de que no podía disfrutar de la sombra de los repulsivos árboles terrestres. Era una muchacha pequeña para tratarse de una humana, con una deformidad en una pierna. Se trataba de una humana insignificante a la que amaba un humano grande que le era fiel. Aquel monstruo era un austano llamado Guzmán, quien esperaba de Mähra que le devolviera a aquella chica con vida y, aunque aún no sabía cómo, estaba dispuesta a intentarlo siempre que el humano le sirviera bien.
De pronto, su vivienda le avisó de que tenía una visita. Mähra volvió a la planta superior y abrió la puerta principal. Había un diablillo adorable en la puerta. Era del tamaño de Lahbäly: apenas le llegaba a la parte superior de los muslos. Mähra le sonrió con afecto.
—Esto es para usted —dijo el diablillo mientras alzaba una semilla que tenía en la palma de la mano.
—Gracias. ¿Quieres pasar? —respondió Mähra tras recoger la semilla. El diablillo se negó y Mähra dijo—: espera un momento.
Se encaminó a la despensa y cogió uno de los löwa más frescos y grandes que tenía. Regresó a la puerta y se lo dio al diablillo.
—Toma, está muy dulce.
El mensajero se lo agradeció con alegría y empezó a morderlo antes de volverse y alzar el vuelo. Mähra suspiró. Su pequeña habría acabado realizando las mismas tareas que aquel diablillo. A los más pequeños de su pueblo se les asignaban ese tipo de trabajos: llevar comunicaciones o transportar objetos pequeños. Solían ser rápidos y ágiles.
Cerró la puerta y se comió la semilla. Los dioses austanos tenían sirvientes mecánicos por todas partes y para comunicaciones secretas, la mejor solución eran semillas como aquella. Un par de minutos después, visualizó en la mente el contenido del mensaje. Le faltó tiempo para arreglarse y dar instrucciones a la casa.
Se puso ropa de abrigo; así evitaría volar más despacio por tener que usar la magia para calentarse. Otra maldición de los humanos era que pueblo había tenido que modificar sus cuerpos hasta parecerse a ellos. El rango de tamaños de los demonios era diferente al de los humanos, ya que había diablillos de tan solo medio metro de altura mientras que los grandes guerreros rozaban los cinco metros. Otras diferencias eran que tenían colas largas, alas, colmillos y, algunos, también cuernos. El tono de la piel era rojizo y el cabello siempre negro, pero eran demasiado parecidos a aquellos monstruos. Cuando la flota de naves espaciales humanas atacó su planeta y derrotó a su pueblo en apenas diez días, tuvieron que cambiar sus cuerpos para no morir asfixiados en la atmósfera ponzoñosa, llena de oxígeno, que los humanos crearon gracias a sus malditos árboles. En el pasado, los demonios habían sido seres gráciles, de gran belleza: un cuerpo cilíndrico de serpiente con doce tentáculos. Por eso, en su honor, Mähra tenía ojos de serpiente, animal terrestre que los humanos temían.
Salió de casa y emprendió el vuelo. Las alas de los demonios apenas ayudaban a sustentarse y si podían volar era porque usaban la magia, el último resto vivo de la antigua tecnología de los demonios que, por desgracia, algunos humanos también podían utilizar. Voló lo más rápido posible. El mensaje era de Gröndha, uno de los pocos nobles del país que se oponía a los humanos de forma activa, que le solicitaba una reunión con él y con Skanblös, un demonio de cuatro metros de altura, gran guerrero y mejor hechicero. Había memorizado la última frase de Gröndha.
—Necesitaremos tu ayuda. Skanblös ha encontrado un artefacto humano y tenemos que conseguirlo como sea.
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