- Si cruzas, puede que no volvamos a vernos.
Detuve la mano a un palmo de la puerta. Noté cómo me invadió una maraña confusa de sentimientos. Rabia porque Marta invocara en este momento un amor al que nunca había hecho caso. Compasión porque sólo trataba de salvarme la vida. Dolor porque, después de todo, le importaba un poco e iba a hacerle daño. Pero no tenía más remedio que salir, por mucho que fuera lo último que deseaba. Si nadie hacía nada, moriríamos todos. Dudé unos instantes, incapaz de volverme y mirarla. Apreté con más fuerza la empuñadura de la espada de mi abuelo, buscando una razón para no salir. Pero no tenía más remedio.
Sin volverme ni responder, crucé la puerta y la aseguré bien. Las calles del pueblo estaban desiertas. Se oían sonidos metálicos desde la plaza, donde estaba mi enemigo. Mientras avanzaba sobre las losas, no hacía más que recordar las enseñanzas de mi abuelo: "La mejor opción si te encuentras con una Araña, es huir y esconderte". Justo lo contrario de lo que estaba haciendo. Cuando llegué a la plaza, se me cortó la respiración un rato al ver a un monstruo metálico de ocho patas, con dos tentáculos armados de púas venenosas que se paseaba nervioso, buscando la forma que entrar en alguna casa para matar a sus moradores. En mi mente, seguían resonando las palabras de mi abuelo: "Durante la Guerra, las Arañas se camuflaban como carruajes sin caballos que, en el momento más inesperado, mostraban su auténtica forma y mataban a cientos de inocentes antes de que los soldados pudieran inutilizarlas". La Araña me detectó e, inmediatamente, comencé a hacer molinetes con la espada y a avanzar hacia ella.
"Si no puedes eludirlas," - continuaba mi abuelo - "recuerda que sólo son máquinas muy bien construidas. Son veloces como el rayo y están acorazadas, salvo en los tentáculos, pero siempre actúan de la misma forma. Te analizan buscando tus puntos débiles y luego, atacan. Lo primero es confundirlas. No dejes que averiguen como vas a golpearlas, y avanza con tranquilidad hacia ellas. Cuando estés cerca, crea un punto débil en tu guardia. Los tentáculos son tan veloces que a menos que sepas donde van a golpear, no podrás alcanzarlos. No importa que sea tan descarado que parezca una trampa; no van a darse cuenta."
La Araña había retrocedido unos pasos, indecisa, estudiándome. Entonces, me detuve y, sin dejar de mover mi arma débilmente, me puse en guardia dejando indefensos el hombro y el costado derechos. La Araña no tardó en decidirse y mientras asía con ambas manos la empuñadura, repasé las frases finales de la lección.
"Tendrás que lanzar una cuchillada muy rápida y muy fuerte contra uno de los tentáculos y moverte rápido para esquivar o detener el otro. Si lo logras y consigues alejarte lo suficiente como para volver a confundirla, tendrás una oportunidad. Sin tentáculos, son prácticamente inofensivas".
El ataque duró, apenas, un segundo. Asesté un mandoble terrible que segó el tentáculo que volaba hacia mi pecho, y soltando una mano, empecé a trazar un arco para detener el otro. Algo me golpeó en las costillas y me hizo rodar varios metros hasta que una pared compasiva me detuvo, con la cara vuelta hacia el cielo. Todo había terminado. Rabié de dolor al toser sangre y sabía que seis púas envenenadas me habían atravesado los pulmones. Lo había visto en los libros de mi abuelo, esos que narraban tantas maravillas y tantos horrores acerca de los hombres de hace un siglo.
Cuando la Araña se acercó al pueblo, cuatro jóvenes salieron a darle caza, por más que les supliqué que no lo hicieran. Pero claro, ¿quién le ha hecho nunca caso al tullido del pueblo? Como mis piernas nunca me dejaron correr ni jugar, solo caminar si no las forzaba demasiado, pasaba mucho tiempo con mi abuelo. Cuando era joven, vivió los buenos tiempos de antes de la Guerra y la barbarie posterior, y conocía como nadie los horrores del pasado. No quisieron escucharme. La Araña siguió al último superviviente y descubrió el pueblo. Y ha tenido que ser el tullido el que le ha hecho frente. Contra un enemigo así, no vale esconderse y esperar a que se canse. No comprenden que es una máquina construida con un único propósito. Le eché un último vistazo. La Araña seguía buscando con ahínco una vía para matar, sin importarle ni su miembro perdido ni yo. Iba a quedarse allí hasta que mis vecinos, por hambre, empezaran a salir de uno en uno. Y los iría matando a todos. Mientras la vida se me escapaba, me convencí de que alguien tenía que enseñarles como luchar contra el monstruo. Y tenía que ser yo. Mi pueblo no podía morir así. Marta no podía terminar así.
Me ahogaba. Miré al cielo, porque no podía hacer otra cosa. Lo encontré muy hermoso. Y con la vista nublada y mi último aliento, le susurré a Marta:
- Tenía que hacerlo... lo comprendes, ¿verdad?
Juan Cuquejo Mira.