28 diciembre 2008

(Cuentacuentos) Te prometo que la quiero, sólo se me fue la mano

- Te prometo que la quiero, sólo se me fue la mano...

Clara repuso furiosa:

- Es que eres un animal... ¿No ves que tan sólo es una niña? ¿Cómo pudiste decirle eso a tu propia hija?

Julio abandonó el tono de disculpa y se encaró con su mujer.

- Sabes que no podemos dejar que tenga ninguna clase de amigo. Tú misma has visto los resultados de las pruebas físicas y psicotécnicas. Su vida debe ponerse al servicio de la Humanidad y no puede perder el tiempo con amigos y juegos.

- ¡Pero aún no! - El grito de Clara denotaba furia, pero, en realidad, era un lamento - ¡Aún es muy pequeña! Aún podía jugar un poco más... Lo que le dijiste fue horrible...

- Sabes que no habría hecho algo así.

- ¡Pero ella no lo sabe!

El tono de Clara se volvía amargo por momentos, y Julio tuvo piedad. En un tono mucho más calmado, continuó.

- Yo también querría que siguiera siendo una niña durante muchos años más, pero en los tiempos que corren, no es posible. La Humanidad lucha por sobrevivir. Quizá algún día, nuestros niños podrán jugar sin miedo, pero hoy las cosas son así.

- Es tan pequeña...

Finalmente se abrazaron, y Julio supo que Clara le había perdonado. A él tampoco le había gustado robarle su infancia a Laura, pero debía aprender a no crear lazos con nadie ni con nada, porque ese sería el punto débil que los demonios aprovecharían para acabar con ella.

Al fin, Clara dijo que iba a ver a Laura, y Julio se lo consintió. Sabía que su hija aún estaría llorando y permitió que su esposa subiera a consolarla y a tratarla con ternura... Pocas veces más podría hacerlo.


* * * * * * *

A Jnut aún le martilleaban en los oídos los disparos que habían acabado con el último de sus compañeros. Se escondió entre la maleza y observó con odio al guerrero humano que había terminado con Kjata, al que quería como a un hermano. Era tan injusto... Kjata había sido un lobo mucho más fuerte y valiente que él, y ahora yacía víctima de un humano que, sin su casco y el resto de sus artilugios, no tendría la menor oportunidad. Al menos, Jnut reparó en que el rifle del humano se había estropeado, porque éste lo soltó y desenfundó un cuchillo enorme, que era un arma mortífera en un guerrero enemigo entrenado.

Decían las leyendas que, hace siglos, cuando aquellos seres dominaban el mundo, los demonios invadieron el planeta y sólo los humanos tuvieron fuerzas para oponérseles. Les echaron todo lo que su tecnología les permitió construir, y se cuenta que se aliaron con los animales más feroces. Cambiaron a los lobos y los hicieron más grandes y más inteligentes, pero Jnut odiaba tanto a casi todos los humanos, que no podía creerse que él descendiera de una raza aliada con ellos. Por supuesto, el orgullo de su pueblo le impedía ponerse bajo las órdenes de los humanos, así que se rebelaron, y ahora, los lobos combatían tanto a humanos como a demonios. Y, a pesar de su fuerza y su coraje, eran el bando más débil.

El guerrero humano le buscaba. Jnut y sus compañeros habían atacado un transporte, con la esperanza de matar a sus ocupantes y robar la comida que transportara. No se esperaban encontrarse dentro con uno de sus campeones, y había ido abatiendo a sus compañeros uno a uno. Sentía deseos de huir, pero para un soldado de los lobos, retirarse no es una opción. Dejó que su enemigo se le acercara. Los humanos tienen buena vista, pero un olfato desastroso; sin embargo, sus armaduras tienen artilugios que potencian sus sentidos. Seguro que ya lo había localizado, así que no tenía sentido alargarlo más. Salió de su escondite gruñendo y corrió hacia el humano. Saltó sobre él, cayeron y se enzararon.

Todo fue inútil. La armadura resistió varias dentelladas, y el humano se movía con una habilidad mortífera. Jnut se vio inmovilizado contra el suelo, y vio como su enemigo alzó el cuchillo. Y, para su asombro, titubeó, y aflojó su presa. No es buena idea dudar el golpe de gracia ante un soldado de los lobos. Jnut hizo añicos la parte frontal del casco, la más vulnerable porque acumulaba los artilugios que potenciaban los sentidos y, prácticamente, el guerrero humano perdió el casco. Cuando su enemigo se echó atrás, aturdido, en décimas de segundo, Jnut había cerrado sus mandíbulas en el cuello del humano. O humana. Porque Jnut había advertido que era una hembra, y que lloraba bajo el casco.

Su enemiga se desplomó y trataba de respirar, lo que ya era un poco difícil. Jnut saboreó su triunfo gruñiendo frente a la boca de la humana. Y, entonces, ésta alzó despacio una mano y le acarició el cuello y la parte de atrás de la cabeza. Y recordó quien le tocaba así cuando era un cachorro. Cuando era un lobezno, una partida de humanos había matado a sus padres, y uno de ellos, apuntó un rifle hacia él. Y de algún sitio, salió una niña de unos siete años que se puso delante del cañón, porque quería cuidar de aquel cachorro tan bonito. Tanto insistió la niña que los adultos terminaron por ceder. Y durante muchos meses, aquella humana fue su única familia. Al haber perdido el casco, Jnut reconoció su olor... Era Laura... Pero, ¿qué había hecho? Empezó a gemir, como hacen sus parientes lejanos, los perros, cuando están tristes y comenzó a lamerle las mejillas con desesperación, como si con eso pudiera contener la vida que se le escapaba a la mujer. Ésta aún tuvo tiempo de sonreír débilmente, pero era inútil, y tras unos momentos de angustia, en los que luchó por respirar, se quedó muy quieta, con la vista congelada.

Jnut se quedó allí un rato. Él no sabía... No podía olerla debajo de aquella armadura... Ella, en cambio, le había reconocido por la mancha blanca que rodeaba su oreja derecha, muy peculiar. Por eso había detenido su cuchillo. Le vinieron a la mente multitud de recuerdos, todas las veces que habían jugado cuando ambos eran niños, las cosas que habían visto juntos... Recordó el día que lo echó, por el que no le guardaba ningún rencor porque lo había hecho sin parar de llorar. Los cachorros de su raza son capaces de aprender la lengua de los humanos si viven tiempo entre ellos; de modo que sabía que le echaba porque si no se iba, su padre lo despellejaría y lo echaría a una olla hirviendo. Se lo repetía una y otra vez, entre lágrimas. Los humanos adultos no veían con buenos ojos que una niña y un cachorro de lobo fuesen amigos y se quisieran, y Laura no podía quedarse con él.

El crimen que acababa de cometer Jnut era el más horrendo que podía llevar a cabo un lobo. Los lobos tienen muy pocas leyes, tan escasas que se las aprenden de memoria y se las transmiten de padres a hijos. Y la más sagrada de todas es ser fiel hasta la muerte y proteger a aquel que ha salvado la vida a un lobo, sin importar que sea otro lobo, un humano o, incluso, un demonio. El lobo que debe su vida a otro ser, adquiere con él una deuda eterna. Pero, lo peor del caso era que Jnut había querido con toda su alma a la mujer que yacía muerta debajo de él.

Los lobos no lloran. Pero sí sienten pena y Jnut notó que vivir le dolía. Su crimen no tenía justificación ni perdón. Ya no era digno de volver con su manada, ni de seguir vivo, cosa que ya no deseaba. Así que evocó los partes militares que los exploradores de su manada habían hecho públicos, y supo lo que iba a hacer.

* * * * * * *

Cuentan los supervivientes de la caravana que, cuando todo parecía perdido porque las tropas que les habían prometido no llegaban, se armó un revuelo terrible en las filas de los demonios que los cercaban. Los tiradores más avanzados relatan que un soldado de los lobos solitario atacó sin previo aviso a los demonios, con tal furia que, tomados por sorpresa, mató a varios y desorganizó completamente sus filas. Los sitiados vieron su oportunidad, se organizaron y atacaron a su vez a sus enemigos, lo que aumentó aún más su desconcierto y puso en fuga a buena parte de los sitiadores.

Narran los soldados que, una vez puestos a salvo los civiles, diez fusileros recorrieron el campo de batalla para ayudar al lobo que les había salvado, pero sólo pudieron ver cómo cinco demonios lo abatían y lo descuartizaban, así que no les cupo hacer mucho más que vengarlo.

Relata uno de los fusileros que aquel lobo tenía una mancha blanca muy peculiar alrededor de su oreja derecha.
Juan Cuquejo Mira.

21 diciembre 2008

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (y III)

Lo tenían medio escondido en una esquina de la plaza del pueblo. A Ramón, un hombre joven con la ropa destrozada, la nariz rota y lleno de golpes. Y deseaba por lo más sagrado que se olvidaran de él. Y, sin embargo, una mujer pequeña y feísima no dejaba de mirarle desde lejos. Ya que no podía expresar odio hacia nadie sin que se fuesen hacia él para pegarle, aprovechó para dirigírselo a aquella mujer frágil que no tendría ninguna oportunidad contra él en una pelea. La mujer se le acercó, pero parecía muy tranquila.

Su vida estaba destrozada, y había llegado a un punto en el que ya no quería recomponerla. Después de pedir la mano de Marisa, comenzaron los preparativos para la boda. Tuvo pocas ocasiones para verla antes de la ceremonia, pero las pocas veces que lo hizo, notaba lo triste que estaba, y cómo luchaba por aguantar las ganas de llorar, cosa que acababa haciendo siempre. Cuando Ramón le preguntaba que por qué lloraba, Marisa sólo sabía decirle que sentía mucho haberle rechazado tantas veces, y por más que él le dijera que no importaba, no le servía de consuelo. Ramón consideraba que aquellos remordimientos eran exagerados, y fue a ver a la hechicera de nuevo. La mujer fue muy amable con él, pero le dijo, y tenía razón, que el hechizo había funcionado y que no podía quejarse por eso. Tantos remordimientos podrían deberse a que lo había tratado muy mal cuando no le amaba, y al considerarlo, ahora, irresistible, no sabía cómo hacerse perdonar. Unos llantos tan exagerados podrían deberse al hechizo, así que se ofreció, por muy poco dinero, a bendecirle un amuleto. Pero Ramón no notó, apenas, mejoría.

Marisa se pasó llorando casi toda su boda, y fue en su luna de miel cuando Ramón se dio cuenta, al fin, de la verdad, que era espantosa. Marisa no le amaba, pero era incapaz de negarse a estar con él por algún motivo que no se podía explicar. Y lo peor fue que, cuando él fue consciente de ello y se sumió en la pena, el dolor de su esposa pareció multiplicarse, aunque Ramón creía que eso era imposible. No quería comer, ni beber, ni conseguía dormir. Y un día se la encontró muerta. Envenenada. Se había suicidado.

¡Aquella maldita bruja! Loco de ira fue a su casa, y se la encontró vacía y cerrada. Se volvió arisco y huraño, se enfurecía con todo el mundo y, la mayoría, le devolvía aquel odio. Lo perdió todo y acabó en la calle. Le consideraban un endemoniado. Y, en esto, la mujer le sonrió, aumentando con ello su fealdad, y le dijo:

- ¿Es usted el endemoniado?

La insultó y concentró en ella todo su odio pero, curiosamente, la mujer ni se inmutó. Y en tono alegre, le dijo.

- Aldeanos ignorantes... Usted no está endemoniado. Lo que está es hechizado.

Entre dientes, rabioso, Ramón repuso.

- Vete si no quieres que el hechizo te destruya a ti también.

- ¡Bah! A mí esos trucos que hacen los demonios no me afectan. Yo también soy una hechicera, pero de las de buen corazón... Pobre muchacho. Le han estafado; lo sabe, ¿verdad? - Miró a las manos de Ramón y continuó -. Vestido con andrajos y aún lleva el anillo. ¿Le vendieron un método infalible para conquistar a cualquier mujer? ¿Le prometieron que se convertiría en un hombre irresistible?

Por primera vez, Ramón la miró con interés, con mucha menos cólera que antes. Asintió y la mujer continuó con un deje de enfado.

- A veces los hombres se comportan como si fueran idiotas. Está muy bien esforzarse por conquistar a una mujer, pero, si después de haberlo intentado todo, ella sigue diciendo que no... ¿no cree que lo más prudente sería respetar su decisión? - Y sin esperar respuesta, se respondió a sí misma con más indignación - ¡Pues no! Se encabezonan y como no han podido seducirla por las buenas, lo quieren conseguir por la fuerza... De eso se aprovechan los demonios... Por cierto, ¿sabe qué maldición le han echado?

Ramón negó con la cabeza, dolido por la reprimenda. La hechicera se había calmado, y le sonrió con piedad:

- Cuando alguien a quien mira, le devuelve el gesto, experimenta todos los sentimientos negativos que ha provocado en usted, y los que sentirá cuando responda a cualquier petición suya. Por eso, cuando tuvo delante a su amada, y se miraron, lo que sintió ella fue el dolor que había padecido por cada uno de sus rechazos. Y cuando pidió su mano, no sólo supo todo el daño que le iba a causar al negarse, sino que lo sufrió ella misma. Por eso no era capaz de decirle que no... Es una maldición terrible.

El hombre repuso, con suspicacia.

- ¿Cómo sabe tanto de magia negra?

- ¡Ay, hijo! Porque me dedico a combatirla -. Suspiró de nuevo -. Bastaría, solamente, con que la gente supiera lo mínimo acerca de la magia. Así sabría distinguir entre un demonio y un genio a la primera, y sabrían también que no se pueden cambiar de repente los sentimientos de otra persona sin cambiarla a ella radicalmente. La amistad o el amor son procesos, y siempre están cambiando; no se pueden crear de la nada.

Ramón se desanimó mucho. Con la voz quebrada, dijo:

- Quíteme esta maldición. No puedo vivir así.

- No es posible. Las marcas que deja un demonio son indelebles -. Suspiró dolida -. Pero no es cierto. Se puede vivir con esta maldición, sólo que no es fácil.

- Pues yo no lo puedo soportar. No puedo seguir así.

La hechicera mostró una tristeza y una compasión inmensas al responder.

- Si es así, no puedo irme sin hacer nada. Está al borde de la locura, y si pierde la razón, sembrará el mal allá donde vaya. Lo único que puedo hacer es convertirle en algo que sólo sea capaz de albergar buenos sentimientos -. Hizo una pausa -. ¿Qué tal un cachorro? Hacia su amo sólo albergará lealtad y cariño, y si llega a sentir odio por alguien, será porque ese alguien será un desalmado. Si encuentra un buen amo, será muy feliz. ¿Es eso lo que desea?

- Sí. Cualquier cosa es mejor que esto. Ya no puedo más.

- Está bien.

La hechicera se sentó, y en voz muy baja, empezó a murmurar algo. Lentamente, su visión del mundo se fue transformando. Empezó a ver que todo crecía, que los colores iban desapareciendo para verse sustituidos por tonos grises. Todo lo que estaba demasiado lejos empezó a parecerle borroso, pero a cambio, oía ruidos que antes no podía apreciar y el mundo se había convertido en un sitio lleno de olores de todos tipos.

Había una mujer sentada delante de él, muy amigable, que trataba de llamar su atención. Y como le pareció muy simpática, trotó hacia ella y empezó a lamerle los dedos de una mano.



FIN

Juan Cuquejo Mira.

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (II)

Ramón no esperó mucho tiempo. Dos días después, tras haberse comprado los trajes más ricos que pudo pagar, fue a la casa de Marisa, con un ramo de flores enorme. Iba muy seguro de si mismo y muy contento. Sabía que iba a triunfar, que esta vez no le iban a pedir amablemente que se marchara, aunque no podía evitar sentirse muy nervioso. Y, en efecto, no lo hicieron. Fue su futura suegra quien abrió. Con una sonrisa radiante, le dijo:

- Buenos días. Vengo a ver a Marisa.

Y lo que pasó a continuación le dejó muy sorprendido. La madre de Marisa pareció dedicarle una de sus muecas de desagrado, pero ésta murió antes de que la completara. Se le quedó mirándole fijamente, con los ojos muy abiertos, y compungida, le hizo pasar. Por un pasillo, se acercaba el padre de Marisa que preguntó gritando quien había venido. Cuando su esposa, con la voz extrañamente quebrada, repuso que Ramón, el hombre no pudo evitar que se lo oyera claramente:

- ¿Otra vez?

Pero cuando el padre de Marisa le miró, se quedó quieto unos instantes. Y lo que iba a ser la misma respuesta aburrida ante una nueva visita no deseada a su hija, se convirtió en unas palabras balbuceantes:

- ¿Quieres ver a... mi hija? Sí... pasa.

Avanzó unos pasos y se quedó clavado cuando oyó un sollozo. Se volvió y comprobó que a la madre de su gran amor le corrían lágrimas por las mejillas, y trataba de disimularlo tapándose la boca. Angustiado, Ramón preguntó:

- ¿Le ha pasado algo a Marisa?

Su padre, como si estuviera conmocionado, repuso en tono débil:

- No... Mi hija está perfectamente... Está en el salón.

Avanzó con paso vacilante, incapaz de comprender qué estaba sucediendo. Miró fugazmente hacia atrás, y vio cómo la madre de Marisa no podía contenerse más y arrancaba a llorar mientras su marido la consolaba con una voz que no le salía del cuerpo. Supuso que todo aquello sería cosa del hechizo. Quizá al ser alguien tan irresistible, sus futuros suegros acababan de darse cuenta de lo equivocados que habían estado todas las veces que le habían echado de allí. Tenía sentido, porque quien más desagradable era con él era la madre, y también, parecía la más afectada. Aquello tuvo el efecto benéfico que acabar con su nerviosismo ante la declaración de amor que iba a hacer.

Marisa estaba sentada en un sofá muy grande, en el salón de aquella casa preciosa. Cuando le vio venir, de lejos, le dijo:

- ¡Por Dios, Ramón! ¿Otra vez estás aquí? ¿Y por qué traes eso?

Él se acercó y cuando se miraron a los ojos, comprobó que ella se quedaba callada y sorprendida. Marisa se había levantado y lo miró con expresión extraña mientras Ramón se acercaba. Cuando le ofreció el ramo de flores, ella lo tomó con aire ausente. No le quitaba la vista de encima, y Ramón comprobó con alivio que se le habían arrasado los ojos, probablemente por la emoción. El hechizo funcionaba. Pero cuando se arrodilló y la cogió de una mano, lo que leyó en su mirada, cada vez más húmeda, fue un dolor terrible. Suspiró con mucha pena y Ramón, que estaba cada vez más desconcertado, decidió seguir confiando en el hechizo. Así que le dijo:

- Marisa, ¿quieres casarte conmigo?

Le habían empezado a resbalar lágrimas por las mejillas antes de oír la frase, pero cuando la terminó, Marisa ya lloraba de verdad. Ramón se levantó muy preocupado y la joven dejó caer el ramo para cubrirse el rostro. Y, entre lágrimas, Ramón obtuvo su respuesta:

- Sí.

Y se abrazó a él, sin dejar de llorar con una amargura y un desconsuelo que Ramón no podía comprender, y que empañaron la felicidad de aquel momento.


(Continuará...)

Juan Cuquejo Mira.

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (I)

- Y ahora sóplale a la luz -, dijo la hechicera.

Ramón dudó unos instantes. Al apagar la llama de la vela de un soplido, realizaría el último ritual preciso para completar el hechizo. Le daba algo de miedo todo aquello. A pesar de que la estancia era agradable, y de que la hechicera que preparaba la invocación era dulce y muy hermosa, algo le oprimía el pecho cuando se preguntaba si era correcto hacer aquello. Pero Ramón estaba muy decidido. Se había cansado de que Marisa le rechazara una y otra vez, y estaba convencido de que no podía vivir sin ella. Así que si él no podía enamorarla, la tendría por medio de la magia. Dicen los cuentos de hadas que no es posible conseguir que alguien se enamore de uno de esa manera, pero aquella hechicera a la que había visitado en busca de un filtro de amor, le había dicho que eso eran pamplinas, y que los filtros de amor y otras pócimas eran estafas. Si quería ganarse el corazón de Marisa, ella sabía cómo.

Finalmente, después de que la maga insistiera con otra de sus bellas sonrisas, apagó la vela. Al principio, no sucedió nada. Poco a poco, la estancia, en penumbra, pareció oscurecerse aún más. Observó que la hechicera se sentó a su lado y le tranquilizó. Estaban invocando a un genio, pero lo que se materializó parecía más bien un demonio. Era un ser horrible, con colmillos en vez de dientes, con la piel roja y garras por dedos, de ojos completamente negros. Ramón se sentía incapaz de mirarlo sin sentir escalofríos, y si cruzaba una mirada con él, se le cortaba la respiración.

El monstruo empezó a hablar en una lengua desconocida, y la hechicera le respondió en ese mismo idioma. Era un lenguaje duro, que sonaba muy raro en boca de una mujer tan hermosa y tan dulce. Tras haber intercambiado algunas frases, la hechicera le dijo:

- Ahora, hay que hacerle una petición concreta. Y hacerlo con cuidado... ¿Qué quieres de...? ¿Cómo se llama la chica?

- Marisa... Y lo que quiero es casarme con ella.

La mujer sonrió complacida, repuso que le parecía una buena petición, y se la transmitió al genio. Tras otras frases en aquella lengua áspera, le dijo:

- Ahora, alarga la mano, acércala al... genio. No podemos obrar una magia tan poderosa sin obtener un compromiso firme por tu parte. Te hará un corte pequeño en la mano y jurarás por tu propia sangre que amarás a Marisa el resto de tu vida. Si no, no seguiremos -. Ante la indecisión de Ramón, prosiguió -. ¿No es hermoso? Jurar amor eterno derramando gotas de tu propia sangre -, suspiró y sonrió -. Es un acto simbólico, pero muy bonito.

A Ramón no le pareció hermoso. De hecho, firmar pactos con sangre sólo se hacía con el diablo, o eso se decía. De todos modos, no tuvo coraje para protestar y, además, la respuesta de la hechicera habría sido que eran más pamplinas. Así que alargó la mano dócilmente. El corte le dolió muchísimo, y salió más sangre de la que esperaba, pero la hechicera insistía en que todo iba bien. Y, en esto, se llevó el mayor susto de su vida. La hechicera le suplicó que se quedara muy quieto, y, entonces, el genio salió del círculo de invocación y, sin más, posó la mano llena de garras sobre su cabeza y apretó muy fuerte. Aquello duró unos momentos interminables, en los que Ramón no pudo evitar echarse a temblar.

Al fin, el genio le soltó, volvió a su círculo y desapareció, junto a una parte de la oscuridad que, al parecer, había traído consigo. La hechicera, muy contenta, se apresuró a vendarle la mano herida y le dijo:

- Ya está. Ve a casa de Marisa y pide su mano. Te aseguro que no podrá decirte que no -. Sonriendo, le besó en la mejilla -. Enhorabuena. Vais a ser muy felices.

Ramón no entendía nada. Le pagó a la hechicera, pero quiso saber más.

- Pero, ¿qué me ha hecho ese genio? No me siento diferente.

- Pues yo sí te noto muy diferente. Te ha convertido en un hombre irresistible -, y, entre risas, lo empujó suavemente fuera de la estancia -. ¡Vete antes de que me enamore de ti!


(Continuará...)

Juan Cuquejo Mira.


20 diciembre 2008

Doscientas entradas

Pues sí. Como dice el título esta es la duocentésima entrada de esta bitácora. Cuando la abrí, de modo experimental, en Blogger, nunca pensé que iba a durar activa tanto tiempo, ni que iba a escribir tantas entradas. Pero, el caso es que parece que escribir en una bitácora es cosa de empezar y encontrar algún huequecillo suelto de vez en cuando... Claro que esta bitácora es muy irregular; a lo mejor paso dos semanas sin escribir y luego suelto tres o cuatro entradas en días seguidos...


Además hay una segunda cosa que celebrar. El día 13 de diciembre tuvimos la primera comida de empresa. Aquí estamos los tres socios reunidos:


Hasta aquí, no es la empresa nos hiciera pasar hambre, pero tanto como para pagarnos una comida de estas... Habrá que ir progresando, digo yo. ¡Ah! Yo soy el de enmedio.

Y yo a seguir escribiendo, a ver si llego a las 3oo entradas. Gracias por leerme.

08 diciembre 2008

Leído: La Mano del Caos (XV)

Ya ha "caído" el décimoquinto libro de este año. El volumen quinto de El Ciclo de la Puerta de la Muerte, de Margaret Weiss y Tracy Hickman. Es el primero en el que se rompe un poco la estructura original y se recuperan más personajes de libros anteriores.

De momento, no diré mucho más. Me quedan sólo dos libros para leerme el ciclo completo, y dado que son novelas bastante abiertas, que carecen de sentido si no es dentro de la trama de la serie, creo que daré una opinión más completa y global de las siete novelas.

Por el momento, diré sólo que el mundo que han ideado tiene mucha audacia y mecánica cuántica...