21 diciembre 2008

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (II)

Ramón no esperó mucho tiempo. Dos días después, tras haberse comprado los trajes más ricos que pudo pagar, fue a la casa de Marisa, con un ramo de flores enorme. Iba muy seguro de si mismo y muy contento. Sabía que iba a triunfar, que esta vez no le iban a pedir amablemente que se marchara, aunque no podía evitar sentirse muy nervioso. Y, en efecto, no lo hicieron. Fue su futura suegra quien abrió. Con una sonrisa radiante, le dijo:

- Buenos días. Vengo a ver a Marisa.

Y lo que pasó a continuación le dejó muy sorprendido. La madre de Marisa pareció dedicarle una de sus muecas de desagrado, pero ésta murió antes de que la completara. Se le quedó mirándole fijamente, con los ojos muy abiertos, y compungida, le hizo pasar. Por un pasillo, se acercaba el padre de Marisa que preguntó gritando quien había venido. Cuando su esposa, con la voz extrañamente quebrada, repuso que Ramón, el hombre no pudo evitar que se lo oyera claramente:

- ¿Otra vez?

Pero cuando el padre de Marisa le miró, se quedó quieto unos instantes. Y lo que iba a ser la misma respuesta aburrida ante una nueva visita no deseada a su hija, se convirtió en unas palabras balbuceantes:

- ¿Quieres ver a... mi hija? Sí... pasa.

Avanzó unos pasos y se quedó clavado cuando oyó un sollozo. Se volvió y comprobó que a la madre de su gran amor le corrían lágrimas por las mejillas, y trataba de disimularlo tapándose la boca. Angustiado, Ramón preguntó:

- ¿Le ha pasado algo a Marisa?

Su padre, como si estuviera conmocionado, repuso en tono débil:

- No... Mi hija está perfectamente... Está en el salón.

Avanzó con paso vacilante, incapaz de comprender qué estaba sucediendo. Miró fugazmente hacia atrás, y vio cómo la madre de Marisa no podía contenerse más y arrancaba a llorar mientras su marido la consolaba con una voz que no le salía del cuerpo. Supuso que todo aquello sería cosa del hechizo. Quizá al ser alguien tan irresistible, sus futuros suegros acababan de darse cuenta de lo equivocados que habían estado todas las veces que le habían echado de allí. Tenía sentido, porque quien más desagradable era con él era la madre, y también, parecía la más afectada. Aquello tuvo el efecto benéfico que acabar con su nerviosismo ante la declaración de amor que iba a hacer.

Marisa estaba sentada en un sofá muy grande, en el salón de aquella casa preciosa. Cuando le vio venir, de lejos, le dijo:

- ¡Por Dios, Ramón! ¿Otra vez estás aquí? ¿Y por qué traes eso?

Él se acercó y cuando se miraron a los ojos, comprobó que ella se quedaba callada y sorprendida. Marisa se había levantado y lo miró con expresión extraña mientras Ramón se acercaba. Cuando le ofreció el ramo de flores, ella lo tomó con aire ausente. No le quitaba la vista de encima, y Ramón comprobó con alivio que se le habían arrasado los ojos, probablemente por la emoción. El hechizo funcionaba. Pero cuando se arrodilló y la cogió de una mano, lo que leyó en su mirada, cada vez más húmeda, fue un dolor terrible. Suspiró con mucha pena y Ramón, que estaba cada vez más desconcertado, decidió seguir confiando en el hechizo. Así que le dijo:

- Marisa, ¿quieres casarte conmigo?

Le habían empezado a resbalar lágrimas por las mejillas antes de oír la frase, pero cuando la terminó, Marisa ya lloraba de verdad. Ramón se levantó muy preocupado y la joven dejó caer el ramo para cubrirse el rostro. Y, entre lágrimas, Ramón obtuvo su respuesta:

- Sí.

Y se abrazó a él, sin dejar de llorar con una amargura y un desconsuelo que Ramón no podía comprender, y que empañaron la felicidad de aquel momento.


(Continuará...)

Juan Cuquejo Mira.

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