Mundo de cenizas. Capítulo XXV
Y pensó en qué habría hecho don Gabriel en esa situación. Y recordando lo autoritario que era cuando hacía falta, se dio cuenta de que, en realidad, no lo había intentado todo. Cortó un buen trozo de queso, otro de bizcocho y se fue directamente hacia donde estaba Adriana. Se sentó a su lado, la sacudió suavemente y le ordenó, en tono seco:
—Adriana. Despierta.
Abrió los ojos bastante rápido, y repuso:
—¿Qué pasa?
—Tienes que comer algo.
Adriana se acurrucó, tapándose la cara, y dijo:
—Tengo sueño.
Por primera vez en aquellos días terribles, Christine no aceptó aquella excusa. La invadió la misma ira gélida que cuando se había enfrentado a los cuatro milicianos y decidió que se le había acabado la paciencia. La agarró de las costuras de la camisa y la alzó con suavidad hasta obligarla a quedarse sentada, con la espalda contra las piedras tras las que se guarecía. Su amiga la miró todo el rato la miró sorprendida, con los ojos muy abiertos. Acertó a decirle:
—¿Qué haces?
Como respuesta, le puso el queso y el bizcocho en el regazo diciéndole:
—Come.
Ella repuso con rabia:
—Te he dicho que no tengo hambre.
—Si sigues sin comer acabarás muriéndote. Te vas a comer eso ahora mismo y si te niegas, te cogeré del cuello y te lo haré tragar a la fuerza, ¿está claro?
Adriana la miró estupefacta, con los ojos abiertos por completo. Y para sorpresa de Christine, la oyó decir, débilmente en tono de disculpa:
—Vale. No te pongas así.
Y empezó a comer, con desgana al principio aunque, al poco rato, estaba desayunando con avidez. Christine aún no podía creerse que hubiera sido tan fácil. Se esperaba una discusión larga y complicada y estaba convencida de que tendría que hacerla comer a la fuerza. Aún más atónita se quedó cuando, tras haber dado cuenta de todo, le preguntó que si quedaba más. Christine le dijo que se levantara, que lo tenía en otro sitio, y Adriana lo hizo de inmediato. La dejó rebuscar en el fardo. Se cortó más pan y queso, y comió hasta hartarse mientras Christine seguía sin comprender por qué aquella amenaza había tenido un efecto tan espectacular. De pronto, le preguntó que si aún quedaba algo de beber y le ofreció su propio odre, con agua manchada con vino, del que bebió bastante.
Al fin, se recostó contra otra piedra, como si hubiera comido más de la cuenta, lo que no dejaba de estar lejos de la realidad. Adriana la miró con una expresión mucho más viva que cuando no se quería ni levantar y le dijo:
—Ya he comido. ¿Puedo acostarme ya?
Christine estaba harta de verla todo el día acostada, rumiando su dolor, así que le salió del alma decirle:
—No. Da asco verte… apestas. Vas a venir conmigo al riachuelo, te vas a lavar y a cambiar de ropa.
Exageraba un poco con lo de apestar, pero su amiga no pareció ofenderse, y únicamente repuso, en un tono infantil:
—Es que hace mucho frío.
—Me da igual. Levántate.
—Vale… iré contigo, pero deja que repose un poco. Me siento pesada.
Christine accedió, con la excusa de que iba a recoger todo lo que iba a llevarse para que se lavara, y a esconder lo que se fueran a dejar allí. Le dedicó más tiempo del necesario a aquella tarea y, finalmente, fue a por Adriana, que seguía despierta y se levantó con una docilidad que seguía sorprendiendo a Christine. Siguió actuando de la misma forma durante el camino al riachuelo. Se quitó la ropa sin una queja, se lavó lo mejor que pudo en aquel cauce que, incluso a ella, no llegaba a cubrirle más arriba de la mitad de los muslos, e hizo lo propio con la ropa sucia.
Cuando hubo terminado, la propia Christine, muy aliviada por verla comportarse de una forma más razonable, la ayudó a cubrirse con una manta, para que se secara, y se sentó a su lado después de que Adriana, tras envolverse en la tela, hiciera lo mismo. Estuvieron un rato en silencio, hasta que su amiga le dijo, por primera vez en muchos días con un amago de sonrisa:
—¿Ya estás satisfecha?
Aunque el tono de Adriana tenía algo más de broma que de desafío, Christine no quiso mostrarse blanda todavía, de modo que tras echarle un vistazo, le dijo:
—No. Tienes el pelo limpio, pero muy enredado. Tienes que peinarte.
—No tengo ganas. Nadie va a venir a visitarnos. Y no puedes obligarme a peinarme.
Christine repuso, con tranquilidad:
—Sí que puedo, pero no me apetece. Lo que voy a hacer es peinarte yo.
Mientras buscaba entre las cosas de Adriana y se hacía con un peine de púas gruesas, la oyó protestar:
—¡Es una tontería! No pierdas el tiempo con eso. ¿Quién se va a dar cuenta de que tengo el pelo revuelto?— Y cuando Christine empezó a peinarla, insistió—: ¿Para qué me voy a peinar si estamos las dos solas?
—Porque siempre te has cuidado mucho, y no es propio de ti descuidarte. Y porque quiero peinarte.
Tras eso, Adriana dejó de protestar y se dejó hacer. Christine nunca había peinado a ninguna otra chica, y le llevó bastante rato. No se dejaba crecer el pelo demasiado, como mucho, hasta la mitad del cuello, y además, lo tenía liso y se le enredaba poco. El de Adriana era largo y ondulado y tendía a rizarse un poco más en las puntas. La peinó con mucha delicadeza y, aún así, le dio algún que otro tirón cuando trataba de desenredar algún mechón rebelde. Su amiga se mantuvo en silencio, y sólo cuando Christine paró, dijo que iba ya estaba seca y que se iba a vestir.
Después de haberlo hecho, volvió a su lado. Christine, que estaba un tanto cansada, había dejado de prestarle atención, y al fin cuando la miró, se dio cuenta de que Adriana contemplaba el estado de su melena negra ayudándose de un espejo pequeño, con un marco bellamente trabajado. Y tuvo que alegrarse por primera vez en varios días. Su amiga le sonrió al espejo y le dijo en tono animado:
—Tú no sueles peinar a tus amigas, ¿verdad?
Christine sonrió a su vez y repuso:
—Pues… no.
—No está tan mal, pero te voy a tener que enseñar unas cuantas cosas.
Adriana, siguió mirándose un rato más hasta que se entristeció ligeramente y dijo:
—Seguí tu consejo. Escondí este espejito entre mi ropa, por si aparecía otra vez el dop… el espíritu ese. Cuando me encerraron no me registraron apenas y se les pasó. Pero cuando volví a ver al espíritu, no tenía humor para ver si se reflejaba en él.
Christine se había olvidado de aquello, a causa de todo lo que habían soportado últimamente. Con una curiosidad renovada, dijo:
—¿Se te ha vuelto a aparecer? ¿Cuándo?
—Cuando estaba en la celda. Desde entonces, no he vuelto a saber de él, o de ella, o de lo que quiera que sea.
—¿Y qué hizo? ¿Qué te dijo?
—Me hizo una oferta… Prefiero no contártelo. Lo único que sé es que ojalá no lo vuelva a ver.
A Christine le bastó. No quiso insistir, pero no dejó de resultarle curioso el cambio de actitud de Adriana, a la que nunca había visto hablar de una forma tan negativa de aquel espectro que la rondaba.
Tras descansar un poco más, volvieron a su escondrijo. Y aunque los días siguientes no fueron tan amargos para Christine como los tres últimos, tampoco fueron buenos. Adriana estaba más tratable, pero seguía mostrándose muy triste y tenía que estar casi todo el tiempo encima de ella para impedir que se sumiera otra vez en su dolor. Protestaba a menudo, y de vez en cuando, tenía hablar un rato con ella hasta convencerla, pero le hacía gracia que, al final, acabara obedeciéndola y haciendo lo que le decía con mucho afán. Una mañana le dijo que no se quedara todo el día sentada y que, sin alejarse mucho del escondite, buscara bayas o raíces que se pudieran comer. Protestó al principio, pero después se pasó todo el día buscando arbusto por arbusto. No encontró casi nada, pero, de todos modos, Christine sólo pretendía tenerla distraída con algo.
Sin embargo, a lo que se negaba todo el tiempo era a abandonar el escondite y a emprender el camino a Nêmehe, lo que terminó por desesperar a Christine, que sabía que era la única alternativa. Pero Adriana no parecía entenderlo y llegó a decirle que debían esperar allí, que algún amigo de su padre podría venir a buscarlas. Christine sabía que eso no iba a suceder, pero no pudo hacérselo entender a Adriana. Y, poco a poco, fue perdiendo la energía para convencerla.