Mundo de cenizas. Capítulo XXII
Christine se sentía muy cansada, aunque no tanto física como emocionalmente. Era cierto que, desde que huyeron, apenas había dormido, y aquel era el cuarto amanecer desde que salió de Imessuzu. Pero lo que más le afectaba eran dos cosas: la incertidumbre acerca de lo que había sucedido en el pueblo, y la actitud de Adriana. Su amiga estaba insoportable. Pasaba de permanecer largo rato en silencio, a volverla loca a base de preguntarle qué iban a hacer, de decir que sería mejor que regresaran, que no iba a venir nadie a por ellas, que tenían que saber qué había pasado… Y cuando Christine le repetía que debían permanecer allí por lo menos tres días, para esperar a que las avisaran, que era lo que su padre les había ordenado, Adriana refunfuñaba, decía que ya tendría que haber enviado a alguien y acababa por enfadarse y esconderse a solas un rato. Comía lo mínimo y no podía confiar en ella para las guardias, lo que la obligaba a quedarse en vela toda la noche y dormitar a ratos. O bien era incapaz de dormir cuando hacía guardia Christine, y se pasaba todo el rato junto a ella en vez de acostarse, o bien se quedaba dormida en plena guardia.
Pero, en realidad, no podía culparla. La madre de Christine no corría peligro, pero don Gabriel a aquellas horas podría estar muerto o condenado a muerte. Aquella incertidumbre tenía que estar matándola y Christine conocía lo bastante bien a su amiga como para saber que siempre le era muy difícil controlar sus emociones y la forma en que las expresaba.
Como el resto de días, Christine esperaba pacientemente a ver a alguna de las personas que don Gabriel le habría dicho que enviaría si todo salía bien. Lo hacía escondida cerca del camino que unía Imessuzu con Imquopossu, a poco más que un quinto de legua de esta última población. Era una tarea aburrida, pero que le requería bastante atención, porque debía estar prevenida para no dejarse ver si pasaba por el camino alguien sospechoso.
Sin otra cosa que hacer, se puso a recordar cómo habían llegado hasta allí. Corrieron lo más rápido que fueron capaces durante mucho tiempo. Al principio, mientras el bosque fue poco denso, Christine conseguía correr muy rápido; dejaba atrás casi todo el tiempo a Adriana y se tenía que parar de cuando en cuando a esperarla, hasta que volvió a cogerla de la mano para obligarla a correr con mayor rapidez. Le dio algo de pena oírla quejarse de que no podía más, pero a pesar de sus quejas, su amiga se negaba a detenerse.
La situación cambió cuando llegaron a la parte más densa del bosque y, a la vez, más escarpada. Adriana trepaba y saltaba con mucha seguridad, eligiendo siempre el camino más practicable, mientras que ella se tropezaba, se enganchaba con las ramas, y una vez pisó mal por apresurarse y estuvo a punto de torcerse un tobillo, lo que en aquellas circunstancias habría podido ser el fin. Escarmentada, empezó a ir mirando todo el rato donde pisaba, de forma que fue Adriana la que tenía que esperarla, la que le decía por donde era mejor subir y la que le daba la mano para ayudarla.
Christine se angustiaba por lo despacio que avanzaba por aquel terreno, y si no hubiera dado su palabra de estar a su lado, le habría dicho que huyese ella sola. De todos modos, el sol había salido hacía bastante rato cuando repararon en que nadie las seguía. Aunque no se detuvieron, sí que aflojaron bastante el ritmo, hasta que, finalmente, iban caminando más que corriendo. A mediodía se pararon a descansar, con la ropa empapada de sudor y bastante molidas.
Cuando su amiga recuperó un poco el aliento, consiguió emocionarla. Sin dejar que se levantara, fue hacia ella y le dio un abrazo muy fuerte. Con la voz quebrada, le dio las gracias muchas veces, y le repitió otras tantas que qué sería de ella sin una amiga como Christine. Contra el hombro de Christine, sollozó ligeramente, aunque fue capaz de contenerse. Después de aquello, continuaron avanzando y procuraron acercarse a la carretera siempre que el bosque les permitiera hacerlo sin ser vistas. Y desde entonces, Adriana no había vuelto a demostrarle afecto o amistad, ni a ayudarla un poco a sobrellevar aquella situación, con una sola excepción; fue Adriana la que encontró un lugar muy seguro para esconderse.
El mismo día de la huida, cuando estaban cerca del camino, Adriana recordó que alguna vez que había hecho con su padre el trayecto hacia Imquopossu, había visto a lo lejos un grupo de rocas entre los árboles, y condujo a Christine hacia allí. Y ambas convinieron en que era un escondrijo perfecto. Hacía falta trepar un poco para llegar a una pequeña explanada circular protegida por piedras muy grandes, entre las que se podían esconder, lo que las libraba del peligro de que las ratas intentaran atacarlas y, además, impedía que se las viese desde el camino y la propia Imquopossu. Aunque estaba cubierta por la vegetación y las piedras eran irregulares y desgastadas, Christine pensó que eran las ruinas de una especie de torre circular. Se lo preguntó a Adriana, pero repuso escuetamente: “No sé”.
Desde entonces, su amiga se había dejado dominar por el nerviosismo y la angustia de no saber qué había sido de su padre. Estaba malhumorada casi todo el tiempo y pasaba de desahogarse repitiéndole que tenían que hacer algo y no permanecer allí escondidas, a buscarse un rincón, cubrirse con una manta y pasarse horas en silencio, con la mirada perdida y un brillo furioso en la mirada que le daba un aspecto maligno. Muy a su pesar Christine reconoció que, cuando la veía así, sentía un poco de miedo. Aún tenía muy reciente lo que le había hecho a Carlos, y temía que la parte diabólica de Adriana acabara dominándola y terminara convertida en un monstruo. O que le pasara como a su madre y volviera su maldad contra ella misma.Pero a Christine no se le pasó nunca por la cabeza abandonarla, a pesar de todo. Porque tenía momentos en que se angustiaba por la actitud que tenía, y otros en que parecía volver a ser la misma Adriana que siempre había sido su mejor amiga. El peor de aquellos momentos fue cuando, al atardecer del segundo día tras su fuga, una rata solitaria las olió y quiso subir al sitio donde se refugiaban. No le era posible hacerlo, porque no tenía donde agarrarse, pero, aún así, Christine empuñó sus armas. Cuando Adriana la vio, montó en cólera y gritándole unos insultos terribles, y amenazándola de que la iba a matar, como si la rata pudiera entenderla, fue a por su arco, le puso la cuerda y sin dejar de proferir un insulto tras otro, se acercó al máximo, apuntó y disparó. Adriana, para carecer de instrucción militar, era buena arquera, pero, en aquella ocasión, tuvo bastante suerte. Disparó justo cuando la rata daba un salto que la llevó a echarse, por accidente, contra la flecha. El proyectil le entró a la altura del hígado y le salió por los cuartos traseros, y aquella bestia cayó al suelo y se quedó inmóvil, ensartada en la flecha.
Para su amiga no fue suficiente. Tiró el arco, bajó con rapidez, y desoyó a Christine cuando le advirtió de que aquello era una imprudencia, que a lo mejor la rata no había muerto. Adriana empezó a gritarle a la bestia que le devolviera la flecha y la pateó de una forma que le revolvió el estómago a Christine. Al menos, el animal no se movía y aunque no había peligro, por tanto, decidió bajar y calmar a Adriana. Cuando llegó a su lado, su amiga, dándole la espalda, se empeñaba en arrancar la flecha a tirones y, al no conseguirlo, continuar con los insultos y las patadas, fuera de sí.
Como era de esperar, la flecha terminó partiéndose, y Christine aprovechó que se puso de pie de nuevo para asirla con suavidad de los brazos y pedirle que se calmara. Adriana no intentó soltarse, pero siguió dándole patadas a la rata muerta. Hasta que al fin se detuvo, y, en respuesta a una de las peticiones para que se tranquilizara, repuso, con la tristeza de una niña a la que le hubieran quitado un juguete:
—Quería mi flecha.
Se quedó un rato mirando a la rata y se puso a sollozar, con el rostro escondido tras las manos y la cabeza agachada. Christine le dio la vuelta y, con suavidad, le dijo que subiera, que se iba a encargar de llevarse lejos el cadáver y volvía muy rápido. Su amiga le hizo caso, y ella se llevó la rata arrastrándola de la cola, hasta llegar a un terraplén cercano, por el que la tiró. Al regresar, iba preocupada por Adriana. Era muy temperamental, y le había conocido arranques de ira como aquel, aunque nunca la había visto tan enloquecida. Quería creer que jamás habría pateado de esa forma a otra persona. La última vez que la había visto así, tras haber discutido con una chica de Imessuzu con la que llegó a las manos, se había limitado darle un par de guantazos y algún tirón de pelo antes de que Christine pudiera separarlas. Otras chicas más pacíficas, en esa situación, solían dejarle a su rival la cara llena de arañazos, pero pocas se habrían debatido con la fiereza de Adriana, ni habrían gritado tan fuerte. Sin embargo, pensó con aprensión, eso había sido antes de que despertara en ella la parte diabólica que parecía tener.
En cambio, aquel mismo día por la mañana, cuando Christine regresaba de una visita sigilosa a Imquopossu, se la encontró contando dinero. Y lo que vio la dejó estupefacta. Adriana apilaba con cuidado monedas de oro, por el tamaño, nada menos que escudos de a ocho. Le preguntó que de dónde los había sacado y ella repuso que estaban en el fondo del fardo que su padre le había preparado. Pero más se asombró cuando le preguntó:
—¿Y cuánto vale cada una?
—Son escudos de a ocho. Mira, aquí está el ocho, al lado del relieve con el escudo del reino.
Adriana cogió la moneda, la miró de cerca en el sitio donde Christine le había señalado la cifra y dijo, con una sonrisa.
—¡Ah, sí! ¡Podían hacerlos más grandes! No veía el número... Entonces, como en cada montón hay dieciséis monedas...
Hizo alguna cuenta mental, pero se rindió en seguida. Adriana siempre había sido muy torpe para el dinero y para la aritmética. Christine le propuso colocarlas en montones de cinco ya que sería más fácil de contar. Aceptó y se pasaron un buen rato apilando monedas de oro, con la misma actitud por parte de su amiga de quien apila piedrecitas o juguetes. El resultado final fue que Adriana era rica, y llevaba encima una fortuna, algo más de quinientos escudos. Pero lo mejor de todo era que, durante el tiempo en que estuvieron contando monedas, su amiga había vuelto a ser la misma que antes de que su maldición se manifestara.
Y entonces, dejó de recordar los últimos días porque el corazón le dio un vuelco. Había visto pasar por el camino a una mujer rubia y alta y algo le dijo que era su madre. Se acercó con sigilo y, efectivamente, era ella. Christine corrió con todo el sigilo posible para adelantarla, y protegida por unos matorrales, le dijo, alzando la voz lo imprescindible:
—¡Madre!
La aludida se volvió, le dedicó una mirada fugaz y siguió su camino sin inmutarse, de tal forma que Christine llegó a pensar que se había confundido de persona. Por suerte, se equivocaba, ya que la mujer, tras haber avanzado cerca de cien pies, dejó la bolsa que llevaba al hombro al borde del camino, se arregló la ropa, miró con disimulo delante y detrás, y se internó en el bosque.
Cuando la alcanzó, se miraron un rato. Christine, algo indecisa, no sabía si abrazarla o besarla, o dejar que ella lo hiciera. Su madre, simplemente, dijo:
—Leí tu carta.
Había hablado en dowertsch, la lengua del pueblo de sus padres, que su madre usaba con ella en muchas ocasiones, en particular cuando no quería desmoralizar a algún enfermo al que estuvieran tratando. Tras otra pausa, se sentó, gesto que imitó Christine, y añadió, en la misma lengua:
—¿Te encuentras bien?
Christine supo que aquella conversación tendría lugar en dowertsch, así que repuso, usando ya su segunda lengua:
—Sí, madre.
Y con una mezcla de aprensión y esperanza, le preguntó:
—¿Os ha enviado don Gabriel? Dijo que enviaría a alguien a por nosotras.
La leve tristeza que se coló en la mirada de su madre, le indicó a Christine que le había pasado algo al padre de su amiga antes de que le respondiera:
—No. Don Gabriel no está en condiciones de enviar a nadie. No sabía que os escondíais aquí.
Christine, haciendo memoria, se dio cuenta de que no era tan raro ver a su madre allí. Casi todas las semanas iba a Imquopossu para comprar cosas que en Imessuzu no había o no tenían la calidad suficiente. Temiendo oír malas noticias, pero sabedora de que tarde o temprano tendría que conocerlas, le dijo:
—¿Qué ha pasado? Por favor, contádmelo.
3 comentarios:
Después de haber estado muy ocupado, regreso con mis aventuras. Nuevamente tengo que cortar, casi, en cualquier sitio, porque lo demás que tengo escrito es muy largo. Me ha hecho ilusión volver con Christine y Adriana.
Para dar una idea del asombro de Christine cuando ve a Adriana contar escudos de a ocho, hay que imaginarse que te encuentras que una persona, que se supone que lo ha perdido todo, saca un buen fajo de billetes de 500 euros y se pone a contarlos como si fueran calderilla. Por cierto, yo habría optado por colocarlas en montones de 10 monedas, pero Christine, aunque sabe algo más de matemáticas, tampoco es demasiado buena con los números. En todo caso, el uso del sistema decimal no estaba extendido en la época, de ahí que ellas utilicen otros criterios, como hace Adriana al apilar según el mayor valor facial de las monedas de uso corriente (la de 16 maravedís), para hacer menos montículos, o bien apilar de cinco en cinco, para que saber cuántas monedas hay en cada montón sea más sencillo, que es lo que propone Christine.
Adriana descubre el dinero, probablemente, por el peso. Un escudo de a ocho español pesaba 27,06 gramos. Por los datos que doy Adriana llevaba entre 65 y 70 monedas más o menos, lo que implica unos 1.800 gramos. Para dar otra idea de la cantidad de dinero que lleva encima Adriana, recuerdo que Juan cobra al mes, antes de descontar comida, alojamiento, atención médica y armas, 6 ducados, que son unos 5,5 escudos. Son nueve años de sueldo de un miliciano, más o menos.
Dowertsch es una palabra inventada. Es el nombre que recibe el pueblo al que pertenecían los padres de Christine y se usa, asimismo, para designar su lengua. Es una deformación fonética de Deutsch, que suena “doich”, escrita según la ortografía del alemán. Dowertsch sonaría “doverch” y, efectivamente, les suena a los nemehíes como a los hispanohablantes nos suena el alemán.
Un saludo.
Juan.
Hola, Juan.
Ya tenía yo ganas de saber qué había pasado con Christine y Adriana. Por lo que se ve, don Grabiel ha dejado una buena suma a su hija, y dejas entrever que le ha pasado algo malo, no me extrañaría nada tal y como le dejaste en el rescate de Adriana. Esperemos que no sea irreversible. Era un buen hombre.
El comportamiento de Adriana es un tanto errático. Imagino que todavía está bajo los efectos del choque ante su ajusticiamiento y el trato que le propuso el espíritu (o lo que sea). Desde luego que Christine demuestra tener una paciencia infinita con ella. A ver si poco a poco vuelve a ser la que era, o por lo menos más tratable. No sé yo si tendrá la paciencia necesaria para estar escondida.
He visto a la madre de Christine muy distante. No la ha abrazado. Creo que estará un poco fastidiada con lo que su hija está haciendo, aunque en el fondo sepa que es lo correcto no deja de ser peligroso.
Imagino que si sigues subiendo capítulos los leeré, todo depende de cómo avance en mi novela. Espero que las musas no me abandonen y en septiembre la tenga terminada. No me queda mucho, pero rematar escenas y casarlas para mí es lo peor.
Buen verano, Juan. Pásalo bien.
Un saludo.
Hola Luisa
Casi nos chocamos. Estaba poniendo el capítulo 23 cuando me has escrito el comentario :-). Quería ponerlo rápido, porque no me gusta dejar las cosas tan a medias, pero en Blogger no quiero poner entradas kilométricas.
La verdad es que aciertas en todo lo que dices, incluyendo cosas en las que no había caído pero que son del todo lógicas :-).
En el capítulo 23 verás lo que le ha pasado. Pero se intuye, efectivamente, que las cosas no le han ido muy bien.
Adriana de por sí tiene ese carácter. Es muy temperamental y le cuesta mucho mantener a raya sus sentimientos. Pero después de todo lo que le ha pasado, está mil veces peor. Sobre todo, la descontrolan dos cosas: la incertidumbre y que se considera la culpable de todo. En realidad, la atenaza el miedo a ser la responsable de la muerte su padre.
En realidad, es muy probable que la madre de Christine esté bastante fastidiada. Yo diría que sí, vamos. Pero esa actitud no es algo tan raro en ella. Es así de fría. Christine es un pelín más expresiva que ella por influencia de las chicas de Imessuzu, cuya cultura es, prácticamente la nuestra. Pero la propia Christine es, de ordinario, un témpano de hielo, así que su madre es peor.
Aunque quizá no la abraza para no echarse a llorar.
Y espero que sigas leyendo capítulos, a pesar de todo. Y yo espero seguir subiéndolos; ya que no tendré vacaciones, al menos escribiré un poco :-)
Un saludo.
Juan.
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