02 octubre 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXVIII

Cuando partieron hacía una tarde espléndida, soleada pero fresca. Según le aseguró Pablo, eran exactamente sesenta soldados, vestidos con armaduras de placas completas, la mayoría, y unos quince milicianos, contándose él mismo. Aparte estaban don Felipe y tres individuos con armas defensivas más ligeras, capas de color marrón oscuro, en vez de las sobrevestes con el escudo real de Nêmehe, y cascos con almófares de malla, en vez de los yelmos de los soldados. No tenían pinta de soldados ni de milicianos. Su compañero estuvo un rato discurriendo quienes podrían ser aquellos tres, y concluyó afirmando que serían médicos o enfermeros armados apresuradamente con material sobrante.

Recorrieron en poco tiempo la distancia que separaba Gaiphosume de Metmehapet, en columna de a dos. Cuando se cruzaban con algún caminante o algún grupo de ellos, se les quedaban mirando, y a Juan no le extrañaba. Era poco frecuente ver por caminos secundarios a una columna de infantería pesada, marchando en perfecta formación. Al atravesar el puente de Metmehapet y circundar las murallas de la pequeña ciudad, el número de curiosos se volvió más nutrido, y ganó gran cantidad de mujeres, que miraban divertidas la marcha de la columna. En realidad, a Juan le parecía un despliegue ofensivo impresionante, teniendo en cuenta que entre la guarnición del castillo de Gaiphosume y las tropas que servían en la ciudad, no sumarían más de doscientos soldados.

Aquella parte tan sencilla de la marcha terminó cuando se vieron rodeados del inicio del bosque denso que era su objetivo. Hicieron un alto al verse la columna rodeada de árboles dispersos. Después de un descanso breve, don Felipe reorganizó la formación, de forma que los milicianos y los tres individuos que seguían llamando la atención de Pablo quedaron protegidos por los soldados acorazados en el interior de una nueva disposición en columna de a seis.

El aspecto siniestro que adquirió el bosque a medida que se estrechaba el espacio entre árboles y se hacía más escarpado el terreno, sobrecogió a Juan. La tarde luminosa quedó atrás para dejar paso a un ambiente sombrío. Lo más inquietante eran los arbustos, que le llegaban más o menos hasta la cintura y que dificultaban tanto la visibilidad, como el mantenimiento del orden de la marcha. Una compañía de milicianos no habría podido mantener la formación, pero aquello se trataba de una columna de soldados, al parecer, escogidos, y la cohesión de la unidad no se perdió en ningún momento.

Fue aquel ambiente sombrío, y la sensación de sentirse fuera de lugar entre tropas con un armamento y una instrucción muy superiores a las suyas, lo que le provocó auténtica angustia cuando les atacaron. Supo que algo se les venía encima cuando oyó gritar órdenes y observó que los matorrales se movían en varios puntos. Sus órdenes eran disparar a los atacantes que pudieran, aprovechando el relieve para no poner en peligro a sus compañeros, antes de que llegaran al cuerpo a cuerpo con los soldados. Juan reaccionó tarde y con torpeza, y se pasó más tiempo tratando de sobreponerse a la confusión reinante entre los milicianos que oteando y apuntando.

Sufrieron el ataque de dos oleadas de ratas y Juan sólo disparó tres veces, casi a ciegas. Pablo parecía moverse mejor en aquellas circunstancias, y aunque apenas usó la ballesta, porque era muy complicado tener una oportunidad de disparar con seguridad, estuvo a punto de atravesar a una rata y casi alcanza a otra que había quedado derribada tras las líneas de los soldados, y que acabó rematando uno de éstos.

Sin embargo, su nerviosismo inicial despareció cuando le fue evidente que las ratas no eran rivales para la infantería pesada. Los soldados llevaron a cabo una matanza, gracias a que sus enemigas no podían morder con la fuerza suficiente como para atravesar las placas metálicas, y, en cambio, las espadas de sus oponentes las destrozaban sin dificultades. Una de las imágenes que más impresionó a Juan fue la de una rata que, aprovechando unas rocas, le saltó al cuello a un soldado y se quedó enganchada mordiendo inofensivamente el gorjal. Éste se limitó a agarrarla, tirarla al suelo con fuerza, atravesarla e ir a ocuparse de otra.

De pronto, oyó que Pablo, que estaba en lo alto de una pequeña elevación del terreno, le llamaba con insistencia. Juan tardó un instante en llegar a su lado, y su compañero de armas le dijo en voz baja:

—Mire… Hay uno allí, y van a por él.

Juan no supo exactamente a qué se refería hasta que vio a los individuos con cascos y almófares asaetear con ballestas a un ser monstruoso, medio oculto entre la maleza. Aquella cosa debía tener unos siete pies de altura y una cabeza que recordaba a la de una rata, sólo que acorde a su gran tamaño. Parecía ser una rata descomunal que anduviera sobre las patas traseras, con un cuerpo delgado, piernas robustas y unos brazos largos armados con grandes garras, todo ello cubierto de un pelaje marrón corto. Aquellas garras serían capaces de destrozar a un miliciano con coselete; sin embargo, lo más aterrador era el brillo rojizo de sus ojos.

El cralate tenía dos saetas clavadas y quiso huir, pero ante el ataque de cuatro soldados, los ojos le habían empezado a brillar, tal como le había asegurado Raquel que sucedería. Uno de los soldados se desvió hasta apoyarse en un árbol, como si, de pronto, sintiera mucho dolor. Otro más adelantado se la jugó. Alcanzó al monstruo y le lanzó un tajo horizontal con el montante, aprovechando que, al estar solo, tenía espacio suficiente. La hoja se estrelló contra el costado de la bestia, y un golpe de las garras del cralate en el yelmo le derribó. Pero la herida infligida a costa de quedar indefenso había sido brutal, y el monstruo quedó tambaleándose, sangrando de un corte enorme. Un alabardero de los que estaban dispuestos en segunda fila clavó la punta del arma en el pecho del monstruo y un tercer soldado, usando un agarre de media espada, atravesó el corazón del cralate y lo derribó. Los tres soldados estuvieron golpeando al caído hasta que dejó de debatirse.

Después de aquello, los soldados mataron o ahuyentaron al resto de atacantes y todo quedó en calma, como si el hecho de acabar con el cralate hubiera sido un golpe decisivo para el enemigo. La columna aprovechó para reorganizarse y Juan deseó saber si había habido muchas bajas. No veía a ningún muerto, pero creyó ver a cuatro heridos, entre los que se contaba el soldado que había asestado el primer golpe al cralate. Preguntó a Pablo, pero éste no supo darle más información.

Tras un descanso, prosiguieron su avance mientras las sombras se iban acentuando a causa del atardecer. Cuando comenzaba a ser difícil ver por dónde iban, don Felipe eligió una zona razonablemente lisa y despejada de terreno y montaron un campamento. En realidad, no era un nombre muy adecuado para aquello; lo que hicieron esencialmente fue encender varias fogatas y crear un círculo de antorchas dentro del que se acomodaron los soldados. Lo único inusual que observaron Juan y Pablo, al sentarse a descansar tras haber ayudado a repartir los víveres, fue que el propio don Felipe, junto a los tres soldados de armadura ligera que tanta curiosidad les despertaban, sobre todo a Pablo, fueron los encargados de crear el círculo de fogatas y de revisarlo entero. Los tres individuos se paraban un rato en cada sección de la muralla de fuego antes de seguir avanzando. Juan no dejó de observar dos cosas; la primera que todo se desarrollaba como le había dicho Raquel, lo que resultaba curioso, ya que era difícil esperarse que una chica sin apenas instrucción militar supiera qué pasos iba a seguir un oficial experimentado del ejército. Lo segundo que observó fue que uno de aquellos individuos, en un momento determinado, se les quedó mirando un rato, sobre todo a Juan, antes de seguir con sus cosas.

No había mucho que hacer. Don Felipe había reunido a los milicianos y les había ordenado que tras ocuparse del avituallamiento, buscaran un lugar donde acomodarse para pasar la noche y descansaran hasta nuevo aviso. Todo ese tiempo lo pasaron ambos casi en silencio y cuando hablaban, sólo de cosas intrascendentes. Tras cenar, Pablo, después de unos instantes en que se mostró pensativo, le dijo:

—Amigo Juan. Me preocupa mucho comprobar que Raquel ha tenido razón en lo que le contó, porque ahora nos tiene que tocar el peor ataque de todos. Ya vio lo que pasó con el cralate, que hirió a un soldado sólo con mirarlo.

—Recuerde vuestra merced lo que ella me dijo. Dentro del círculo de fogatas que han dispuesto estaremos a salvo.

—Ya, de eso me acuerdo, pero, ¿quién nos asegura que no nos puedan obligar a salir de alguna forma? ¿Y si provocan el pánico entre los soldados y se rompe el círculo? No sé nada de magia, no sé qué clase de poderes tienen esas cosas… ¡Si siempre creí que eso de la magia eran supersticiones!

—Tranquilícese. Estamos en buenas manos.

Pablo no parecía muy convencido, pero se calló unos instantes para acabar diciendo:

—Le quiero pedir un favor, amigo Juan. Independientemente de los turnos de guardia que establezcan, quisiera pedirle que nos veláramos el uno al otro. Me aterroriza que algo me arrastre fuera del círculo mientras duermo; despiérteme de inmediato si ve que me pasa algo extraño, que yo haré lo mismo por vuestra merced… Se lo ruego. Yo haría la primera guardia, que me siento demasiado nervioso como para dormir.

El primer impulso de Juan fue negarse, pero, en verdad, parecía una medida prudente, aunque algo exagerada. A pesar de todo, Raquel le había pedido que tuviera cuidado, y consideró que podía hacerle ese favor a su compañero de armas. De modo que accedió, si bien le comentó que él se iba a echar a dormir ya.

Tardó muy poco en quedarse dormido. Tuvo un sueño confuso, en el que se enfrentaba a un cralate auxiliado de lejos por Pablo, que disparaba flechas muy grandes con precisión, y por Raquel, que lanzaba hechizos que hacían aullar al monstruo. Juan lanzaba estocadas una y otra vez, pero eran todas muy débiles porque se sentía sin fuerzas, casi paralizado. Cuando Pablo le despertó, estaba muy angustiado porque el monstruo le atacaba y él apenas podía levantar el brazo de la espada. Guardó silencio, pero agradeció sinceramente que lo hubieran sacado de aquel sueño.

Según le dijo Pablo antes de echarse a dormir, buena parte de los soldados estaban sufriendo pesadillas, lo que parecía ser parte de la influencia maligna de aquellos seres. Lo último que hizo fue, en tono burlón, desearle suerte en la guardia. No tardó en dormirse tan profundamente, que, incluso, se puso a roncar.

El campamento, si es que se podía dar tal nombre a aquello, estaba muy tranquilo. La luz de las fogatas, que los soldados apostados a intervalos regulares avivaban si era necesario, no dejaba ver qué había fuera del círculo. La negrura les rodeaba por el exterior y sobre su cabeza. Uno de los individuos de aspecto extraño daba paseos amplios por el círculo de fogatas. Juan pasó un rato tratando de entretenerse con cualquier cosa, para espantar su sopor. Estaba un tanto adormilado cuando se plantó frente a él uno de los tres hombres misteriosos. Como estaba de espaldas a las fogatas, y vestía casco y almófar, casi no le veía el rostro. Con una voz muy suave, como la de un eunuco o un chico muy joven, le dijo:

—¿Qué cree que está haciendo, soldado?

Hubiera querido decirle que no era soldado, sino miliciano, y que si no sabía diferenciar a uno de otro, no entendía que hacía allí. Se limitó a mirarle con mala cara, y a responder, con la máxima corrección posible:

—Con el debido respeto, señor, no sé a qué se refiere.

Con aquella voz impropia de un combatiente, le dijo:

—No está de guardia pero no duerme. ¡Duérmase ahora mismo! ¡Es una orden!

Casi le suelta que aquella era una orden estúpida, pero fue diplomático:

—No puedo conciliar el sueño, señor. Dormiría si pudiera, pero no puedo.

—¿Cómo? ¡Cómo se atreve a hablarme en ese tono, soldado!

Juan no pudo reprimirse. Fulminó con la mirada a aquel individuo y estuvieron un rato con la vista clavada el uno en el otro hasta que su interlocutor empezó a reírse. Era una risa clara, una risa de mujer. Y con una voz que conocía muy bien le dijo:

—Juan, que soy yo… soy Raquel.

Atónito, sólo acertó a decirle:

—¿Raquel?

En respuesta, Raquel se quitó el casco y el almófar, lo que dejó al descubierto su melena, larga y oscura, y se sentó junto a él. Era realmente ella, que le sonreía y, mientras se arreglaba el pelo, decía, frívola:

—El dichoso casco me deja fatal el pelo.

Sobrepuesto ligeramente de su sorpresa, Juan fue capaz de preguntarle:

—¿Qué haces aquí? Eres la última persona a la que esperaba ver.

—No es tan raro. Don Felipe sabe por mi padre que entiendo de magia, así que habló con él para que me diera permiso para acompañarle en la expedición. Le venía muy bien alguien con mis conocimientos y prometió cuidar de mí y… ¡aquí estoy!

—Pero… yo pensé que no querías que nadie supiera que eres maga.

—Y no quiero, pero a mi padre tenía que contarle algo tan importante, ¿no crees? Él no lo va pregonando por ahí, sólo se lo dice a compañeros de armas de mucha confianza. Además, ¿no ves que voy vestida de hombre y con casco y almófar? Aparte de para estar más protegida es para que no se sepa que soy una mujer y una hechicera.

A Juan se le antojaba asombroso ver a su amiga como ayudante de un oficial del ejército, pero tenía cierto sentido si era verdad que los cralates usaban la magia. De todos modos, lo único que sentía en aquel momento era una mezcla de alegría por tenerla al lado y de preocupación porque la suerte de Raquel estuviera ligada a la de aquella expedición. Su amiga, por lo visto, no compartía tal preocupación porque le dijo, en tono jovial:

—Tiene gracia. Esta es la primera vez que corremos aventuras juntos.

4 comentarios:

Juan dijo...

Haciendo un símil entre el ejército actual y el ejército de la época medieval, podemos dar una consideración a los soldados con armadura completa parecida a la que hoy se le da a los tanques. Por supuesto, lo suyo sería que todos los soldados y los milicianos vistieran esas armaduras, el problema es que eran bastante caras. En la expedición, probablemente, las autoridades de Gaiphosume destinan a este combate todas las armaduras de que disponen.

El combate contra el cralate es el primero que he resuelto sin tirar ni un solo dado. No hace falta, ya que ningún personaje se le enfrenta. Sólo unas pocas notas. Un montante es un mandoble o espadón, esto es, un arma que se usa a dos manos. Un agarre de media espada consiste en asir la espada con la derecha de la forma convencional, y con la izquierda más o menos por la mitad de la hoja o algo más arriba. Esta técnica era la usada para combatir contra oponentes con armadura de placas completa, y permite realizar una estocada muy fuerte y precisa, ideal para lanzar un golpe contra un punto débil de la armadura del contrario. Aquí hago que el soldado use la táctica porque carece de espacio para lanzar un tajo y quiere asestar un golpe mortal en un punto concreto. La técnica de media espada se menciona, junto a otros datos muy relevantes, en el interesantísimo blog: http://sombrasyceniza.com/2011/06/12/de-espadas-y-falacias-mitos/

El soldado que da el primer tajo al cralate se la juega, pero no considero que esté loco. Supone que el yelmo que lleva será suficiente para salvarle de las garras del monstruo y, en todo caso, malhiriéndolo conseguirá que sus compañeros acaben de inmediato con él y le auxilien de ser necesario. Acierta… en esta ocasión. Además, hay que tener en cuenta que, o tumbaba al cralate de inmediato como fuera o le podría pasar lo que al compañero, que sólo porque el monstruo le miró tuvo que retirarse. Los soldados (al menos ese grupo que lleva armas largas o de asta) saben que los cralates tienen alguna clase de poder que puede dañarles, porque don Felipe, con toda seguridad, se lo ha explicado varias veces.

Pablo se mueve algo mejor por el campo que Juan porque su entrenamiento es de explorador. Por ello, tiene mayor capacidad de percepción, sobre todo en campo abierto, y es capaz de localizar al cralate mucho antes que su compañero de armas.

Esto de mujeres que van en el ejército sin que nadie sepa su sexo está basado en la historia real de una, creo, monja, que marchó a América y sirvió en el ejército, contra los araucanos, haciéndose pasar por hombre. No recuerdo como se llamaba. En Mundo de Cenizas, sin embargo, hay que matizarlo. En esta ambientación, habrá alguna mujer en el ejército y no necesitará esconder su condición, ya que se las acepta en el mismo. No obstante, las mujeres tienen bastante más fácil entrar en la milicia que en el ejército del rey. Y, principalmente, el problema que tendría Raquel para formar parte de una misión como esa es que, en realidad, no pertenece al ejército, si bien, ocultar su identidad también se deberá, fundamentalmente, a que no la reconozcan como hechicera.

Corto en este punto porque, nuevamente, el hilo argumental se alarga más de lo aconsejable para una entrada de bitácora.

Enrique González Añor dijo...

Me parece que te refieres a la monja alférez, Catalina de Erauso. Otro ejemplo Juana de Arco.

Saludos.

Juan dijo...

Hola Enrique

¡Exacto! Hablaba de la monja alférez. Gracias por el apunte :) . Estás muy bien informado sobre cuestiones históricas, sinceramente.

Creo que explico un poco las pretensiones de la expedición. Cuando te respondía en el capítulo anterior pensaba que este estaba publicado.

Hay que tener en cuenta que siempre narro desde un punto de vista subjetivo. En Mundo de cenizas, la población mundial se ha reducido hasta el 1% de la actual o menos. Gaiphosume, que es una de las ciudades más populosas de Nêmehe, ronda los 1000 habitantes. La capital alberga a unas 7000 personas como mucho. Para los habitantes del país es una población enorme, aunque para nosotros sea un pueblo pequeñito.

Gaiphosume tiene muy cerca una fortaleza, donde se acuartelan unos 200 soldados. La milicia de Gaiphosume poseerá un número de combatientes del estilo, pero con peor armamento y menos preparación. Así que mandar una columna de 75 combatientes supone arriesgar el 20% del total, sabiendo, además, que habrá un número no despreciable de heridos después de lo que ha sufrido la ciudad. Por eso, para Juan es un grupo muy numeroso. Para nosotros es muy poco. Históricamente, tampoco sería un número de soldados elevado. Pero es que en esta historia, los países están muy fragmentados; hay muchos, pero muy pequeños.

Un saludo y gracias.

Juan.

Enrique González Añor dijo...

Si, efectivamente me gusta mucho la historia y la arqueología. Sobretodo, el estudio de las civilizaciones antiguas, me apasiona; que se lo digan a Argantonio y su TARTESOS, jejeje.

Saludos.