30 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXV

Y pensó en qué habría hecho don Gabriel en esa situación. Y recordando lo autoritario que era cuando hacía falta, se dio cuenta de que, en realidad, no lo había intentado todo. Cortó un buen trozo de queso, otro de bizcocho y se fue directamente hacia donde estaba Adriana. Se sentó a su lado, la sacudió suavemente y le ordenó, en tono seco:

—Adriana. Despierta.

Abrió los ojos bastante rápido, y repuso:

—¿Qué pasa?

—Tienes que comer algo.

Adriana se acurrucó, tapándose la cara, y dijo:

—Tengo sueño.

Por primera vez en aquellos días terribles, Christine no aceptó aquella excusa. La invadió la misma ira gélida que cuando se había enfrentado a los cuatro milicianos y decidió que se le había acabado la paciencia. La agarró de las costuras de la camisa y la alzó con suavidad hasta obligarla a quedarse sentada, con la espalda contra las piedras tras las que se guarecía. Su amiga la miró todo el rato la miró sorprendida, con los ojos muy abiertos. Acertó a decirle:

—¿Qué haces?

Como respuesta, le puso el queso y el bizcocho en el regazo diciéndole:

—Come.

Ella repuso con rabia:

—Te he dicho que no tengo hambre.

—Si sigues sin comer acabarás muriéndote. Te vas a comer eso ahora mismo y si te niegas, te cogeré del cuello y te lo haré tragar a la fuerza, ¿está claro?

Adriana la miró estupefacta, con los ojos abiertos por completo. Y para sorpresa de Christine, la oyó decir, débilmente en tono de disculpa:

—Vale. No te pongas así.

Y empezó a comer, con desgana al principio aunque, al poco rato, estaba desayunando con avidez. Christine aún no podía creerse que hubiera sido tan fácil. Se esperaba una discusión larga y complicada y estaba convencida de que tendría que hacerla comer a la fuerza. Aún más atónita se quedó cuando, tras haber dado cuenta de todo, le preguntó que si quedaba más. Christine le dijo que se levantara, que lo tenía en otro sitio, y Adriana lo hizo de inmediato. La dejó rebuscar en el fardo. Se cortó más pan y queso, y comió hasta hartarse mientras Christine seguía sin comprender por qué aquella amenaza había tenido un efecto tan espectacular. De pronto, le preguntó que si aún quedaba algo de beber y le ofreció su propio odre, con agua manchada con vino, del que bebió bastante.

Al fin, se recostó contra otra piedra, como si hubiera comido más de la cuenta, lo que no dejaba de estar lejos de la realidad. Adriana la miró con una expresión mucho más viva que cuando no se quería ni levantar y le dijo:

—Ya he comido. ¿Puedo acostarme ya?

Christine estaba harta de verla todo el día acostada, rumiando su dolor, así que le salió del alma decirle:

—No. Da asco verte… apestas. Vas a venir conmigo al riachuelo, te vas a lavar y a cambiar de ropa.

Exageraba un poco con lo de apestar, pero su amiga no pareció ofenderse, y únicamente repuso, en un tono infantil:

—Es que hace mucho frío.

—Me da igual. Levántate.

—Vale… iré contigo, pero deja que repose un poco. Me siento pesada.

Christine accedió, con la excusa de que iba a recoger todo lo que iba a llevarse para que se lavara, y a esconder lo que se fueran a dejar allí. Le dedicó más tiempo del necesario a aquella tarea y, finalmente, fue a por Adriana, que seguía despierta y se levantó con una docilidad que seguía sorprendiendo a Christine. Siguió actuando de la misma forma durante el camino al riachuelo. Se quitó la ropa sin una queja, se lavó lo mejor que pudo en aquel cauce que, incluso a ella, no llegaba a cubrirle más arriba de la mitad de los muslos, e hizo lo propio con la ropa sucia.

Cuando hubo terminado, la propia Christine, muy aliviada por verla comportarse de una forma más razonable, la ayudó a cubrirse con una manta, para que se secara, y se sentó a su lado después de que Adriana, tras envolverse en la tela, hiciera lo mismo. Estuvieron un rato en silencio, hasta que su amiga le dijo, por primera vez en muchos días con un amago de sonrisa:

—¿Ya estás satisfecha?

Aunque el tono de Adriana tenía algo más de broma que de desafío, Christine no quiso mostrarse blanda todavía, de modo que tras echarle un vistazo, le dijo:

—No. Tienes el pelo limpio, pero muy enredado. Tienes que peinarte.

—No tengo ganas. Nadie va a venir a visitarnos. Y no puedes obligarme a peinarme.

Christine repuso, con tranquilidad:

—Sí que puedo, pero no me apetece. Lo que voy a hacer es peinarte yo.

Mientras buscaba entre las cosas de Adriana y se hacía con un peine de púas gruesas, la oyó protestar:

—¡Es una tontería! No pierdas el tiempo con eso. ¿Quién se va a dar cuenta de que tengo el pelo revuelto?— Y cuando Christine empezó a peinarla, insistió—: ¿Para qué me voy a peinar si estamos las dos solas?

—Porque siempre te has cuidado mucho, y no es propio de ti descuidarte. Y porque quiero peinarte.

Tras eso, Adriana dejó de protestar y se dejó hacer. Christine nunca había peinado a ninguna otra chica, y le llevó bastante rato. No se dejaba crecer el pelo demasiado, como mucho, hasta la mitad del cuello, y además, lo tenía liso y se le enredaba poco. El de Adriana era largo y ondulado y tendía a rizarse un poco más en las puntas. La peinó con mucha delicadeza y, aún así, le dio algún que otro tirón cuando trataba de desenredar algún mechón rebelde. Su amiga se mantuvo en silencio, y sólo cuando Christine paró, dijo que iba ya estaba seca y que se iba a vestir.

Después de haberlo hecho, volvió a su lado. Christine, que estaba un tanto cansada, había dejado de prestarle atención, y al fin cuando la miró, se dio cuenta de que Adriana contemplaba el estado de su melena negra ayudándose de un espejo pequeño, con un marco bellamente trabajado. Y tuvo que alegrarse por primera vez en varios días. Su amiga le sonrió al espejo y le dijo en tono animado:

—Tú no sueles peinar a tus amigas, ¿verdad?

Christine sonrió a su vez y repuso:

—Pues… no.

—No está tan mal, pero te voy a tener que enseñar unas cuantas cosas.

Adriana, siguió mirándose un rato más hasta que se entristeció ligeramente y dijo:

—Seguí tu consejo. Escondí este espejito entre mi ropa, por si aparecía otra vez el dop… el espíritu ese. Cuando me encerraron no me registraron apenas y se les pasó. Pero cuando volví a ver al espíritu, no tenía humor para ver si se reflejaba en él.

Christine se había olvidado de aquello, a causa de todo lo que habían soportado últimamente. Con una curiosidad renovada, dijo:

—¿Se te ha vuelto a aparecer? ¿Cuándo?

—Cuando estaba en la celda. Desde entonces, no he vuelto a saber de él, o de ella, o de lo que quiera que sea.

—¿Y qué hizo? ¿Qué te dijo?

—Me hizo una oferta… Prefiero no contártelo. Lo único que sé es que ojalá no lo vuelva a ver.

A Christine le bastó. No quiso insistir, pero no dejó de resultarle curioso el cambio de actitud de Adriana, a la que nunca había visto hablar de una forma tan negativa de aquel espectro que la rondaba.

Tras descansar un poco más, volvieron a su escondrijo. Y aunque los días siguientes no fueron tan amargos para Christine como los tres últimos, tampoco fueron buenos. Adriana estaba más tratable, pero seguía mostrándose muy triste y tenía que estar casi todo el tiempo encima de ella para impedir que se sumiera otra vez en su dolor. Protestaba a menudo, y de vez en cuando, tenía hablar un rato con ella hasta convencerla, pero le hacía gracia que, al final, acabara obedeciéndola y haciendo lo que le decía con mucho afán. Una mañana le dijo que no se quedara todo el día sentada y que, sin alejarse mucho del escondite, buscara bayas o raíces que se pudieran comer. Protestó al principio, pero después se pasó todo el día buscando arbusto por arbusto. No encontró casi nada, pero, de todos modos, Christine sólo pretendía tenerla distraída con algo.

Sin embargo, a lo que se negaba todo el tiempo era a abandonar el escondite y a emprender el camino a Nêmehe, lo que terminó por desesperar a Christine, que sabía que era la única alternativa. Pero Adriana no parecía entenderlo y llegó a decirle que debían esperar allí, que algún amigo de su padre podría venir a buscarlas. Christine sabía que eso no iba a suceder, pero no pudo hacérselo entender a Adriana. Y, poco a poco, fue perdiendo la energía para convencerla.

22 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIV

Algo más calmada, regresó al escondite sin ninguna prisa. Sólo de pensar en que tenía que contárselo todo a su amiga se le aceleraba el pulso. Pero se lo tendría que relatar antes o después, así que mientras menos tiempo tardara, mejor para las dos. Aquella resolución perdió buena parte de su fuerza cuando trepó hacia la planicie donde se escondían y vio a Adriana sentada. Se miraron un instante y su amiga se limitó a decirle:

—¿Ya has vuelto?

Christine asintió y fue a sentarse cerca de ella. No la había vuelto a mirar, temerosa de que su amiga sospechara algo si veía la expresión que traía, pero, al parecer, ya era tarde. Adriana se sentó frente a ella, la miró muy seria y le dijo:

—Tú has hablado con alguien. ¿Qué te ha dicho?

Suspiró y, dado que ya no tenía sentido retrasarlo más, dijo:

—Sí. He hablado con mi madre… Tengo que contarte lo que ha pasado.

Y le relató con serenidad todo lo que le había transmitido su madre: cómo lo había sabido, el desarrollo del combate, el triste destino de don Gabriel y su propuesta de ir a Nêmehe. Adriana la escuchó en completo silencio y pasó de mirarla directamente a los ojos con interés a ir bajando lentamente el rostro, con una expresión ausente que apenaba mucho a Christine.

Cuando terminó su narración Adriana parecía no estar allí; no reaccionaba, miraba sin ver y tan silenciosa estaba que se diría que no respiraba. Hasta que, de pronto, negó varias veces con amargura y arrancó a llorar, contra el pecho de Christine cuando ésta quiso consolarla.

Estuvieron así largo rato. Su amiga, entre lágrimas, no dejaba de protestar, de echarse la culpa de todo o de llamar a su padre, y Christine no sabía qué decirle, cómo hacer que dejara de llorar, porque ella misma se sentía igual de sola y perdida. La amargura de Adriana terminó por contagiársele. Habían sido muchos golpes en muy poco tiempo; no se podía quitar de la cabeza el momento en que se despidió de su madre, y no pudo más. Bajó la cabeza hasta hacerla descansar sobre el hombro de su amiga y lloró. Fue un llanto muy breve, porque luchó por reprimirlo y acabó consiguiéndolo. Pero fue suficiente para aliviarla un poco, a pesar de que llorar para Christine era algo tan angustioso como vomitar y que le pasaba menos.

Y entre lágrimas, Adriana le dijo:

—No… tú no… No llores.

Se le abrazó, trató de consolarla aunque aún tenía el corazón encogido, y le repitió que ella era la culpable de todo, que lo sentía mucho. Esta vez, Christine no tuvo ánimos para decirle nada. Finalmente, Adriana la soltó y se limpió el rostro lo mejor que pudo. Luego, la miró con tristeza, lo que la hizo reaccionar y secarse las pocas lágrimas que había derramado. Y mientras se secaba las mejillas, su amiga le dijo:

—¿Qué va a ser de nosotras?

Con la mayor entereza que pudo reunir, que en aquel instante era muy poca, Christine repuso:

—Saldremos adelante.

Tras un intervalo en que se mantuvieron calladas, mirando ambas al suelo, Adriana dijo, con la voz ronca por la ira:

—Maldito don Guzmán. No tenía por qué haberos destrozado la vida a todos…

Y continuó dando gritos, de una manera que le aceleró el pulso a Christine:

—¡Maldito sea! ¡Que no quede sitio en su vida para otra cosa que no sea el dolor y el sufrimiento! ¡Que vengan los demonios y se lo lleven al infierno! ¡Maldito sea, mil veces maldito!

A Christine le daba miedo oírla hablar así, aunque no pudiera culparla. Ella no le deseaba ningún bien a don Guzmán e, incluso, reconoció que no se apenaría demasiado si le viera perderlo todo, pero se lo guardaba para sí. Sin embargo, su amiga le maldecía con unas ganas que le daban escalofríos. Lo que Christine no tardó en descubrir fue que las cosas podían ser peores. Vio cerrar los puños a Adriana y la oyó decir, en un tono repleto de odio:

—Te lo prometo. Le mataré… con mis propias manos. Le cogeré del cuello y apretaré…

Oírle pronunciar aquellas palabras ya era muy inquietante, y le volvía a inspirar la sensación de que quien tenía delante no era la misma persona a la que consideraba su mejor amiga. Pero, mientras pronunciaba la última frase, su amiga había alzado la cabeza, y miró a Christine a los ojos. Y un miedo irracional, que la tomó desprevenida, le atenazó el alma. Los ojos de Adriana desprendían un fulgor rojo tan intenso que tuvo que entrecerrar la mirada. Presa del pánico, tan asustada que le costaba respirar, retrocedió hasta aplastarse contra la pared.

Christine no había sentido nunca una sensación parecida. Era similar a lo que notó la primera vez que la vio lanzar un hechizo, pero mucho más intensa, porque aquellos ojos monstruosos estaban ahora clavados en ella. Miró un instante al suelo que había a los bordes de su escondite, y evaluó la posibilidad de bajar a toda prisa y correr. En aquellas circunstancias, si Adriana le destrozaba una pierna podía acabar muerta; no podría valerse y su compañera poco iba a ser capaz de hacer.

Pero si salía huyendo, si actuaba como los demás y la rehuía o despreciaba por su naturaleza, por algo que, realmente, no podía controlar, erigiría un muro entre las dos que quizá nunca podrían echar abajo. Y la apreciaba demasiado como para eso. Así que sacó coraje no supo de donde, continuó aguantando su mirada y el aura de odio y miedo que desprendía. Con una voz trémula que casi no le salía del cuerpo, le suplicó:

—Adriana… por favor, cálmate.

No le hizo caso, y continuó mirándola con aquellos destellos rojos intensos, que oscurecían su rostro por el contraste. Y, de pronto, cuando Christine empezaba a creer que acabaría asfixiada, aquella manifestación de brujería desapareció, y Adriana se mostró confusa un instante. Luego, la miró con un estupor que se tornó tristeza de inmediato. Christine seguía sentada contra la pared rocosa, tan apretada que parecía estar intentando atravesarla. En un tono débil, lleno de pena, le dijo:

—Christine…

Clavó en ella sus ojos negros, y Christine se lamentaría luego de no haber reaccionado antes e intentar acercarse, por mucho que la impresión por lo que había presenciado no le permitiese otra cosa que separarse ligeramente de la pared. Adriana torció el rostro en una mueca de desesperación, se cubrió los ojos con los puños y le chilló:

—¡Vete! ¡Aléjate de mí!

Se dio la vuelta con rapidez y se ocultó de su vista detrás de dos piedras grandes que había en el centro de la construcción en ruinas. Christine sabía que lo mejor, en aquel caso, era complacerla, y se puso en pie con cierto trabajo, aún conmocionada por lo que acababa de soportar. Reparó en que estaba ilesa, lo que no alcanzaba a comprender. A pesar de que le entristecía dejarla sola en vez de intentar ayudarla, era consciente de que no podía hacer nada por ella. De modo que bajó con cuidado, tratando de no hacer ruido y se encaminó al riachuelo que discurría próximo a su escondite. Sería un sitio seguro si la sorprendía alguna rata, ya que esos monstruos no soportan el agua.

Y bien escondida entre los matorrales que crecían junto al río, Christine se pasó allí todo el tiempo que pudo. Estuvo pensando, con amargura, en lo que iba a hacer. Lo primero que tuvo que aceptar era que tendría que decidirlo ella sola, ya que no podría contar con Adriana. El miedo que había pasado un rato antes le hizo albergar la idea de dejarla sola, pero se sabía incapaz de hacer algo así, porque dudaba que pudiera sobrevivir por sí misma en el estado en que se encontraba. Si habían hecho tanto por salvarla, desampararla era del todo absurdo.

No tardó en llegar a la conclusión de que deberían dirigirse a Nêmehe, y buscar la protección de la colonia dowertsch. El problema principal era cómo iban a llegar hasta allí. No se le antojaba muy prudente hacer un camino tan largo las dos solas, sobre todo si incluía el trayecto casi despoblado desde Vussinumoput hasta la capital. Aun peor sería la idea de intentar viajar en una caravana en Imquopossu, ya que era probable que don Guzmán las anduviera buscando, y ese sería uno de los primeros sitios donde miraría. Cipemnêfile y Vussinumoput estaban algo más lejos, pero quizá no lo bastante si don Guzmán tenía agentes a su disposición y ganas. Recordó, asimismo, que Adriana era una fugitiva, y que a don Guzmán le bastaba con escribir a las autoridades de las ciudades que quisiera para que las buscasen.

Estuvo un buen rato dándole vueltas a aquel problema, pero no logró hallarle una solución, entre otras cosas, porque sus pensamientos volvían una y otra vez a asimilar la idea de que no sabía cómo iba a tratar a Adriana a partir de aquel momento. Le sería imposible volver a tener con ella la confianza de antaño y lo malo era que, por mucho que intentara ocultárselo, se daría cuenta de inmediato. Le dolería advertirlo, se sentiría dolida y molesta, y ya había visto de qué manera tan monstruosa expresaba su amiga el dolor y el rencor. Y sin embargo, era consciente de que Adriana no era un monstruo, que a pesar de todo, continuaba teniendo buen corazón. Aunque Christine creyó, al principio, que le había hecho marcharse porque se había enfadado con ella, luego cayó en la cuenta de que, más bien, la había echado para no hacerle daño.

El tiempo se le pasó muy rápido, debido a que no hacía más que darle vueltas a las mismas ideas, sin sacar nada en claro. Cuando decidió regresar, empezaba a oscurecer, y no quería verse sorprendida por alguna alimaña en la negrura. Tras subir al escondite, se dirigió con cautela hacia el sitio donde se había ocultado Adriana. Se la encontró dormida, tapada con una de sus mantas, aunque con el cabello y el rostro descansando en el suelo. Optó por dejarla dormir y ella montó guardia todo el tiempo que le fue posible, hasta que, tras lo que creyó un instante, abrió los ojos y vio que había amanecido.

En los días siguientes, llegó a echar de menos el nerviosismo y el malhumor de Adriana. Con una rapidez sorprendente, después de su manifestación de brujería su amiga se había encerrado en sí misma por completo. Apenas hablaba, no quería comer y se pasaba el día entero acostada cubierta por la misma manta de la primera noche. Sólo se levantaba cuando no tenía más remedio, y bajaba y subía al escondite con una pesadez impropia de ella. Lo único que se llevaba a la boca era un odre que, antes de caer en aquel estado, se había preparado llenándolo de agua y de una quinta parte de vino, por precaución.

Christine lo intentó todo, pero no consiguió sacarla de aquel estado. Intentaba darle conversación, pero le respondía únicamente “sí” o “no”, y no siempre. Sólo una vez, dos días después del encuentro con su madre, tuvieron una conversación breve. Le había repetido que la única salida era viajar hasta Nêmehe y, una de las veces, le repuso que no se sentía con ánimos para hacerlo. Y, a continuación, le dijo:

—Vete tú sola.

Christine no fue capaz de responder, de puro asombro; fue su amiga quien prosiguió:

—La gente a quien quiero acaba muerta o en la cárcel. Márchate antes de que te pase algo malo a ti también.

Sin saber muy bien qué decirle, repuso:

—Si te quedas sola te… quiero decir, si nos separamos estamos perdidas.

—Tú eres fuerte y sabes luchar. Estaría perdida yo—. Suspiró y añadió—. Y sería lo mejor para todos.

Al decir aquello, recordó lo que le había pasado a la madre de Adriana, que, en sus últimos meses, hablaba de
la misma forma. Y se angustió. Quiso quitarle esa idea de la cabeza y le dijo, con la mejor intención:

—Por favor, no hables así. Después de todo lo que hemos hecho por ti… tienes que vivir, recuperarte…

Sorpresivamente, repuso furiosa:

—¿Y cuánto tiempo me lo vas a echar en cara? ¡Yo no os pedí que me rescataseis!

Aquella contestación desabrida la dejó helada. No pretendía reprocharle nada, sólo animarla un poco. ¿Cómo podía ser tan ingrata, después de todo lo que había pasado? Le habían dolido mucho sus palabras, pero se cuidó de no manifestarlo. Adriana, con un giro rápido se dio la vuelta, sin levantarse, para darle la espalda y se cubrió la cabeza con la manta. Lo único que acertó Christine a decirle fue, en un tono neutro fingido:

—¿Quieres decir que tendríamos que haber dejado que te quemaran?

—¡Sí!

Christine no entendía nada. Unos días atrás se lo había agradecido de corazón, y ahora le parecía mal. Se levantó para marcharse, sin nada qué decir ni ganas de hacerlo. Y entre lágrimas, la oyó decir:

—¿Por qué no entendéis que no merezco nada?

La dejó sola y se sentó donde no pudiera verla. Pasó otra tarde interminable, sin otra cosa que hacer que mirar los árboles del bosque que las guarecía y darle vueltas a todo lo que le había pasado y a lo que iba a hacer. Y, como de costumbre, no llegaba a ninguna decisión. Aunque ya empezaba a invadirla la apatía, y comenzaba a darle igual todo.

Echaba de menos Imessuzu, a su madre, a don Gabriel y, también, a Adriana o, al menos, a la manera en que se comportaba antes de todo aquello. Todo lo que había intentado para acercarse a ella, para que abandonara su ensimismamiento habían fracasado. Con tristeza, pensó que, ante un problema similar, habría ido a pedirle consejo a la propia Adriana, que era mucho más perspicaz para juzgar las emociones ajenas. Pero ya no podía contar con ella, sólo con su propia capacidad, que era muy limitada. Le costó largas horas llegar a la conclusión de que no era ingratitud sino culpa, que no había querido que la rescatasen pagando un precio tan alto.

Un bello atardecer dio paso a una noche de guardia tan aburrida como las demás. Y como siempre, Christine aguantó todo lo posible, hasta despertar agotada tras una cabezada tan breve como un suspiro. Y por primera vez desde que lo había perdido todo, sintió en toda su crudeza el desánimo. No iban a aguantar mucho más. Si Adriana mostrara más disposición, habrían tenido alguna posibilidad, pero si ella misma se sentía perdida, no podía cargar, además, con su amiga.

Fue a por las provisiones para desayunar. Tenían aún bastante queso y bizcocho, lo que era lógico ya que Adriana, que en su etapa de nerviosismo apenas comía, había pasado a un ayuno completo. Fue a ver si estaba despierta para hacer un nuevo intento de que comiera algo. Había empezado dejándole algo a su alcance, pero como no lo tocaba, optó por guardarlo para que no le cayera nada encima. Cada vez que ella comía iba a ofrecerle, pero siempre se negaba. Como, en aquel momento, estaba dormida o lo parecía, la examinó de cerca. Su aspecto era horrible. Desde siempre había sido muy coqueta y cuidaba mucho su aspecto. Así que verla con el pelo revuelto y sucio, y con la cara manchada de polvo le resultaba impropio de ella. Lo peor era que se le empezaban a marcar en el rostro muestras de su cansancio y de su ayuno.

Si Adriana seguía así era cuestión de tiempo que enfermara y que no fuera capaz de superar su mal. Pero Christine ya lo había intentado todo. Desayunó pensando en que era absurdo haber hecho tanto por salvarla, simplemente, para que su propia pena la matara. Don Guzmán, sin saberlo, quizá consiguiera su objetivo mucho antes de lo esperado. Y don Gabriel pasaría toda la vida en la cárcel, sin saber que todo había sido inútil. Aquello la enfureció. Christine deseó poder preguntarle qué hacer con Adriana. Si él estuviera allí, estaba convencida de que sería capaz de hacerla comer.

13 julio 2011

Leído El Baile de los Secretos, de Jesús Cañadas

Casi pisando la primera reseña, va ahora la segunda que tenía pendiente.

Este lunes terminé de leer El Baile de los Secretos, que es la primera novela publicada de Jesús Cañadas, y que he recibido por haberme suscrito a Excalibur Fantástica de la editorial Grupo AJEC, que sigue, por fortuna, publicando buenos libros fantásticos de autores españoles. De noveles que apuntan alto, como es el caso que nos ocupa ahora mismo.

El Baile de los Secretos podría encuadrarse en el género de la fantasía épica. Y digo podría porque el planteamiento de la historia es muy original y se aleja bastante de lo habitual en el género. No quiero hablar demasiado acerca de la trama, porque prefiero que sea el lector el que se haga con este libro y saque sus propias conclusiones.

Sólo daré varias pinceladas. La primera, que a los que aficionados al rol les gustarán ciertos detalles de la trama. La segunda es que es una fantasía épica muy poco convencional. Tiene una carga de literatura de terror muy elevada, algún ligero elemento "steampunk" (por ejemplo, la máquina de El Relojero). El ambiente de la obra es oscuro y tétrico. Ah, se me olvidaba. Lo más importante es que el libro, en realidad, es una historia de amor, sólo que tardas bastante en darte cuenta, aunque se apunte en las primeras páginas. La visión del amor que presenta es de lo más original que he leído nunca en fantasía épica, y sigue la curiosa línea en que nos encuadramos la mayoría de los hombres cuando escribimos sobre este tema en fantasía épica, de presentarlo como algo malo, como un problema.

A nivel técnico, la obra está muy bien llevada. Hay algunos puntos que resultan confusos, aunque yo no lo veo como un problema, sino como un elemento más integrante del ambiente del libro, donde van pasando cosas extrañas, y te vas llevando una sorpresa detrás de otra y sólo al final te queda más o menos claro de que ha ido el libro. Para mí, refleja lo que sienten los personajes, que se ven inmersos en algo perturbador cuyo origen se desconoce. Como única cosa que no me ha gustado es que algunos pasajes y algunos personajes son demasiado repugnantes, pero es cuestión de gustos y forma parte del ambiente tétrico y terrorífico que el autor nos pinta. No lo entendáis como una crítica; no le encuentro a esta obra ningún fallo que destacar. Solamente que prefiero los monstruos al estilo de Lovecraft que ese tipo de seres repulsivos.

El estilo del autor es muy bueno, con una prosa muy emotiva, que roza la prosa poética en ocasiones. El uso de las metáforas es constante en todo el libro. Las descripciones de ambientes y personajes son muy nítidas.

En definitiva es un libro muy recomendable, como todos los que AJEC está publicando dentro del género fantástico. Anteriormente había comentado el primer libro de Susana Eevee, publicado en el mismo sello, y este, que es el segundo que leo del mismo, resulta ser de la misma calidad. Próximamente iré reseñando más libros de este sello, que he recibido unos cuantos.

Así que ya estáis tardando en leerlo.

11 julio 2011

Leído Juego de Tronos de George R. R. Martin

Tengo dos reseñas atrasadas, así que voy a comenzar con la más atrasada.

Tenía varios volúmenes de esta saga esperando su turno en el montón de libros pendientes de lectura. Cuando anunciaron que iban a emitir la serie, me decidí a leerlos para luego ver la serie y compararla con el libro. Dicen que la serie es muy buena, y que adapta fielmente el libro, cosa que comprobé con el primer capítulo, que es el único que vi, ya que mi ritmo de lectura era más lento.

Juego de Tronos es un libro con una fama merecida. A nivel técnico, usa magistralmente la tercera persona subjetiva, combinada con gran cantidad de personajes. Ello significa que la caracterización de los personajes principales, los que hacen de narradores en cada capítulo, es soberbia. La sensación que me inspiró este libro a nivel técnico es ver la manera en que tú escribes ejecutada con una maestría excepcional. A mí me gusta usar la tercera persona subjetiva, y dar voces a diferentes personajes. Sólo que si hay más de dos personajes-narradores, ya empiezo a sentirme incómodo. Para explicar lo que me ha parecido, en cuanto a técnica narrativa, pondré un ejemplo. Suponed que soy violinista aficionado, que hago mis pequeñas interpretaciones, pero que me superan las grandes. Y que voy a un concierto de violín interpretado por un gran maestro. Pues eso es lo que me ha inspirado el libro, ver las técnicas narrativas que más me gustan ejecutadas a un nivel impresionante.

Otra cosa que llama la atención es el balance entre complejidad de la trama y facilidad para seguirla. A pesar de la gran complejidad de intereses, tejemanejes, misterios y luchas de poder, no te pierdes entre tanto nombre de casa, de personajes secundarios, de rivalidades y demás. A pesar del número tan elevado de personajes, la caracterización es formidable, tanto de los narradores como de algunos secundarios de relevancia.

La documentación y ambientación también son buenas, y me ha llamado poderosamente la atención el interés puesto en la descripción de la comida, de los diferentes platos que los personajes gustan comer. Otra cosa realmente interesante son los giros argumentales, un tanto sorprendentes. Cuando uno empieza con el libro, y llega hasta el final, se encuentra que han pasado cosas que uno ni se imaginaba al principio. Y siguen quedando misterios sin resolver que hacen que te apetezca embarcarte en el segundo volumen de la saga. Cosa que haré más pronto que tarde.

La última curiosidad del libro es que, salvo una minoría, todos los personajes son bastante crueles, y más de uno roza la maldad. Ello crea una atmósfera oscura, que, realmente, está muy extendida en la literatura fantástica, y creo que por influencias de esta saga. No es el punto que más me gusta del libro. Aunque reconozco que tampoco es que me disguste, me faltan más personajes con algo de honor o menos crueles, si bien, a George R. R. Martin le quedan muy bien este tipo de personajes. Y son formidables algunos personajes que, aún siendo despiadados, muestran una parte noble muy sorprendente.

En definitiva, un gran libro, tanto por su enorme calidad como por sus 800 páginas, pero que merece la pena leer si te gusta la fantasía épica bien hilada y equilibrada, con buenos personajes y buena trama.

05 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIII

Como respuesta, su madre se sentó y le pidió a ella que lo hiciera. Y le dijo:

—El día que escapasteis, vino a casa un soldado. Llevaba en brazos a un muchacho bajito... el hijo del tendero...

Parecía intentar recordar el nombre, así que Christine, que ya se temía quien era, la ayudó:

—Sebastián.

—Sí. Venía prácticamente muerto. El soldado me contó que le había cortado la hemorragia del antebrazo, pero que temía por su vida. Aún vivía, pero estaba casi desangrado. Le cerré la herida, aceleré un poco su recuperación, pero no conseguí que volviera en sí. Como había leído tu carta, le pregunté que qué había pasado, que aquello era una herida de espada. Y me lo contó todo.

Tomo aire y prosiguió:

—Era uno de los cuatro soldados que llevaron a Adriana a la pira. Todo fue más o menos normal hasta que tu amiga empezó a soltar maldiciones. Dice que los ojos le brillaron con un color rojo, que sintió mucho miedo y que uno de sus compañeros cayó sujetándose una pierna. Don Guzmán se puso nervioso, ordenó que la quemasen ya y, no supo de donde, don Gabriel sacó una espada y se la puso en el cuello al soldado que iba a quemar a tu amiga. A él le pusieron un cuchillo en la garganta y salieron de la nada dos ballesteros—. Suspiró y añadió—: Supongo que todo eso ya lo sabías, ¿verdad?

Christine se limitó a asentir en silencio. No había que ser muy listo para adivinar que había participado en un rescate organizado, y su madre era inteligente. Sin apenas mirarla, porque no le había hecho una pregunta, siguió hablando.

—Don Guzmán y don Gabriel discutieron. Don Gabriel quería batirse en duelo y don Guzmán decía que no. Después de porfiar un rato, vio acercarse a don Guzmán, que miraba con odio al muchacho que le retenía, a Sebastián, que le dijo que no se acercara más, o le mataba. Don Guzmán le dijo que lo hiciera, y preparó una estocada. Sebastián dijo algo horrorizado, liberó al soldado e intentó defenderse. Le salvó la vida que interpuso el brazo del cuchillo y don Guzmán no pudo atravesarle el corazón.

Su madre se interrumpió un instante, y siguió:

—Don Gabriel gritó a los ballesteros que disparasen y él hirió en un brazo al soldado al que tenía amenazado—. Suspiró con más tristeza que antes y dijo—: tendría que haberle malherido, porque se le enfrentó—. Hizo otra pausa y añadió—: Lo peor fue que uno de los ballesteros salió huyendo. El otro disparó a don Guzmán, aunque a quien rozó fue al soldado que el muy cobarde había interpuesto. Pero ya eran cuatro contra dos.

Christine ya era consciente de que aquello había acabado bastante mal y empezó a sentirse muy desanimada. Su madre continuó en un tono tranquilo y frío:

—El soldado que me lo contó todo cargó contra el único ballestero y lucharon. El miliciano recibió una herida muy fea en el rostro, pero siguió combatiendo. Cuando su compañero se acercó a ayudarle, el miliciano continuó peleando. No querían matarlo, pero, al final lo hirieron de gravedad en un costado. Entretanto, don Gabriel seguía discutiendo con don Guzmán. El compañero del soldado fue a enfrentarse con don Gabriel y él intentó detenerle la hemorragia, pero fue incapaz. Después de mucho esfuerzo, consiguió salvar a Sebastián. Todo ese tiempo estuvo oyendo cómo discutían, hasta que don Guzmán le dijo a don Gabriel que si no se entregaba, tendría que luchar el sólo contra los cuatro. Finalmente, se entregó con mucha lentitud. Le cogieron preso y se lo llevaron.

A Christine, aquel resultado le parecía espantoso. Sebastián a punto de morir, otro compañero muerto. Seguro que el cobarde que les traicionó fue el amigo de Carlos. Lo que más le angustiaba era preguntarse cómo se lo iba a contar a Adriana. Su madre se había callado como si hubiera terminado su relato, pero, al cabo de un rato, le dijo:

—Hay más.

Christine miró a su madre y se temió lo peor.

—Don Guzmán ha condenado a muerte a don Gabriel. Supongo que eso es conforme a los fueros. Pero… don Gabriel era el único con la fuerza y los contactos suficientes como para oponerse a don Guzmán. Ahora, ha nombrado a un capitán de la milicia que le es fiel e Imessuzu está en sus manos—. Respiró profundamente y añadió—: Adriana nos ha traído una gran desgracia… El pueblo ha quedado en manos de un tirano de los peores. Yo uso mis poderes con mucha cautela, ¿cómo se le ha ocurrido a tu amiga utilizar la magia negra delante de todo el mundo? ¿Qué esperaba?

Intentando que la pena que sentía por don Gabriel, y la angustia de verse diciéndole aquello a Adriana, no se manifestaran en su voz, quiso defender a su amiga:

—No quiero ofenderos, pero Adriana usa la magia negra sin proponérselo. Es una bruja.

—¿Y tú te lo crees?

—Don Gabriel estaba convencido y...

—El amor de un padre, a menudo, es ciego. Te enseñado hechicería, Christine, ¿crees que alguien puede lanzar un hechizo sin darse cuenta? Es una excusa muy pobre.

Christine no solía discutir con su madre, y menos en aquel momento, en el que se sentía tan abatida, así que se calló. Su madre, con la vista perdida en los matorrales que las ocultaban, continuó hablando tras haber transcurrido unos instantes.

—Me gustaría marcharme de Imessuzu e instalarme en Nêmehe, junto a nuestra gente. Pero soy la única curandera que queda en el pueblo. Me siento obligada a no abandonar a mis pacientes. Pero… No te he contado lo último que me dijo el soldado. Se suponía que no iba a salir de allí, sin embargo... Te he dicho que ahora don Guzmán puede hacer lo que le plazca. Tras condenar a muerte a don Gabriel, le dijo que la muerte no le iba a librar de ver a su hija ardiendo en una pira. Le va a tener encarcelado hasta que la capture, y le hará mirar como queman a Adriana antes de ejecutarle. No entiendo cómo se puede ser tan desalmado y tan canalla.

A don Guzmán siempre le había tenido por un hombre demasiado autoritario y severo, pero no se imaginaba que fuese tan sumamente cruel. No supo qué decir y fue su madre quien continuó hablando.

—Ojalá don Gabriel hubiese luchado más. Tendría que haber malherido al soldado y lanzarse contra el canalla de don Guzmán. Le creía más valeroso.

En un tono inseguro, porque no le gustaba contradecir a su madre, Christine repuso:

—En realidad, sin ánimo de ofenderos, creo que don Gabriel actuó de la forma más sensata. Si hubiera luchado, lo más probable es que le hubieran dejado incapacitado o muerto en un suspiro. Don Guzmán es tan buen espadachín como lo es don Gabriel, y, además, el alcalde tenía a varios soldados en su bando. En tal caso, tras haberle vencido, don Guzmán habría enviado a un par de soldados detrás de nosotras. Si se limitaba a discutir y luego a entregarse, nos daba más tiempo y obligaba a que los soldados le tuvieran que llevar preso.

Su madre la miró pensativa y dijo:

—Y don Guzmán nunca se ensucia las manos. No se habría rebajado a perseguiros. Comprendo.

Tras aquello, permanecieron en silencio un rato. Christine no sabía qué hacer. Había esperado que don Gabriel, tan astuto y tan metódico, tuviera algo previsto para las circunstancias actuales. Saber que Adriana y ella estaban completamente solas se sumaba a la lista de sucesos aciagos que acababa de conocer. Intentando mostrar tranquilidad y entereza, Christine preguntó:

—¿Y qué hacemos Adriana y yo ahora?

—Por lo pronto, alejaos de Imessuzu todo lo que podáis, y ni se os ocurra dejaros ver por allí a ninguna de las dos. Don Guzmán vino a interrogarme. Sospecha que tú también participaste en el rescate y lo más probable es que te encarcele y te torture si te echa la mano encima. Yo, en vuestro caso, iría a Nêmehe y hablaría con la colonia dowertsch de la ciudad, que seguro que os ayudarían.

A la soledad que sentía, se le unió la angustia de saber que no iba a regresar a su casa en mucho tiempo. Había salido con lo puesto… Se dejaba todo lo que tenía allí, cosas de mucho valor sentimental para ella. Y, sobre todo, le había causado problemas y dolor a su madre, que no se merecía nada de aquello. Sin poder contener la pena, repuso con tristeza:

—Siento tanto haberos causado tantos problemas... No era mi intención, pero... me daba tanta pena Adriana, era todo tan injusto...

—No, Christine, has hecho lo correcto. Te advertí cientos de veces de que no te interesaba una amiga como Adriana, te dije más de una vez que esa chica era una fuente de problemas, que no era de fiar... Pero yo tampoco escuchaba a tu abuela. No apruebo la amistad que le tienes a esa chica, pero me siento muy orgullosa de tu lealtad y de tu sentido de la justicia. Y seguro que tu padre habría dicho lo mismo. Además, no te preocupes por mí. Estaba dormida cuando el soldado llamó desesperado a mi puerta, y no he tenido nada que ver con los que han sacado del pueblo a escondidas a Sebastián. Y don Guzmán no dejará Imessuzu sin su única curandera; necesita un pueblo sano al que explotar.

Christine se quedó en silencio porque ya no se le ocurría qué otra cosa decir. Intentaba encajar cómo, de repente, se veía obligada a despedirse de la vida que había llevado hasta entonces. No tenía valor para mirarla a la cara, y permanecieron así un buen rato. Un intervalo de tiempo al que dio fin su madre. Christine había notado el rumor que hacen las monedas cuando alguien las echa en alguna parte. Vio que su madre tenía varias en la mano, que le dio diciéndole:

—Toma. Es todo lo que llevo encima salvo un real.

Eran muchas monedas, pero maravedís en su mayor parte. Habría cuatro o cinco reales en total. Con la vista clavada en el dinero, oyó que su madre le decía:

—Ve a Nêmehe. Habla con nuestros compatriotas. Si me escribes, haz que un caballero dowertsch me la haga llegar como si fuera cosa suya, y hazlo en nuestra lengua, haciéndote llamar Hans y evitando dar el nombre del sitio donde vivas. No quiero que don Guzmán se entere de que me escribes.

Cuando su madre se levantó, sintió como si el corazón se le partiera. Se guardó las monedas en una faltriquera y se puso también en pie. Al mirarse, Christine, por primera vez desde hacía mucho tiempo, vio dolor en los ojos de su madre que, sin embargo, contuvo sus emociones y le dijo:

—No debo quedarme más. Podrían sospechar si tardo más de la cuenta. Cuídate.

A Christine le costó mucho esfuerzo contenerse ella también. No se sentía capaz de hablar, porque si abría la boca temía echarse a llorar. Tras resistirse unos instantes, no aguantó más y le dio un abrazo a su madre, en completo silencio, un gesto que imitó. Estuvieron así un rato, hasta que Christine consideró que podía controlar la tristeza que sentía, la soltó y se despidió de ella, prometiéndole escribir cuando pudiera.

Y sin más, su madre, sin volver la vista atrás, recogió sus cosas y se marchó. Christine la vio partir hasta que los árboles la ocultaron de su vista. Sólo entonces se sentó muy abatida y se quedó escondida, tratando de que se le pasara el nudo en la garganta que sentía, y la opresión en el pecho que le dificultaba respirar. Desde que dejó de ser una niña, no recordaba haber sentido tantas ganas de llorar como en aquel instante, pero se portó con entereza y no derramó ni una lágrima.

02 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXII

Christine se sentía muy cansada, aunque no tanto física como emocionalmente. Era cierto que, desde que huyeron, apenas había dormido, y aquel era el cuarto amanecer desde que salió de Imessuzu. Pero lo que más le afectaba eran dos cosas: la incertidumbre acerca de lo que había sucedido en el pueblo, y la actitud de Adriana. Su amiga estaba insoportable. Pasaba de permanecer largo rato en silencio, a volverla loca a base de preguntarle qué iban a hacer, de decir que sería mejor que regresaran, que no iba a venir nadie a por ellas, que tenían que saber qué había pasado… Y cuando Christine le repetía que debían permanecer allí por lo menos tres días, para esperar a que las avisaran, que era lo que su padre les había ordenado, Adriana refunfuñaba, decía que ya tendría que haber enviado a alguien y acababa por enfadarse y esconderse a solas un rato. Comía lo mínimo y no podía confiar en ella para las guardias, lo que la obligaba a quedarse en vela toda la noche y dormitar a ratos. O bien era incapaz de dormir cuando hacía guardia Christine, y se pasaba todo el rato junto a ella en vez de acostarse, o bien se quedaba dormida en plena guardia.

Pero, en realidad, no podía culparla. La madre de Christine no corría peligro, pero don Gabriel a aquellas horas podría estar muerto o condenado a muerte. Aquella incertidumbre tenía que estar matándola y Christine conocía lo bastante bien a su amiga como para saber que siempre le era muy difícil controlar sus emociones y la forma en que las expresaba.

Como el resto de días, Christine esperaba pacientemente a ver a alguna de las personas que don Gabriel le habría dicho que enviaría si todo salía bien. Lo hacía escondida cerca del camino que unía Imessuzu con Imquopossu, a poco más que un quinto de legua de esta última población. Era una tarea aburrida, pero que le requería bastante atención, porque debía estar prevenida para no dejarse ver si pasaba por el camino alguien sospechoso.

Sin otra cosa que hacer, se puso a recordar cómo habían llegado hasta allí. Corrieron lo más rápido que fueron capaces durante mucho tiempo. Al principio, mientras el bosque fue poco denso, Christine conseguía correr muy rápido; dejaba atrás casi todo el tiempo a Adriana y se tenía que parar de cuando en cuando a esperarla, hasta que volvió a cogerla de la mano para obligarla a correr con mayor rapidez. Le dio algo de pena oírla quejarse de que no podía más, pero a pesar de sus quejas, su amiga se negaba a detenerse.

La situación cambió cuando llegaron a la parte más densa del bosque y, a la vez, más escarpada. Adriana trepaba y saltaba con mucha seguridad, eligiendo siempre el camino más practicable, mientras que ella se tropezaba, se enganchaba con las ramas, y una vez pisó mal por apresurarse y estuvo a punto de torcerse un tobillo, lo que en aquellas circunstancias habría podido ser el fin. Escarmentada, empezó a ir mirando todo el rato donde pisaba, de forma que fue Adriana la que tenía que esperarla, la que le decía por donde era mejor subir y la que le daba la mano para ayudarla.

Christine se angustiaba por lo despacio que avanzaba por aquel terreno, y si no hubiera dado su palabra de estar a su lado, le habría dicho que huyese ella sola. De todos modos, el sol había salido hacía bastante rato cuando repararon en que nadie las seguía. Aunque no se detuvieron, sí que aflojaron bastante el ritmo, hasta que, finalmente, iban caminando más que corriendo. A mediodía se pararon a descansar, con la ropa empapada de sudor y bastante molidas.

Cuando su amiga recuperó un poco el aliento, consiguió emocionarla. Sin dejar que se levantara, fue hacia ella y le dio un abrazo muy fuerte. Con la voz quebrada, le dio las gracias muchas veces, y le repitió otras tantas que qué sería de ella sin una amiga como Christine. Contra el hombro de Christine, sollozó ligeramente, aunque fue capaz de contenerse. Después de aquello, continuaron avanzando y procuraron acercarse a la carretera siempre que el bosque les permitiera hacerlo sin ser vistas. Y desde entonces, Adriana no había vuelto a demostrarle afecto o amistad, ni a ayudarla un poco a sobrellevar aquella situación, con una sola excepción; fue Adriana la que encontró un lugar muy seguro para esconderse.

El mismo día de la huida, cuando estaban cerca del camino, Adriana recordó que alguna vez que había hecho con su padre el trayecto hacia Imquopossu, había visto a lo lejos un grupo de rocas entre los árboles, y condujo a Christine hacia allí. Y ambas convinieron en que era un escondrijo perfecto. Hacía falta trepar un poco para llegar a una pequeña explanada circular protegida por piedras muy grandes, entre las que se podían esconder, lo que las libraba del peligro de que las ratas intentaran atacarlas y, además, impedía que se las viese desde el camino y la propia Imquopossu. Aunque estaba cubierta por la vegetación y las piedras eran irregulares y desgastadas, Christine pensó que eran las ruinas de una especie de torre circular. Se lo preguntó a Adriana, pero repuso escuetamente: “No sé”.

Desde entonces, su amiga se había dejado dominar por el nerviosismo y la angustia de no saber qué había sido de su padre. Estaba malhumorada casi todo el tiempo y pasaba de desahogarse repitiéndole que tenían que hacer algo y no permanecer allí escondidas, a buscarse un rincón, cubrirse con una manta y pasarse horas en silencio, con la mirada perdida y un brillo furioso en la mirada que le daba un aspecto maligno. Muy a su pesar Christine reconoció que, cuando la veía así, sentía un poco de miedo. Aún tenía muy reciente lo que le había hecho a Carlos, y temía que la parte diabólica de Adriana acabara dominándola y terminara convertida en un monstruo. O que le pasara como a su madre y volviera su maldad contra ella misma.Pero a Christine no se le pasó nunca por la cabeza abandonarla, a pesar de todo. Porque tenía momentos en que se angustiaba por la actitud que tenía, y otros en que parecía volver a ser la misma Adriana que siempre había sido su mejor amiga. El peor de aquellos momentos fue cuando, al atardecer del segundo día tras su fuga, una rata solitaria las olió y quiso subir al sitio donde se refugiaban. No le era posible hacerlo, porque no tenía donde agarrarse, pero, aún así, Christine empuñó sus armas. Cuando Adriana la vio, montó en cólera y gritándole unos insultos terribles, y amenazándola de que la iba a matar, como si la rata pudiera entenderla, fue a por su arco, le puso la cuerda y sin dejar de proferir un insulto tras otro, se acercó al máximo, apuntó y disparó. Adriana, para carecer de instrucción militar, era buena arquera, pero, en aquella ocasión, tuvo bastante suerte. Disparó justo cuando la rata daba un salto que la llevó a echarse, por accidente, contra la flecha. El proyectil le entró a la altura del hígado y le salió por los cuartos traseros, y aquella bestia cayó al suelo y se quedó inmóvil, ensartada en la flecha.

Para su amiga no fue suficiente. Tiró el arco, bajó con rapidez, y desoyó a Christine cuando le advirtió de que aquello era una imprudencia, que a lo mejor la rata no había muerto. Adriana empezó a gritarle a la bestia que le devolviera la flecha y la pateó de una forma que le revolvió el estómago a Christine. Al menos, el animal no se movía y aunque no había peligro, por tanto, decidió bajar y calmar a Adriana. Cuando llegó a su lado, su amiga, dándole la espalda, se empeñaba en arrancar la flecha a tirones y, al no conseguirlo, continuar con los insultos y las patadas, fuera de sí.

Como era de esperar, la flecha terminó partiéndose, y Christine aprovechó que se puso de pie de nuevo para asirla con suavidad de los brazos y pedirle que se calmara. Adriana no intentó soltarse, pero siguió dándole patadas a la rata muerta. Hasta que al fin se detuvo, y, en respuesta a una de las peticiones para que se tranquilizara, repuso, con la tristeza de una niña a la que le hubieran quitado un juguete:

—Quería mi flecha.

Se quedó un rato mirando a la rata y se puso a sollozar, con el rostro escondido tras las manos y la cabeza agachada. Christine le dio la vuelta y, con suavidad, le dijo que subiera, que se iba a encargar de llevarse lejos el cadáver y volvía muy rápido. Su amiga le hizo caso, y ella se llevó la rata arrastrándola de la cola, hasta llegar a un terraplén cercano, por el que la tiró. Al regresar, iba preocupada por Adriana. Era muy temperamental, y le había conocido arranques de ira como aquel, aunque nunca la había visto tan enloquecida. Quería creer que jamás habría pateado de esa forma a otra persona. La última vez que la había visto así, tras haber discutido con una chica de Imessuzu con la que llegó a las manos, se había limitado darle un par de guantazos y algún tirón de pelo antes de que Christine pudiera separarlas. Otras chicas más pacíficas, en esa situación, solían dejarle a su rival la cara llena de arañazos, pero pocas se habrían debatido con la fiereza de Adriana, ni habrían gritado tan fuerte. Sin embargo, pensó con aprensión, eso había sido antes de que despertara en ella la parte diabólica que parecía tener.

En cambio, aquel mismo día por la mañana, cuando Christine regresaba de una visita sigilosa a Imquopossu, se la encontró contando dinero. Y lo que vio la dejó estupefacta. Adriana apilaba con cuidado monedas de oro, por el tamaño, nada menos que escudos de a ocho. Le preguntó que de dónde los había sacado y ella repuso que estaban en el fondo del fardo que su padre le había preparado. Pero más se asombró cuando le preguntó:

—¿Y cuánto vale cada una?

—Son escudos de a ocho. Mira, aquí está el ocho, al lado del relieve con el escudo del reino.

Adriana cogió la moneda, la miró de cerca en el sitio donde Christine le había señalado la cifra y dijo, con una sonrisa.

—¡Ah, sí! ¡Podían hacerlos más grandes! No veía el número... Entonces, como en cada montón hay dieciséis monedas...

Hizo alguna cuenta mental, pero se rindió en seguida. Adriana siempre había sido muy torpe para el dinero y para la aritmética. Christine le propuso colocarlas en montones de cinco ya que sería más fácil de contar. Aceptó y se pasaron un buen rato apilando monedas de oro, con la misma actitud por parte de su amiga de quien apila piedrecitas o juguetes. El resultado final fue que Adriana era rica, y llevaba encima una fortuna, algo más de quinientos escudos. Pero lo mejor de todo era que, durante el tiempo en que estuvieron contando monedas, su amiga había vuelto a ser la misma que antes de que su maldición se manifestara.

Y entonces, dejó de recordar los últimos días porque el corazón le dio un vuelco. Había visto pasar por el camino a una mujer rubia y alta y algo le dijo que era su madre. Se acercó con sigilo y, efectivamente, era ella. Christine corrió con todo el sigilo posible para adelantarla, y protegida por unos matorrales, le dijo, alzando la voz lo imprescindible:

—¡Madre!

La aludida se volvió, le dedicó una mirada fugaz y siguió su camino sin inmutarse, de tal forma que Christine llegó a pensar que se había confundido de persona. Por suerte, se equivocaba, ya que la mujer, tras haber avanzado cerca de cien pies, dejó la bolsa que llevaba al hombro al borde del camino, se arregló la ropa, miró con disimulo delante y detrás, y se internó en el bosque.

Cuando la alcanzó, se miraron un rato. Christine, algo indecisa, no sabía si abrazarla o besarla, o dejar que ella lo hiciera. Su madre, simplemente, dijo:

—Leí tu carta.

Había hablado en dowertsch, la lengua del pueblo de sus padres, que su madre usaba con ella en muchas ocasiones, en particular cuando no quería desmoralizar a algún enfermo al que estuvieran tratando. Tras otra pausa, se sentó, gesto que imitó Christine, y añadió, en la misma lengua:

—¿Te encuentras bien?

Christine supo que aquella conversación tendría lugar en dowertsch, así que repuso, usando ya su segunda lengua:

—Sí, madre.

Y con una mezcla de aprensión y esperanza, le preguntó:

—¿Os ha enviado don Gabriel? Dijo que enviaría a alguien a por nosotras.

La leve tristeza que se coló en la mirada de su madre, le indicó a Christine que le había pasado algo al padre de su amiga antes de que le respondiera:

—No. Don Gabriel no está en condiciones de enviar a nadie. No sabía que os escondíais aquí.

Christine, haciendo memoria, se dio cuenta de que no era tan raro ver a su madre allí. Casi todas las semanas iba a Imquopossu para comprar cosas que en Imessuzu no había o no tenían la calidad suficiente. Temiendo oír malas noticias, pero sabedora de que tarde o temprano tendría que conocerlas, le dijo:

—¿Qué ha pasado? Por favor, contádmelo.