(Cuentacuentos) No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré.
Este relato es continuación de el cuentacuentos de la semana pasada. Y como me está quedando muy largo, tampoco conseguiré acabarlo en esta ocasión. Veré si la nueva frase encaja con la continuación (que tengo enterita, pero en mi mente) y si no encaja, publicaré cuando pueda la última parte.
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NO PIENSES QUE TE VOY A PEDIR PERDÓN, PORQUE NO LO HARÉ.
-No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré.
Me dejó helado oír aquella impertinencia por parte de aquel campesino. Ni siquiera el terror de tener junto a su garganta el filo de la espada de don Carlos, que comandaba aquella expedición para hallar la Posada Maldita del Lanyur, me pareció que justificase una respuesta así. Don Carlos repuso:
-¡Cómo osas hablarme en ese tono! ¡Y no es a mí a quién debes pedir perdón sino a Dios! Nuestro clérigo ha determinado, sin la menor duda, tus tratos con seres demoníacos, ¿y aún te niegas a ayudarnos?
-Me matarás de todas formas. Tu clérigo ya me ha condenado a muerte.
Vi al jefe de la expedición dudar unos instantes. Finalmente, declaró:
-Juro que si me dices cómo encontrar la Posada Maldita del Lanyur, te perdonaré la vida y volverás a tu hogar libre de toda culpa.
El campesino alzó la cabeza, mostrando un asombro que yo compartía, y tras un rato de silencio, dijo:
-Mi señor... perdóneme. Yo... yo he actuado así a causa del pánico. Le conduciré al lugar que me pide.
Tras ello, don Carlos le retiró la espada de la garganta y le hizo levantarse. A mí me pareció un poco raro que el campesino cambiase de actitud con un simple juramento, pero confiaba en el buen criterio de nuestro cabecilla.
El campesino nos guió por un camino tortuoso, que atravesaba, en su mayor parte, bosques sombríos de aspecto siniestro. Los claros no me resultaban menos intranquilizadores, por lo vacíos. Atardecía cuando llegamos a un edificio muy grande que, efectivamente, era una posada. Según el letrero de la entrada, se trataba de la Posada del Bosque Viejo de Mencea. Eso no significaba nada; los monstruos que la gobernasen no iban a rotularla como Posada Maldita del Lanyur. Don Carlos dio una serie de instrucciones a los caballeros e, incluso, a mis compañeros y a mí, a pesar de ser escuderos, nos dieron mazas y nos ordenaron luchar si era necesario.
Los caballeros irrumpieron en la posada y se desplegaron con rapidez ocupando los puestos supuestamente vitales de lo que parecía la taberna típica de las posadas que acogen a viajeros. Desde el principio tuve la sensación de que algo marchaba mal. Había muchas personas, de aspecto humilde, que habían dejado de prestar atención a sus cenas y miraban aterrados a los caballeros y a los escuderos que, de puro asombro, nos habíamos quedado apiñados en las puertas. El que parecía el tabernero dijo:
-Mis señores... ¿Qué sucede?
Don Carlos no respondió. Hizo llamar al clérigo y, por lo que le vi hacer, me alegré de tener a un jefe inteligente. El clérigo utilizó sus poderes para buscar rastros de maldad. Transcurrió un intervalo largo y tenso, en el que, realmente, no sabía qué hacer. Temía verme atacado por seres de pesadilla que surgieran de cualquier rendija, o que el campesino con cara de miedo que me miraba, saltara hacia mí y acabara conmigo. Al fin, el clérigo terminó su trabajo y, aunque no oí lo que le dijo a don Carlos, sí percibí claramente lo que dijo el caballero, dirigiéndose a nuestro guía:
-Esto es una posada normal. Nos has mentido.
La voz del campesino sonó como un chillido histérico:
-Mi señor, no le miento. Aquí hice tratos con seres del averno... Tiene que ser aquí.
El clérigo fue quien replicó:
-Es cierto que la maldad puede engañar a un clérigo, pero hasta cierto punto. Ningún edificio que hunda sus cimientos en la tierra puede ocultar la maldad del hechizo que he empleado. Puede que esto esté lleno de demonios, y todos ellos han podido engañarme, pero no las piedras ni la madera de esta posada. Este edificio no está maldito.
El campesino lloró y suplicó, sin que don Carlos dijera nada. Y de pronto, uno de los caballeros, tras proferir un par de insultos terribles, se adelantó y atravesó con su acero el pecho del campesino, que cayó muerto. Don Carlos hizo caso omiso de lo que acababa de suceder, y se limitó a decirle al tabernero:
-Como habéis podido comprobar, amigo tabernero, hemos sido víctimas de un engaño infame. Como compensación, os ruego que, si tenéis habitaciones libres para seis caballeros y sus escuderos, y lugar en los establos para nuestros caballos, nos permitáis alojarnos aquí esta noche.
Me alegró oír aquello. Y me alegré aún más cuando el tabernero, con exquisita cortesía, repuso que no habría el menor problema. Dormir en una posada implicaba que no tendría que deslomarme montando las tiendas ni ayudando a mis compañeros a preparar la cena. Mientras nos dedicábamos a retirar el cuerpo del campesino muerto, a limpiar lo mejor que pudimos el suelo de sangre, y a conducir los caballos al establo, guiados por un sirviente de rostro sombrío, el tabernero sentó a los caballeros a la mejor mesa que tenía.
A nosotros nos sentaron en una mesa mucho más discreta, próxima a la de nuestros señores, pero lo bastante alejada de ellos como para que no pudiéramos distinguir sus voces entre el gentío del local. Y lo bastante separada como para que quedasen claras las diferencias entre caballeros y escuderos. Otra diferencia, bastante extraña, que encontré entre la mesa de los caballeros y la nuestra fue que mientras que a ellos les servían hombres de modales elegantes, a nosotros nos traían la comida dos muchachas muy atractivas, una de pelo castaño y otra con el pelo negro, que a mí me parecía particularmente hermosa.
Había una diferencia entre ambas mesas que a mí me apenó. Mientras los caballeros se conducían con gran educación, mis compañeros no dejaban de molestar a las dos muchachas. Pedían todo a gritos, se impacientaban en seguida, y cuando las sufridas jóvenes se acercaban a servir, les tocaban los muslos, o más arriba si podían. Sentí mucha vergüenza, aunque fui lo bastante listo como para no protestar, porque habría sido peor.
Lo malo de ser algo más tranquilo que el resto era que te hacían menos caso. Me cansé pronto del vino y quise una jarra de cerveza, esa bebida traída hacía poco del norte a la que me había aficionado. Se la pedí a muchacha de pelo negro, que me dijo que sí, que la traía. Y no lo hizo. Reconozco que no me enfadé, porque aparte de atendernos a nosotros, tenía que lidiar con otras mesas, y la nuestra era, con mucho, la más revoltosa. Finalmente, la tomé suavemente de la manga y le dije:
-Disculpe vuestra merced. Creo que se ha olvidado de traerme cerveza.
Al haberla tomado de la manga, se había vuelto hacia mí, y yo me había girado, así que quedamos frente a frente. La chica me miró algo sorprendida hasta que el compañero que se sentaba a mi derecha, envalentonado por el vino, le dio una palmada en el trasero a la que respondió con un tortazo en el hombro que le hizo encogerse muerto de risa. Me miró con intensidad y repuso, seria:
-¿Y me lo pides con tanta educación?
Era bellísima, y vestía una falda clara y un corpiño con un escote pronunciado. De pronto, se rió tapándose la boca con una mano, en un gesto lleno de coquetería y me dijo que volvía en seguida. Así lo hizo, con una jarra de cerveza de buen tamaño que dejó delante de mí mientras apoyaba el brazo izquierdo en mis hombros. Volvió el rostro hacia mí, de manera que me miró desde cerca, y me dijo sonriente:
-Se me había olvidado, cielo, ¿me perdonas?
Acerté a decirle que sí con una sonrisa un tanto tímida, y ella se rió, dijo que era muy simpático y, para mi sorpresa, me agachó ligeramente la cabeza con ambas manos para darme un beso en la frente. De manera que, sin quererlo, quedó ante mis ojos su escote, y me ruboricé ligeramente porque en la postura que tenía pude verle muy bien sus encantos, al límite de lo que resultaría indecoroso. Se alzó y sin retirar un brazo de mi hombro, les reprochó a mis compañeros:
-¡A ver si aprendéis un poco de él!
Y se marchó haciéndome una caricia ligera en la mejilla. A partir de aquel momento, mi atención estuvo fija casi todo el tiempo en ella, y me pareció que a ella también le llamaba yo la atención. Se me acercaba a menudo, me decía que si quería algo, y me sonreía mucho.
Nuestra cena se alargó bastante, aunque solamente media hora más que la de los caballeros. Cuando llegó la hora de retirarnos, sólo había otra mesa, alejada, con comensales. Mis compañeros estaban muy bebidos, y se dirigieron al cuarto que íbamos a compartir entre bromas, canciones absurdas y andares torpes. Yo me quedé algo atrasado por si tenía la suerte de ver a la muchacha morena. No sabía que aquella iba a ser la noche más afortunada de mi vida. Vi a aquella belleza acercarse a mí con una lámpara de aceite y decirme con timidez:
-¿Podrías acompañarme a la bodega? Tengo que subirme un barril y necesito ayuda.
No vi maldad en aquello, así que la acompañé por unas escaleras oscuras que me impresionaron. La bodega resultaba un lugar aún más inquietante y tétrico. Clarissa, que así se llamaba la muchacha, avanzó hasta el rincón más oscuro de la bodega, donde hacía un frío incomprensible. Luego, me dio la lámpara y me pidió que alumbrara. Y arrodilló a cuatro patas frente a mí y estuvo un rato moviendo cosas. No pude evitar que se me fueran los ojos a sus caderas, que su falda, algo tirante, marcaba mucho. Clarissa encontró lo que buscaba y tiró de un barril pequeño, de no más de diez litros de capacidad. Entonces, volvió la cabeza para mirarme, sonriendo, y me dijo algo que me descolocó:
-Estamos tan dentro del sótano, que si quisieras poseerme nadie se enteraría.
Apenas había tenido tratos con mujeres, más allá de unos besos y unas caricias con una adolescente de mi aldea natal. Pero incluso para mi inexperiencia, me di cuenta de que aquello era una proposición en toda regla. Y, a pesar de la belleza de la muchacha, me entró miedo. ¿Y si se enteraba alguno de los escuderos, o de los caballeros? Me podía caer un castigo muy severo . Y sobre todo, tenía miedo de no dar la talla, de decepcionar con mi impericia a Clarissa. Así que guardé silencio. Tras arrastrar el barril hasta interponerlo entre ambos, se quedó arrodillada, sonriendo con picardía, con los brazos apoyados en el barril, y me dijo:
-¿Te gustaría besarme y tocarme, o preferirías que fuese un muchacho?
Sentí que algo tenía que decirle. Ardía de ganas de yacer con ella, pero mis miedos eran demasiado fuertes. Por eso se me hacía imposible tanto rechazar su oferta como aceptarla. Dije lo primero que se me pasó por la cabeza:
-No, no, vus.. tú eres perfecta... es que... no haré nada sin tu permiso. No estaría bien.
Clarissa empezó a reír de buena gana y repuso, entre carcajadas:
-¡Nada sin mi permiso! ¡Eres todo un caballero! ¡Qué gracioso!
Cuando dejó de reír, alzó el barril, se mordió suavamente el labio, y en un arranque, me besó en la mejilla y añadió:
-¿De dónde habrás salido? Sígueme bien cerca y alúmbrame el camino.
No volvimos a cruzar palabra durante el trayecto que nos llevó de regreso al comedor, ahora vacío y en penumbra. Comprendí durante el ascenso que, por miedo y, también, por cuestiones de seriedad, había perdido mi oportunidad. Y sentí una desazón muy profunda, que me llevó a estar todo el rato fantaseando con tener a Clarissa entre mis brazos.
(Continuará)