31 enero 2012

(Cuentacuentos) No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré.

Este relato es continuación de el cuentacuentos de la semana pasada. Y como me está quedando muy largo, tampoco conseguiré acabarlo en esta ocasión. Veré si la nueva frase encaja con la continuación (que tengo enterita, pero en mi mente) y si no encaja, publicaré cuando pueda la última parte.

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NO PIENSES QUE TE VOY A PEDIR PERDÓN, PORQUE NO LO HARÉ.

-No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré.

Me dejó helado oír aquella impertinencia por parte de aquel campesino. Ni siquiera el terror de tener junto a su garganta el filo de la espada de don Carlos, que comandaba aquella expedición para hallar la Posada Maldita del Lanyur, me pareció que justificase una respuesta así. Don Carlos repuso:

-¡Cómo osas hablarme en ese tono! ¡Y no es a mí a quién debes pedir perdón sino a Dios! Nuestro clérigo ha determinado, sin la menor duda, tus tratos con seres demoníacos, ¿y aún te niegas a ayudarnos?

-Me matarás de todas formas. Tu clérigo ya me ha condenado a muerte.

Vi al jefe de la expedición dudar unos instantes. Finalmente, declaró:

-Juro que si me dices cómo encontrar la Posada Maldita del Lanyur, te perdonaré la vida y volverás a tu hogar libre de toda culpa.

El campesino alzó la cabeza, mostrando un asombro que yo compartía, y tras un rato de silencio, dijo:

-Mi señor... perdóneme. Yo... yo he actuado así a causa del pánico. Le conduciré al lugar que me pide.

Tras ello, don Carlos le retiró la espada de la garganta y le hizo levantarse. A mí me pareció un poco raro que el campesino cambiase de actitud con un simple juramento, pero confiaba en el buen criterio de nuestro cabecilla.

El campesino nos guió por un camino tortuoso, que atravesaba, en su mayor parte, bosques sombríos de aspecto siniestro. Los claros no me resultaban menos intranquilizadores, por lo vacíos. Atardecía cuando llegamos a un edificio muy grande que, efectivamente, era una posada. Según el letrero de la entrada, se trataba de la Posada del Bosque Viejo de Mencea. Eso no significaba nada; los monstruos que la gobernasen no iban a rotularla como Posada Maldita del Lanyur. Don Carlos dio una serie de instrucciones a los caballeros e, incluso, a mis compañeros y a mí, a pesar de ser escuderos, nos dieron mazas y nos ordenaron luchar si era necesario.

Los caballeros irrumpieron en la posada y se desplegaron con rapidez ocupando los puestos supuestamente vitales de lo que parecía la taberna típica de las posadas que acogen a viajeros. Desde el principio tuve la sensación de que algo marchaba mal. Había muchas personas, de aspecto humilde, que habían dejado de prestar atención a sus cenas y miraban aterrados a los caballeros y a los escuderos que, de puro asombro, nos habíamos quedado apiñados en las puertas. El que parecía el tabernero dijo:

-Mis señores... ¿Qué sucede?

Don Carlos no respondió. Hizo llamar al clérigo y, por lo que le vi hacer, me alegré de tener a un jefe inteligente. El clérigo utilizó sus poderes para buscar rastros de maldad. Transcurrió un intervalo largo y tenso, en el que, realmente, no sabía qué hacer. Temía verme atacado por seres de pesadilla que surgieran de cualquier rendija, o que el campesino con cara de miedo que me miraba, saltara hacia mí y acabara conmigo. Al fin, el clérigo terminó su trabajo y, aunque no oí lo que le dijo a don Carlos, sí percibí claramente lo que dijo el caballero, dirigiéndose a nuestro guía:

-Esto es una posada normal. Nos has mentido.

La voz del campesino sonó como un chillido histérico:

-Mi señor, no le miento. Aquí hice tratos con seres del averno... Tiene que ser aquí.

El clérigo fue quien replicó:

-Es cierto que la maldad puede engañar a un clérigo, pero hasta cierto punto. Ningún edificio que hunda sus cimientos en la tierra puede ocultar la maldad del hechizo que he empleado. Puede que esto esté lleno de demonios, y todos ellos han podido engañarme, pero no las piedras ni la madera de esta posada. Este edificio no está maldito.

El campesino lloró y suplicó, sin que don Carlos dijera nada. Y de pronto, uno de los caballeros, tras proferir un par de insultos terribles, se adelantó y atravesó con su acero el pecho del campesino, que cayó muerto. Don Carlos hizo caso omiso de lo que acababa de suceder, y se limitó a decirle al tabernero:

-Como habéis podido comprobar, amigo tabernero, hemos sido víctimas de un engaño infame. Como compensación, os ruego que, si tenéis habitaciones libres para seis caballeros y sus escuderos, y lugar en los establos para nuestros caballos, nos permitáis alojarnos aquí esta noche.

Me alegró oír aquello. Y me alegré aún más cuando el tabernero, con exquisita cortesía, repuso que no habría el menor problema. Dormir en una posada implicaba que no tendría que deslomarme montando las tiendas ni ayudando a mis compañeros a preparar la cena. Mientras nos dedicábamos a retirar el cuerpo del campesino muerto, a limpiar lo mejor que pudimos el suelo de sangre, y a conducir los caballos al establo, guiados por un sirviente de rostro sombrío, el tabernero sentó a los caballeros a la mejor mesa que tenía.

A nosotros nos sentaron en una mesa mucho más discreta, próxima a la de nuestros señores, pero lo bastante alejada de ellos como para que no pudiéramos distinguir sus voces entre el gentío del local. Y lo bastante separada como para que quedasen claras las diferencias entre caballeros y escuderos. Otra diferencia, bastante extraña, que encontré entre la mesa de los caballeros y la nuestra fue que mientras que a ellos les servían hombres de modales elegantes, a nosotros nos traían la comida dos muchachas muy atractivas, una de pelo castaño y otra con el pelo negro, que a mí me parecía particularmente hermosa.

Había una diferencia entre ambas mesas que a mí me apenó. Mientras los caballeros se conducían con gran educación, mis compañeros no dejaban de molestar a las dos muchachas. Pedían todo a gritos, se impacientaban en seguida, y cuando las sufridas jóvenes se acercaban a servir, les tocaban los muslos, o más arriba si podían. Sentí mucha vergüenza, aunque fui lo bastante listo como para no protestar, porque habría sido peor.

Lo malo de ser algo más tranquilo que el resto era que te hacían menos caso. Me cansé pronto del vino y quise una jarra de cerveza, esa bebida traída hacía poco del norte a la que me había aficionado. Se la pedí a muchacha de pelo negro, que me dijo que sí, que la traía. Y no lo hizo. Reconozco que no me enfadé, porque aparte de atendernos a nosotros, tenía que lidiar con otras mesas, y la nuestra era, con mucho, la más revoltosa. Finalmente, la tomé suavemente de la manga y le dije:

-Disculpe vuestra merced. Creo que se ha olvidado de traerme cerveza.

Al haberla tomado de la manga, se había vuelto hacia mí, y yo me había girado, así que quedamos frente a frente. La chica me miró algo sorprendida hasta que el compañero que se sentaba a mi derecha, envalentonado por el vino, le dio una palmada en el trasero a la que respondió con un tortazo en el hombro que le hizo encogerse muerto de risa. Me miró con intensidad y repuso, seria:

-¿Y me lo pides con tanta educación?

Era bellísima, y vestía una falda clara y un corpiño con un escote pronunciado. De pronto, se rió tapándose la boca con una mano, en un gesto lleno de coquetería y me dijo que volvía en seguida. Así lo hizo, con una jarra de cerveza de buen tamaño que dejó delante de mí mientras apoyaba el brazo izquierdo en mis hombros. Volvió el rostro hacia mí, de manera que me miró desde cerca, y me dijo sonriente:

-Se me había olvidado, cielo, ¿me perdonas?

Acerté a decirle que sí con una sonrisa un tanto tímida, y ella se rió, dijo que era muy simpático y, para mi sorpresa, me agachó ligeramente la cabeza con ambas manos para darme un beso en la frente. De manera que, sin quererlo, quedó ante mis ojos su escote, y me ruboricé ligeramente porque en la postura que tenía pude verle muy bien sus encantos, al límite de lo que resultaría indecoroso. Se alzó y sin retirar un brazo de mi hombro, les reprochó a mis compañeros:

-¡A ver si aprendéis un poco de él!

Y se marchó haciéndome una caricia ligera en la mejilla. A partir de aquel momento, mi atención estuvo fija casi todo el tiempo en ella, y me pareció que a ella también le llamaba yo la atención. Se me acercaba a menudo, me decía que si quería algo, y me sonreía mucho.

Nuestra cena se alargó bastante, aunque solamente media hora más que la de los caballeros. Cuando llegó la hora de retirarnos, sólo había otra mesa, alejada, con comensales. Mis compañeros estaban muy bebidos, y se dirigieron al cuarto que íbamos a compartir entre bromas, canciones absurdas y andares torpes. Yo me quedé algo atrasado por si tenía la suerte de ver a la muchacha morena. No sabía que aquella iba a ser la noche más afortunada de mi vida. Vi a aquella belleza acercarse a mí con una lámpara de aceite y decirme con timidez:

-¿Podrías acompañarme a la bodega? Tengo que subirme un barril y necesito ayuda.

No vi maldad en aquello, así que la acompañé por unas escaleras oscuras que me impresionaron. La bodega resultaba un lugar aún más inquietante y tétrico. Clarissa, que así se llamaba la muchacha, avanzó hasta el rincón más oscuro de la bodega, donde hacía un frío incomprensible. Luego, me dio la lámpara y me pidió que alumbrara. Y arrodilló a cuatro patas frente a mí y estuvo un rato moviendo cosas. No pude evitar que se me fueran los ojos a sus caderas, que su falda, algo tirante, marcaba mucho. Clarissa encontró lo que buscaba y tiró de un barril pequeño, de no más de diez litros de capacidad. Entonces, volvió la cabeza para mirarme, sonriendo, y me dijo algo que me descolocó:

-Estamos tan dentro del sótano, que si quisieras poseerme nadie se enteraría.

Apenas había tenido tratos con mujeres, más allá de unos besos y unas caricias con una adolescente de mi aldea natal. Pero incluso para mi inexperiencia, me di cuenta de que aquello era una proposición en toda regla. Y, a pesar de la belleza de la muchacha, me entró miedo. ¿Y si se enteraba alguno de los escuderos, o de los caballeros? Me podía caer un castigo muy severo . Y sobre todo, tenía miedo de no dar la talla, de decepcionar con mi impericia a Clarissa. Así que guardé silencio. Tras arrastrar el barril hasta interponerlo entre ambos, se quedó arrodillada, sonriendo con picardía, con los brazos apoyados en el barril, y me dijo:


-¿Te gustaría besarme y tocarme, o preferirías que fuese un muchacho?


Sentí que algo tenía que decirle. Ardía de ganas de yacer con ella, pero mis miedos eran demasiado fuertes. Por eso se me hacía imposible tanto rechazar su oferta como aceptarla. Dije lo primero que se me pasó por la cabeza:


-No, no, vus.. tú eres perfecta... es que... no haré nada sin tu permiso. No estaría bien.


Clarissa empezó a reír de buena gana y repuso, entre carcajadas:


-¡Nada sin mi permiso! ¡Eres todo un caballero! ¡Qué gracioso!


Cuando dejó de reír, alzó el barril, se mordió suavamente el labio, y en un arranque, me besó en la mejilla y añadió:


-¿De dónde habrás salido? Sígueme bien cerca y alúmbrame el camino.


No volvimos a cruzar palabra durante el trayecto que nos llevó de regreso al comedor, ahora vacío y en penumbra. Comprendí durante el ascenso que, por miedo y, también, por cuestiones de seriedad, había perdido mi oportunidad. Y sentí una desazón muy profunda, que me llevó a estar todo el rato fantaseando con tener a Clarissa entre mis brazos.

(Continuará)


Juan Cuquejo Mira

24 enero 2012

(Cuentacuentos) Hay vergüenzas que un hombre debería llevarse a la tumba

Esta semana no he llegado a tiempo, pero sí conseguí empezar la historia. Aún a sabiendas de que me quedan muchos comentarios por responder, me animo a poner lo que escribí hasta ahora. Lo que haré es que la segunda parte de la historia la empezaré con la frase de hoy. Ando realmente atareado.

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HAY VERGÜENZAS QUE UN HOMBRE DEBERÍA LLEVARSE A LA TUMBA

-Hay vergüenzas que un hombre debería llevarse a la tumba.

Pablo oyó decir aquello a su señor un tanto sorprendido. Ya estaba acostumbrado a aquellas rarezas, a comentarios amargos sin motivo, a que, un par de veces a la semana, se mostrara melancólico. Pero en aquel día tan señalado, no se lo esperaba. Después de muchos años, se había conseguido localizar y destruir la Posada Maldita del Lanyur. Y en aquellos instantes, se procedía a ajusticiar a los monstruos, brujas y demonios que la habían habitado. Para su señor tenía que ser el día más extraordinario de su vida, pero no parecía estar siéndolo., porque añadió, en tono amargo:

-Pero vivir con ciertos secretos puede ser una tarea insoportable.

La Posada Maldita del Lanyur había sido un lugar maligno que había robado la vida de innumerables viajeros. Confundía a los que recorrían la zona del curso medio del Lanyur, entre las ciudades de Mencea y Yarte, que se alojaban en lo que se consideraba una posada normal y, casi siempre, ya no se volvía a saber de ellos. A veces, escapaban viajeros solitarios, que contaban cómo sus demás compañeros habían terminado devorados por los seres que habitaban el lugar. Uno de aquellos viajeros había sido su propio señor, hacía bastante tiempo, cuando aún servía como escudero. La información que dio su señor acerca de las características de la posada, fue, junto a otros testimonios, parte importante del éxito de la última expedición para destruir el lugar. Y para su señor, le supuso reconocimiento por la valentía demostrada al huir de aquel sitio detestable.
Por todo ello, Pablo no entendía el aire melancólico de su señor.

Los preparativos terminaron pronto. La plaza central de Burna estaba atestada de gente que, de pie, contemplaba las doce piras que se alzaban en su centro. Lo único que le inquetaba un poco a Pablo eran las tres brujas, que tenían el aspecto de ser mujeres jóvenes y hermosas, una imagen que no se correspondía con su naturaleza impía. El resto eran hombres de rasgos simiescos y un ser monstruoso. A todos, uno a uno, se les conminó a arrepentirse de sus pecados, se rezó por sus almas y se leyeron en alto sus crímenes.

Cuando se leyeron los crímenes del último reo, el verdugo aplicó una antorcha a la pira y ésta empezó a arder, para terror del condenado. Fueron encendiendo las piras una a una, en orden inverso. Los condenados llenaron la plaza con sus gritos, de tonos graves hasta que empezaron a arder las brujas, que añadieron notas agudas a la melodía siniestra que interpretaban. Pablo comprobó que cuando la última bruja se vio envuelta en llamas, su señor, que había bajado la vista, se había dado la vuelta y se marchaba. Decidió seguirle y caminaron por las calles, prácticamente vacías, de Burna con lentitud.

La expresión de su señor era sombría. Pablo terminó achacándoselo a que haber visto de nuevo a los monstruos le traía recuerdos traumáticos. Esa sensación se intensificó cuando entraron en una taberna y su señor pidió una jarra de vino, tras haberse sentado en una esquina muy discreta de la taberna. Pablo le vio beber un par de copas con avidez y mantenerse en silencio largo tiempo. Finalmente, dijo:

-Debería llevarme mi deshonra a la tumba, pero necesito contárselo a alguien. Lo único que te pido, amigo Pablo, es que guardes celosamente el secreto de lo que voy a contarte.

- Tiene mi palabra, señor.

Y su señor empezó a relatar.

(Continuará)

03 enero 2012

(Cuentacuentos) Ese gato tiene razón

ESE GATO TIENE RAZÓN

-Ese gato tiene razón, mi señora.

La bruja se enfureció cuando oyó de labios de Gwêr, al que tenía por su consejero más fiel, aquella réplica abierta a sus planes. Parecían no entender que había que expulsar a los humanos del valle a cualquier precio. Si se les dejaba seguir colonizando la zona, reducirían los bosques y el resto de espacios naturales al mínimo y todos los animales, los propios gatos monteses incluidos, tendrían que huir.

Gwêr prosiguió:

-No es propio de nosotros emplear esas tácticas, mi señora. No seríamos mejores que los humanos si empezáramos con ese tipo de cosas.

El emisario de los gatos monteses esperó la respuesta de la bruja, que intentaba tragarse la cólera por la insubordinación de Gwêr, que tenía el agravante de haberse producido en una reunión celebrada en su propia cabaña. Dejó que pasaran unos instantes, y con calma, le dijo al gato, pero pensando más que nada en su consejero:

-Cuando cualquiera de vosotros descubre un nido de pájaros, ¿no os coméis a los polluelos? ¿Y se atreve tu señor a insultarme diciendo que mi propuesta es horrible cuando vosotros hacéis lo mismo?

El gato repuso mentalmente, de la forma en que sólo seres como Gwêr o la bruja pueden comprender:

-Eso no es lo mismo, mi señora. Los gatos hacemos eso para comer. Pero somos incapaces de comer carne de bebé humano, así que les mataríamos para dejar que sus cadáveres se pudrieran, para conseguir un objetivo. Eso es lo que hacen ellos. Nosotros no somos así, y por eso mi señor se niega a seguir ayudándola.

-Sólo he pedido que acabéis con cinco de ellos. Sólo cinco de los cientos que viven en su ciudad infernal. Ya lo hemos intentado todo, pero no atienden a razones, así que tenemos que atacarles en lo que más les duela. ¿Es incapaz tu señor de entenderlo?

-Mi señor sólo sabe que romperá la alianza con usted si pretende llevar a cabo un plan así.

La bruja no fue capaz de ocultar su frustración. Muy molesta, dio fin a la reunión, pidiéndole al emisario que le dijera a su señor que la alianza con él había terminado. Cuando el gato montés se hubo marchado, la emprendió con Gwêr. Le echó una reprimenda dura y amarga, que el duende afrontó en completo silencio, sin levantar la vista ni una vez.


* * * * *

Al día siguiente, puesto que no había tiempo que perder, la bruja partió de su cabaña acompañado de Gwêr. Todos los señores de las fieras tenían la deferencia de enviar emisarios a su cabaña. Todos con la excepción del señor de los lobos, tan orgulloso e independiente como el resto de su especie. Tan solo media hora después de haber partido, la bruja empezó a sentirse mal, así que su aspecto cuando llegó al punto de reunión con el señor de los lobos, cuatro horas de trayecto después, era lamentable. Tras los saludos, la bruja dijo:

-Vengo a solicitar la ayuda de su pueblo para combatir a los humanos que están invadiendo el valle.

El lobo repuso, con seriedad:

-Sabía que iba a pedirme eso, señora, cuando llegó a mis oídos la ruptura de la alianza con la ralea de los gatos. Como ya sabrá, está hablando de combatir contra un enemigo formidable. La Tierra es muy grande, hay cientos de valles vírgenes mejores que el suyo. ¿No ha considerado nunca la posibilidad de dejarle este a los humanos y buscarse usted otro? Es algo que siempre me he preguntado.

Aquel animal astuto había dado en el clavo. A pesar de sentirse muy mal, la bruja había captado la forma en que le había mirado cuando, incapaz de seguir de pie sin descansar, se había sentado con la ayuda de Gwêr. Y había notado con curiosidad cómo el duende no le soltaba la mano izquierda. No creyó que supiera que Gwêr utilizaba su magia para darle fuerzas. Y sabía que ignoraba que la bruja estaba ligada a un roble centenario junto a cuyas raíces, bien disimulada, había edificado su cabaña. Dos días alejada de aquel árbol la matarían.

La bruja supo que hacía mal confesando su debilidad, pero entre que su mente estaba nublada por la distancia que la separaba de su árbol madre, y por la desesperación que sentía a causa del avance cada vez más rápido de los humanos, no ocultó nada:

-Mi madre me vinculó, al nacer, a un roble del valle, como es natural en mi especie. Si me separo de él, enfermaré y terminaré por morir. Cerca de mi roble soy invencible, como saben bien los humanos, pero si destrozan el valle, matarán a todos los animales, construirán un muro alrededor de mi árbol y me quedaré encerrada en su ciudad infecta toda mi vida. Por eso lucho. Por eso suplico la ayuda de su pueblo.

-Eso no es bueno, señora. Para mí es preferible la muerte a vivir encadenado. Siendo así, comprendo su necesidad de luchar, y estoy dispuesto a ayudarla si me complacen las condiciones. ¿Qué tendríamos que hacer?

La bruja sintió un gran alivio, pero se cuidó mucho de manifestarlo. Repuso en tono neutro:

-Lo primero que le pido a su pueblo es fácil. Deberán colarse en las casas de los humanos y matar, al menos, a cinco bebés para que...

Una oleada de cólera la hizo callarse. Los lobos y su señor rugieron enseñando los colmillos, y la ferocidad que había en la respuesta la impresionaron:

-¿Por qué clase de cobardes nos ha tomado? Somos un pueblo de cazadores que no conoce el miedo. Envíenos a luchar contra los humanos, o a destruir sus máquinas, pero matar a seres indefensos, como si nos diera miedo combatir... Pídale eso a las ratas y no se le ocurra volver por aquí jamás.

Los lobos desaparecieron de inmediato, y la bruja, sorprendida y desesperada, emprendió el camino de vuelta. No comprendió por qué algo tan natural como matar cachorros humanos les resultara tan repulsivo a los animales.


* * * * *

La bruja tardó tres días en recuperarse de su excursión inútil a las tierras de los lobos. Una vez repuesta, envió un mensajero a convocar a una de las pocas especies que le quedaban por intentar atraerse a su bando: las ratas. Y, al fin, encontró unos aliados que quisieran poner en marcha su plan contra la invasión humana, si bien, fue a costa de un precio más alto del que había pagado anteriormente a los gatos.

El ataque contra los niños humanos fue un éxito rotundo. Lo único que aprendió por las malas la bruja fue que las ratas no eran tan obedientes, o prácticas si se prefiere, como los gatos. Cuando a los gatos se les ordenaba hacer un número de cosas, hacían ese número exactamente. Las ratas se dejaron llevar por el entusiasmo y, en vez de matar a cinco bebés, acabaron con diez veces más. Y le exigieron un pago en consecuencia.

Lo peor, sin embargo, vino una semana después. La respuesta de los humanos fue brutal y se dedicaron a echar abajo áreas enormes de bosque, en una destrucción que dejaba, en comparación, a sus expolios anteriores en talas testimoniales. Le llegaron a la bruja tantas peticiones de auxilio, que se vio obligada a intervenir en persona. Nuevamente, Gwêr la irritó diciéndole:

-Mi señora, las máquinas de los humanos tienen cualidades que se nos escapan. Sería mejor que no se dejara ver y sólo acudiese al campo de batalla si la situación fuera desesperada.

La bruja no se contuvo, y ante la comitiva de refugiados, le gritó al duende:

-¡Cállate de una vez! Las máquinas son herramientas que utilizan los hombres. Y yo puedo destruir el cerebro de cualquier ser humano con un simple acto de voluntad. Para ellos, soy invencible, soy una pesadilla, y no dejaré que tu miedo se me contagie.

Como siempre, Gwêr agachó la cabeza y se hizo la voluntad de la bruja. Sin más preámbulos, fueron hacia el grupo de humanos y máquinas más activo. El duende se escondió tras unos matorrales y contempló la batalla. El combate fue muy breve. La bruja era capaz de percibir la posición y presencia de los humanos a cientos de metros a su alrededor. Allí había exactamente diez. Comenzó a matarlos uno a uno, empezando por los que iban armados, y cuando los supervivientes quisieron subirse a sus vehículos, se dejó ver y sembró el pánico entre los humanos. La última en morir fue una hembra joven, que pereció acurrucada contra un árbol mientras la bruja se le aproximaba. Cuando todo hubo terminado, Gwêr salió de su escondite y se quedó mirando las máquinas abandonadas fijamente. Y dijo:

-No me fío de esas máquinas. Regresemos por otro camino.

-¿Que no te fías de esas máquinas? Sin humanos que las manejen no son más que trozos de metal. No les tengo ningún miedo.


* * * * *

Dos días después, los humanos atacaban la zona donde se erguía la cabaña de la bruja. Fue un ataque tan extraño y tan repentino, que le pareció que quizá Gwêr hubiera tenido razón. Dejó al duende bien escondido y salió a combatir. Y sintió una pizca de miedo cuando sus sentidos le dijeron que había cientos de humanos en las inmediaciones. A escondidas, consiguió ver a varios de ellos y observó que todos eran soldados.

Con toda precaución, empezó a atacarles, pero tras haber abatido a solamente dos de ellos, el resto comenzó a disparar en todas direcciones, destrozando matorrales y troncos de árboles. La bruja no tuvo más remedio que correr escondida e ir matando a alguno que otro en los breves respiros que les daban sus disparos. Llegó a tener la sensación de que siempre que mataba a un humano, el fuego se concentraba hacia sus alrededores, lo que no era posible, ya que no les oía gritar.

Estaba agotada de tanto correr, pero como la bruja les percibía de lejos, los humanos no podían verla, ya que al notar que alguno se acercaba sabía por donde venía y se ocultaba de inmediato. Se sentó un rato a descansar y fue consciente de que, aunque la victoria estaba de su lado, iba a ser un día difícil.

Y, de pronto, oyó a algo enorme caminar, y se llevó la sorpresa de ver un monstruo de metal que corría directamente hacia ella. Se levantó de un salto y le llevó un instante fatal darse cuenta de que aquella cosa le había sorprendido porque no había ningún humano dentro. Era imposible que una máquina se moviera sola. El monstruo tenía seis patas y un cuerpo de acero rectangular. Quiso huir, pero aquello la alcanzó, la derribó y volvió a alzarla sujetándola con las dos patas delanteras. Empezó a apretar con tal fuerza, que la bruja gritó mientras golpeaba inútilmente aquellas patas. No tenía poder sobre el metal... estaba perdida. Otra máquina, por la espalda, la rodeó con sus patas y apretó a su vez.

Lo último que oyó la bruja antes de perecer fue el ruido de sus huesos al quebrarse.


* * * * *


Cuando los humanos se retiraron a celebrar su gran victoria, Gwêr no tuvo ninguna dificultad para encontrar el cadaver de la bruja. Y ver su cuerpo destrozado le hizo llorar. Se acurrucó a su lado y quiso tomarle la mano izquierda, pero tan dañada la tenía, que prefirió asirle la derecha.

Había querido a aquella bruja con toda su alma, y no halló ningún consuelo en aceptar que para ella no cabía otro final. Llevaba largos años advirtiéndola, tratando de convencerla de que no debía enfrentarse a los humanos. Él les conocía bien, porque era un duende urbano, un pueblo que medraba en sus ciudades y al que le interesaba la derrota de la naturaleza. Por eso, Gwêr se había infiltrado en el bosque y había conseguido el puesto de consejero ayudado por los aliados de su pueblo que vivían en el bosque.

Y tuvo la desgracia de enamorarse. Aquella bruja, tan alta como un humano, a la que él le llegaba, apenas, a las rodillas, tan bella, tan valiente, de carácter indómito... aquella bruja le había robado su corazón de habitante de las ciudades. Un corazón tan gris como la piedra y las losas de las aceras, hecho a una vida que transcurría entre paredes y luz artificial. Del todo opuesto al de aquella bruja que yacía ante él.

Su misión había sido aconsejarla mal, asegurarse de que aceptase cuanto antes un combate abierto contra los humanos. Una batalla que el presidente de los duendes urbanos y sus servicios de información sabían que la bruja no podía ganar. Pero si el plan había tenido éxito había sido porque la bruja no había hecho caso de ninguno de sus consejos. Sólo aceptaba los consejos repletos de peligro, de valor... Despreció los suyos, que hablaban de evitar el conflicto, de resistir pasivamente, de entorpecer el avance de los humanos sin que estos se dieran cuenta para que el bosque se mantuviera virgen muchos años más... Pero, ese proceder no era el que iba con su naturaleza.

Pasó algún tiempo allí, despidiéndose de ella, recordándola. Y, entonces, vibró su teléfono. Era el mismísimo presidente, que tras los saludos de rigor, le dijo:

-Les hemos oído a los humanos que la bruja del bosque ha caído. ¿Puedes confirmarlo, Gwêr?

Con el tono más neutro que pudo usar, repuso:

-Sí, señor. De hecho, estoy junto a su cadáver.

-Entonces, recibe mi enhorabuena. Cuando vuelvas a la ciudad recibirás el dinero suficiente para que no tengas que trabajar el resto de tu vida.

No pudo reprimir cierta pena cuando dijo:

-Gracias, señor presidente.

El presidente no debió de haberlo advertido, ya que dijo:

-Nuevamente, queda demostrado que el progreso es imparable. Sin el terror causado por esa bruja, los humanos conquistarán el bosque entero en pocos años. Los señores de la naturaleza no tienen cabida en el mundo del progreso. Su tiempo ha pasado, lo quieran comprender o no y la naturaleza pervivirá, pero gobernada por los humanos... y por nosotros. Vuelve de inmediato al punto de reunión, Gwêr. Hasta pronto.

Y colgó sin más. Gwêr halló las fuerzas para levantarse y se despidió de la bruja dándole un beso en la mejilla ensangrentada.

Y pensó en que su presidente tenía razón. No había forma de detener a los humanos, y los señores de la naturaleza, tarde o temprano, tendrían que someterse o morir. La naturaleza no podía defenderse de la humanidad yendo a la guerra.

Simplemente, porque la guerra es un invento humano.