(Cuentacuentos) El silencio de la noche fue su aliado
El silencio de la noche fue su aliado, porque nadie habló ni se asombró cuando Julio, escondido, con un recio listón en la mano, acechaba a los dos elementos que golpeaban sin piedad a la pobre muchacha loca que vivía en su calle. Se había encontrado con la escena cuando volvía a casa, después de su jornada de trabajo interminable, y estuvo un buen rato, con un nudo en la garganta, antes de decidirse a actuar. Sabía que iría a la cárcel por ayudar a la muchacha, pero le daba tanta pena ver cómo maltrataban a un ser tan inocente, y oír sus lamentos de niña, que la piedad fue más fuerte que el miedo a la ley.
Eran dos individuos, de vestimenta racista; posiblemente muy peligrosos. Así que sólo contaba con la velocidad y la sorpresa. Apretó con furia el listón que siempre llevaba a esas horas, por lo que pudiera pasar, y atacó. Tuvo muchísima suerte. Al primero le asestó un golpe en la cabeza por detrás que lo dejó fuera de combate, y cuando el segundo recibió un par de golpes, desconcertado, huyó. Nunca encontraban resistencia a sus fechorías, porque todo el mundo, en situaciones parecidas, optaba por no meterse en problemas.
Levantó a la pobre muchacha lo más rápido que pudo y se la llevó de allí, rodeándola con el brazo. No dejaba de sollozar, así que, cuando se deshizo del listón y estuvieron ocultos cerca de casa de Julio, intentó confortarla enjugándole las lágrimas. Lo hizo con la manga, porque la joven estaba llena de mugre, y olía muy mal. Debía tener unos veinte años, como mucho, pero su mentalidad era la de una niña de diez. Ni siquiera podía hablar, sólo gritar o gruñir. Le habían roto un labio, y por su forma de moverse, estaba molida a golpes. La dejó acurrucada en un portal próximo y le bajó una manta y algo de comer. No reaccionó como otras veces, en que devoraba sonriente la comida, sino que se limitó a temblar acurrucada bajo la manta.
Cuando Julio se acostó aquella noche, se temió que a la mañana siguiente se la encontraran muerta, y que su condena fuese en vano.
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Y Julio casi se emociona cuando, a las puertas del juzgado, se encontró a cientos de sus vecinos. Con pancartas y a gritos, pedían su libertad. Y durante todo el juicio, se les oyó gritar, sin parar ni un momento. Quizá aquella presión ayudara, el caso es que sólo le condenaron a un mes de cárcel, por mucho que protestaron los dos individuos que le habían acusado. Los argumentos de la fiscalía, que ellos tenían derecho a dar palizas a quien quisieran, sobre todo teniendo en cuenta que su ideología se lo exigía, en aquella ocasión tuvieron muy poco peso. Sólo le condenaron por abuso de la fuerza. Mientras sus vecinos le apoyaban en el exterior, Julio, muy abatido, no hacía más que pensar en que aquella gente no merecía ni este gobierno ni estas leyes.
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El miedo que le embargó cuando salió de la cárcel se esfumó al poco de pisar las calles. Los dos pandilleros no estaban allí para darle una paliza. Luego supo que sus vecinos le habían hecho la vida imposible a todos los miembros de la banda, negándose a servirles en los bares, o en los comercios, y por muchas multas que les puso la policía a los vecinos díscolos, a pesar de las palizas sin castigo que propinaron, no pudieron soportarlo y se fueron. Y también fue otra sorpresa ver que la chica loca, se había instalado en el mismo portal donde Julio la dejara, y que ya no estaba escuálida. Le apenó un poco ver que sólo después de la paliza se habían apiadado de ella. Antes, únicamente Julio y una anciana de dos calles más abajo, habían cuidado de ella.
Desde entonces, Julio le tomó un cariño especial a la chica loca. Siempre que su escaso sueldo se lo permitía, le llevaba de comer, y la miraba compasivo devorar con ansia todo lo que el le traía, sin mirarle, como si fuera un gato o un perro callejero. Aunque, en su estado, apenas tenía memoria, se ilusionó pensando en que era capaz de reconocerle. El caso es que siempre le sonreía con inocencia y, muchas veces, se abrazaba a él, sin que Julio tuviera valor de rechazar el gesto, a pesar de la suciedad y el mal olor.
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El ataque había sido tan inesperado como mortífero. Un grupo de Cazadores, al mando de un Klaffe, fue capaz de romper las defensas de la ciudad y habían realizado una matanza en el barrio de Julio. El batallón de infantería ligera que las autoridades enviaron para proteger el barrio dio buena cuenta de casi todos los monstruos menores que formaban la partida de caza, pero sus intentos de derrotar al Klaffe fueron desbaratados repetidamente; así que los sobrevivientes se limitaban a esconderse donde podían y, los más valerosos, a reunir supervivientes y ponerlos a salvo. Hasta que las tropas robóticas no tuvieran tiempo de llegar, no había otra cosa que hacer sino blindar el resto de barrios e intentar sobrevivir.
Julio estaba muerto de miedo, como la noche que atacó a los pandilleros, pero, nuevamente, la compasión había sido más fuerte que él. Recorría, a escondidas, los sitios donde la muchacha loca solía estar, armado con una escopeta inútil contra el monstruoso Klaffe. Al principio, esperaba verla viva. Pronto, se concentró en buscar sus restos.
Y, en esto, vio a una persona que se escondía y vigilaba tras una esquina. Se acercó lo más rápido que pudo y comprobó que era una mujer, que cuando lo vio, le ordenó en silencio que se escondiera, mientras seguía mirando entre unos edificios derruidos. La desconocida corrió hacia otra posición segura y lo hizo acercarse mientras se aseguraba de que nadie les veía. Cuando estuvo a su lado, lo primero que le sorprendió fue la adoración de sus ojos cuando le miró. Le costó un rato darse cuenta de que era la chica loca, sólo que muy limpia y sin aquel gesto infantil que siempre mostraba. Se agacharon tras un además de ella, y Julio la oyó hablar por primera vez:
- Me alegro mucho de que estés bien.
Julio quiso decirle algo, pero ella le hizo callar y le susurró.
- El Klaffe está muy cerca -. Y tras una pausa, concluyó -: Hay muchas cosas que no sabes de mí, y tengo muy poco tiempo para contártelas.
Ella empezó a guiarle entre las casas, unas más dañadas que otras, y en las pausas, le fue relatando.
- Nací con un don. Es difícil de explicar, pero el caso es que soy inmune a los ataques mentales de los Klaffes.
Julio, entre carrera y carrera, no sabía si creerse lo que estaba oyendo entre susurros y jadeos.
- Aprendí a potenciar esa capacidad, y puedo entrar en la mente de un Klaffe y destruirla.
La muchacha arrancó a correr y, Julio se quedó paralizado en su escondite. Era obvio que no le estaba guiando a un lugar seguro, sino que estaban persiguiendo al monstruo. Le empezaron a temblar las piernas, y cuando la chica insistió en que se le acercara, no acertó a otra cosa que a mirarla aterrorizado. En esto, notó que una presencia sondeaba la zona, y el miedo se adueñó de él hasta el punto de que la escopeta se le cayó de las manos. A varios metros, su compañera le ordenó silencio cruzando un dedo por sus labios y se mantuvo al acecho.
Un ser de gran tamaño hacía crujir los cascotes en su dirección. Avanzó durante unos segundos eternos, que terminaron cuando la chica salió de su escondite y avanzó con la vista clavada en algo. Temblando, fue capaz de mirar, y se encontró a un engendro de pesadilla que miraba fijamente a la que siempre había considerado como una pordiosera. Y, para su estupor, retrocedía ante su mirada. Aún viéndola de espaldas, Julio se dio cuenta de que su compañera estaba haciendo un esfuerzo terrible, mientras el Klaffe intentaba arrancar a correr hacia ella, sin éxito.
Aquel duelo duró unos minutos que pasaron con una lentitud terrible. Llegó un momento en que el Klaffe empezó a aullar, cuando sus fuerzas le fallaron, presa del pánico, en un tono lastimero. Y al cabo de un rato, se desplomó, sin más.
Julio siguió sin moverse cierto tiempo. Ni siquiera cuando su compañera se dio la vuelta, mostrándose agotada, y le buscó con la mirada, se atrevió a moverse. Sólo después de un intervalo, al tenerla muy cerca, acertó a levantarse. Ella le sonreía con afecto, y con los ojos cansados. Arreglada y limpia era muy guapa; parecía otra persona, y Julio, ahora, sabía que lo era. Tras suspirar, le dijo:
- Tu casa sigue en pie. Volvamos.
Tras decirlo, se agarró a su brazo y él la guió de vuelta. Su acompañante tenía muchas ganas de hablar y, dado que caminaban a su ritmo, lentamente, tuvieron tiempo de decirse muchas cosas. Aún teniendo aquel don, podría ser víctima de los klaffes, porque eran capaces de sentir su presencia desde mayor distancia que ella. Así, antes de atacar alguna población, sólo tendrían que esperar a que se durmiera y enviar a cualquier monstruo a matarla. Por eso, el Ejército, tras someter a las personas como ella a un entrenamiento muy duro, antes de enviarlas a su destino, les hacían una operación, tras la cual, su mente se quedaba en suspenso. Por fuera, daban la imagen de ser enfermos mentales: sin memoria, capacidad de razonar ni habla; pero es que sus pensamientos y su personalidad quedaban ocultos y dormidos. Sólo despertaban cuando un Klaffe estaba lo bastante cerca; y sólo lo hacían hasta unas horas después de que el monstruo hubiera huido o dejado de existir. Julio se estremeció cuando le dijo:
- Cuando estoy en la calle, a veces pienso débilmente en lo mal que estoy, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Cuando despierto, siento tanto asco de lo sucia que estoy, que lo primero que hago es lavarme -. Se apretó contra Julio antes de seguir -. Lo peor es que recuerdo todo lo malo que me han hecho... y todo lo bueno.
No hacía más que frotarse los ojos, como si tuviera mucho sueño. Dos calles antes de llegar a su casa, la voz se le embargó de emoción, y los ojos se le arrasaron:
- Ahora sólo te tengo a ti. La viejecita que cuidaba de mí...
Pasaban junto a un bloque derruido, que identificó como una edificación antigua donde sólo vivían personas mayores. Ninguno de ellos se aventuraría a salir en esas condiciones, así que, probablemente, ni uno habría sobrevivido. Julio recordaba a aquella anciana, pero no sabía su nombre.
Llegaron al portal de Julio y, sonriendo con timidez, la mujer le dijo:
- Quiero pedirte un favor más. Hace mucho tiempo que no duermo si no es en la calle. ¿Podría quedarme en tu casa esta noche?
Julio intentó responder. A él no le importaba, pero le ponía nervioso qué podría pensar la policía, o alguno de sus amigos. Ella, de cualquier forma no le dejó.
- Ya sé. No puedo quedarme más tiempo, conozco las leyes. Es sólo por esta noche.
Ni hubiera sido capaz de negarse, ni quería hacerlo. Odió una vez más las malditas leyes, que ni le dejaban acoger a una vagabunda ni eran capaces de buscarle cobijo. Subieron por las escaleras desiertas, entraron en su casa y, viendo que se caía de sueño, un efecto normal tras combatir a un klaffe, según le confesó, le preparó su cama de soltero, mientras ella daba paseos para vencer el sopor.
Al fin, cuando todo estuvo listo, su acompañante se sentó en la cama, inclinó la cabeza, y se pasó una mano por el rostro. Alzó la vista una última vez, y le miró con la misma adoración del principio, que a un hombre que se había quedado solo le hacía trizas el alma. E incorporándose, le dijo:
- No sé cómo te llamas. Me llamo Lourdes.
Julio respondió, y ella continuó.
- Ya lo supondrás, pero cuando despierte volveré a ser la pordiosera -. Bajó la cabeza y sonrió con tristeza -. Significas mucho para mí, pero ojalá sea la última vez que hablemos.
Y, sin más, se le abrazó largo tiempo. Le dio las gracias varias veces y le pidió que cuidase de ella. Y le dijo, divertida:
- Hoy estoy muy limpia. Ya no es tan desagradable que te abrace, ¿verdad?
Julio repuso muy serio.
- Nunca lo es.
Al final, se separaron y Julio, fuera del dormitorio, con la puerta entornada, le preguntó si la cerraba. Lourdes asintió en silencio.
Y con un chasquido, la puerta se cerró.
Juan Cuquejo Mira.