21 diciembre 2008

(Cuentacuentos) Y ahora sóplale a la luz (y III)

Lo tenían medio escondido en una esquina de la plaza del pueblo. A Ramón, un hombre joven con la ropa destrozada, la nariz rota y lleno de golpes. Y deseaba por lo más sagrado que se olvidaran de él. Y, sin embargo, una mujer pequeña y feísima no dejaba de mirarle desde lejos. Ya que no podía expresar odio hacia nadie sin que se fuesen hacia él para pegarle, aprovechó para dirigírselo a aquella mujer frágil que no tendría ninguna oportunidad contra él en una pelea. La mujer se le acercó, pero parecía muy tranquila.

Su vida estaba destrozada, y había llegado a un punto en el que ya no quería recomponerla. Después de pedir la mano de Marisa, comenzaron los preparativos para la boda. Tuvo pocas ocasiones para verla antes de la ceremonia, pero las pocas veces que lo hizo, notaba lo triste que estaba, y cómo luchaba por aguantar las ganas de llorar, cosa que acababa haciendo siempre. Cuando Ramón le preguntaba que por qué lloraba, Marisa sólo sabía decirle que sentía mucho haberle rechazado tantas veces, y por más que él le dijera que no importaba, no le servía de consuelo. Ramón consideraba que aquellos remordimientos eran exagerados, y fue a ver a la hechicera de nuevo. La mujer fue muy amable con él, pero le dijo, y tenía razón, que el hechizo había funcionado y que no podía quejarse por eso. Tantos remordimientos podrían deberse a que lo había tratado muy mal cuando no le amaba, y al considerarlo, ahora, irresistible, no sabía cómo hacerse perdonar. Unos llantos tan exagerados podrían deberse al hechizo, así que se ofreció, por muy poco dinero, a bendecirle un amuleto. Pero Ramón no notó, apenas, mejoría.

Marisa se pasó llorando casi toda su boda, y fue en su luna de miel cuando Ramón se dio cuenta, al fin, de la verdad, que era espantosa. Marisa no le amaba, pero era incapaz de negarse a estar con él por algún motivo que no se podía explicar. Y lo peor fue que, cuando él fue consciente de ello y se sumió en la pena, el dolor de su esposa pareció multiplicarse, aunque Ramón creía que eso era imposible. No quería comer, ni beber, ni conseguía dormir. Y un día se la encontró muerta. Envenenada. Se había suicidado.

¡Aquella maldita bruja! Loco de ira fue a su casa, y se la encontró vacía y cerrada. Se volvió arisco y huraño, se enfurecía con todo el mundo y, la mayoría, le devolvía aquel odio. Lo perdió todo y acabó en la calle. Le consideraban un endemoniado. Y, en esto, la mujer le sonrió, aumentando con ello su fealdad, y le dijo:

- ¿Es usted el endemoniado?

La insultó y concentró en ella todo su odio pero, curiosamente, la mujer ni se inmutó. Y en tono alegre, le dijo.

- Aldeanos ignorantes... Usted no está endemoniado. Lo que está es hechizado.

Entre dientes, rabioso, Ramón repuso.

- Vete si no quieres que el hechizo te destruya a ti también.

- ¡Bah! A mí esos trucos que hacen los demonios no me afectan. Yo también soy una hechicera, pero de las de buen corazón... Pobre muchacho. Le han estafado; lo sabe, ¿verdad? - Miró a las manos de Ramón y continuó -. Vestido con andrajos y aún lleva el anillo. ¿Le vendieron un método infalible para conquistar a cualquier mujer? ¿Le prometieron que se convertiría en un hombre irresistible?

Por primera vez, Ramón la miró con interés, con mucha menos cólera que antes. Asintió y la mujer continuó con un deje de enfado.

- A veces los hombres se comportan como si fueran idiotas. Está muy bien esforzarse por conquistar a una mujer, pero, si después de haberlo intentado todo, ella sigue diciendo que no... ¿no cree que lo más prudente sería respetar su decisión? - Y sin esperar respuesta, se respondió a sí misma con más indignación - ¡Pues no! Se encabezonan y como no han podido seducirla por las buenas, lo quieren conseguir por la fuerza... De eso se aprovechan los demonios... Por cierto, ¿sabe qué maldición le han echado?

Ramón negó con la cabeza, dolido por la reprimenda. La hechicera se había calmado, y le sonrió con piedad:

- Cuando alguien a quien mira, le devuelve el gesto, experimenta todos los sentimientos negativos que ha provocado en usted, y los que sentirá cuando responda a cualquier petición suya. Por eso, cuando tuvo delante a su amada, y se miraron, lo que sintió ella fue el dolor que había padecido por cada uno de sus rechazos. Y cuando pidió su mano, no sólo supo todo el daño que le iba a causar al negarse, sino que lo sufrió ella misma. Por eso no era capaz de decirle que no... Es una maldición terrible.

El hombre repuso, con suspicacia.

- ¿Cómo sabe tanto de magia negra?

- ¡Ay, hijo! Porque me dedico a combatirla -. Suspiró de nuevo -. Bastaría, solamente, con que la gente supiera lo mínimo acerca de la magia. Así sabría distinguir entre un demonio y un genio a la primera, y sabrían también que no se pueden cambiar de repente los sentimientos de otra persona sin cambiarla a ella radicalmente. La amistad o el amor son procesos, y siempre están cambiando; no se pueden crear de la nada.

Ramón se desanimó mucho. Con la voz quebrada, dijo:

- Quíteme esta maldición. No puedo vivir así.

- No es posible. Las marcas que deja un demonio son indelebles -. Suspiró dolida -. Pero no es cierto. Se puede vivir con esta maldición, sólo que no es fácil.

- Pues yo no lo puedo soportar. No puedo seguir así.

La hechicera mostró una tristeza y una compasión inmensas al responder.

- Si es así, no puedo irme sin hacer nada. Está al borde de la locura, y si pierde la razón, sembrará el mal allá donde vaya. Lo único que puedo hacer es convertirle en algo que sólo sea capaz de albergar buenos sentimientos -. Hizo una pausa -. ¿Qué tal un cachorro? Hacia su amo sólo albergará lealtad y cariño, y si llega a sentir odio por alguien, será porque ese alguien será un desalmado. Si encuentra un buen amo, será muy feliz. ¿Es eso lo que desea?

- Sí. Cualquier cosa es mejor que esto. Ya no puedo más.

- Está bien.

La hechicera se sentó, y en voz muy baja, empezó a murmurar algo. Lentamente, su visión del mundo se fue transformando. Empezó a ver que todo crecía, que los colores iban desapareciendo para verse sustituidos por tonos grises. Todo lo que estaba demasiado lejos empezó a parecerle borroso, pero a cambio, oía ruidos que antes no podía apreciar y el mundo se había convertido en un sitio lleno de olores de todos tipos.

Había una mujer sentada delante de él, muy amigable, que trataba de llamar su atención. Y como le pareció muy simpática, trotó hacia ella y empezó a lamerle los dedos de una mano.



FIN

Juan Cuquejo Mira.

1 comentario:

Rebeca Gonzalo dijo...

¡Me has dejado de piedra! No le falta nada a tu relato: brujas, demonios, magia, amor, compasión, remordimiento, egoísmo, ternura... Por cierto, no resulta largo para nada.