Mundo de cenizas. Capítulo VIII
Tras breves instantes, Christine vio aparecer a dos hombres. Uno de ellos era el miliciano que le había ido a buscar. El otro, un joven corpulento y un par de dedos más alto que ella, cuya cara, de lejos, le resultaba conocida. Seguía teniendo esa misma impresión cuando se bajó la capucha y la saludó rápidamente con respeto. Pero no tuvo tiempo de seguir haciendo memoria. Se le aceleró el pulso cuando vio con qué aprensión miraba Adriana al cabo, y no fue para menos. Se fue directamente hacia ella, que retrocedió hasta que la pared la detuvo, y la agarró de un brazo con muy malas maneras, arrancándole un grito ahogado. Y le dijo airado:
—Puta sarnosa… ¿qué le llamaste a mi prometida?
Adriana, con la cabeza agachada, incapaz de mirar a aquel hombre a los ojos, se limitó a decir, débilmente:
—Por favor… me duele.
Christine se enfureció tanto que se clavó las uñas en las palmas de las manos sin darse cuenta. El prometido de Clara, Carlos, le sacaba prácticamente la cabeza a su amiga, y debía ser el doble de fuerte que ella. No soportaba que nadie abusara de su fuerza o de su poder. Y la airaba sobremanera que nunca dejaran en paz a Adriana. Así que dio dos pasos, le puso a Carlos una mano en el hombro, y con un tono engañosamente tranquilo, dijo:
—Ya se ha disculpado. Suéltela.
El aludido miró a Christine de soslayo, con un leve desprecio marcado en su rostro, y repuso:
—Christine… aprecio mucho el servicio que le prestáis a nuestro pueblo, y os tengo en muy alta estima. Pero no toleraré que una mujer me dé órdenes o me desafíe, ni siquiera una como vos. Así que os suplico que me quitéis la mano de encima y os marchéis con mis mejores deseos u os apartaré por la fuerza.
Levantó la mano, pero con la misma tranquilidad de antes, mezclada con una rabia gélida, repuso.
—No voy a irme.
Christine miraba fijamente a los ojos a Carlos, que no podía ocultar una leve perplejidad, y continuó haciéndolo mientras dos de los milicianos la obligaron, con mucha delicadeza a retroceder varios pasos. Uno de ellos, empinándose un poco porque era más bajo que ella, le dijo al oído:
—Por favor, márchese vuestra merced. Sólo vamos a asustarla un poco, le lavaremos la boca con jabón, y la dejaremos ir. Contra vuestra merced no tenemos nada.
Se zafó con facilidad, ya que no intentaron retenerla, se volvió ligeramente y dijo, sin alterarse en apariencia:
—¿Y vosotros que hacéis aquí? ¿Es que os tenéis que reunir cuatro para atormentar a una sola chica? ¿Así de cobardes sois?
Ninguno de los tres milicianos fue capaz de soportar la mirada de Christine, a pesar de que su tono había resultado extrañamente suave para la situación. Quien sí repuso fue Carlos:
—No toleraré que insultéis a mis hombres. Os lo repito; id en paz, no me obliguéis a echaros por las malas.
—No he dicho más que la verdad.
Carlos, por primera vez, fue incapaz de mantener la expresión paciente con que le replicaba, y fue obvio que estaba empezando a enfadarse, pero a Christine le sobraba valor como para no arredrarse ante aquel canalla. Y entonces, Adriana, que seguía sujeta por el brazo a la izquierda de Carlos, intervino:
—Hazles caso. No te enfrentes a ellos; no vale la pena. No se atreverán a hacerme daño, porque si no mi padre les despellejaría vivos. Vete.
A pesar de la seguridad que había en aquellas palabras, los ojos de su amiga, repletos de miedo, suplicantes, contradecían lo que acababa de decir. Y como el enfado de Christine iba remitiendo despacio, empezó a comprender que estaba atrapada. No podía hacer nada por defender a su amiga de cuatro milicianos bien armados, pero se sentía incapaz de marcharse y dejarla a solas con ellos. Le daba tanta pena Adriana que supo que era igual de imposible evitarle el mal rato que le iban a hacer pasar como abandonarla si no era por la fuerza.
Carlos decidió hacer caso omiso de la provocación, así que ordenó a uno de los milicianos que cuidara de la puerta, a los otros dos que le acompañaran, y tiró de Adriana para llevársela a una esquina. Pero Christine, de dos zancadas largas se interpuso y el cabo se detuvo. Y cuando se dio cuenta de que Carlos la miró de arriba abajo con una sonrisa siniestra, Christine comprendió que había cometido un error muy grave. Sin más intención que evitar que se le balancease mientras se interponía en el camino de aquel canalla, había sujetado su propia espada con la mano sin darse cuenta de cómo se podía interpretar el gesto. La soltó de inmediato, pero ya era tarde. Con satisfacción, Carlos dijo:
—¿Así que es eso? ¿Queréis batiros? Muy bien—. Soltó a Adriana y se dirigió a sus hombres—. Que no se os escape esta perra.
Y sin más preámbulos, desenvainó y adoptó la guardia en ángulo recto. Por instinto, Christine desenvainó la ropera y retrocedió empleando la misma guardia. Por nada del mundo quería luchar contra un miliciano que la superaría con mucho, pero más peligroso le parecía acobardarse o darle la espalda a aquel matón. Carlos iba a decir algo cuando Adriana se le colgó del brazo y le gritó con desesperación:
—¡No quería desafiarte y lo sabes! ¿Es que la vas a matar? ¡La que te ha ofendido soy yo, no ella! ¡D…
No la dejó acabar. Agarró un buen pellizco de la parte delantera de su capa y gritándole que se callara le dio un empujón con la mala fortuna de que Adriana trastabilló y cayó de espaldas sobre los adoquines llenos de charcos.
Y bajo la lluvia, Christine empezó a retroceder un paso por cada uno que avanzaba Carlos, que esbozaba una sonrisa muy desagradable. Sabía que no tenía nada que hacer contra él, así que no atacó y reservó todas sus fuerzas para parar los golpes que su enemigo le lanzara. Pero éste no tenía prisa ninguna. Incluso, se dio el lujo de comentar:
—Tenéis coraje para ser mujer. Aún estáis a tiempo de marcharos y ahorraros muchos problemas.
La respuesta de Christine fue mantener la guardia con la misma firmeza. Carlos amagó velozmente un estramazón que había lanzado demasiado lejos como para alcanzarla, pero que la obligó a un movimiento nervioso de su acero. Sus conocimientos de destreza eran suficientes para darse cuenta de que su oponente no luchaba en serio, que pretendía exhibir su dominio de la espada y asustarla más que herirla. Pero, a quien no supiera de esgrima, como Adriana, le podría parecer que Carlos combatía en serio, y se angustiaba pensando en el miedo que estaría pasando su amiga. Desde muy lejos, le lanzó una estocada de medio círculo con la que tocó la punta de su espada; todo pura exhibición. Christine, sin embargo, no deseaba atacarle, porque se habría expuesto y si, en un golpe de suerte, le hería, se metería en un buen lío.
De pronto, la atacó con un tajo rompido muy bien ejecutado que la confundió y derrotó por completo. Christine, retrocediendo velozmente, quiso parar en vano la hoja de Carlos, que se movía con demasiada rapidez describiendo ángulos insospechados. Y, de repente, sintió un dolor muy agudo en el brazo derecho que terminó por desequilibrarla; resbaló y quedó sentada en el suelo, con el brazo inútil por unos instantes. Carlos, que tras golpearla con la hoja de lado, sin darle con el filo, había retrocedido dos pasos transversalmente y, desde lejos, dirigía la punta hacia ella, le había enviado una advertencia muy clara. Podría haberle atravesado el brazo o haber usado el filo para abrirle un buen tajo, pero no había querido. Si seguía luchando, no tendría tanta suerte la próxima vez.
Se sintió muy humillada, pero se cuidó de manifestarlo. Lo que sí fue evidente es que aceptaba haber perdido el brevísimo combate. Si, al menos, hubiera podido bloquear uno solo de sus golpes… pero no, había caído al suelo con el primer ataque serio que recibió. Su oponente, en tono satisfecho, le dijo:
—Estáis derrotada. Volved a vuestra casa sola.
No se quiso levantar de puro desánimo. No tenía más remedio que obedecer y dejar a su desdichada amiga en manos de aquellos cuatro. La rabia y la humillación le cerraron la garganta con un nudo. Miró por última vez a Adriana, sintiéndose culpable por tener que marcharse, y lo que vio la horrorizó y se le quedaría grabado durante mucho tiempo.