18 febrero 2011

Mundo de cenizas. Capítulo VI

—Estamos muy cerca, don Gabriel. Siempre se esconde por aquí cuando se mete en problemas.

Christine rogó a su acompañante, con un gesto, que se detuviera. Estuvo un rato atenta, porque creyó haber oído algo, pero era una falsa alarma. Siguió caminando y terminó por reconocer el sitio por donde se accedía a uno de los escondites habituales de Adriana. Le pidió a su acompañante que esperara, y entró agachada por el hueco dejado por unos matorrales. Le costó algo avanzar, porque era más alta y desgarbada que su amiga, pero, al fin, oyó su voz, probablemente canturreando algo para no aburrirse. Como no conseguía verla, dijo en voz alta:

—Adriana. Sal un momento. Soy Christine.

Su amiga la sorprendió saliendo de un sitio inesperado. Se puso delante de ella, menos agachada y moviéndose con más soltura, y le dijo, con los ojos embargados de emoción:

—Gracias por venir a verme.

—Sal un momento. Tu padre quiere hablar contigo.

Adriana se quedó clavada y repuso con tristeza:

—No quiero… me a echar de casa, me lo prometió, que si volvía a hacer algo malo, me echaría.

Aquello lo explicaba todo. Con lo sensible e inocente que era su amiga, se había tomado en serio los gritos de su padre, que únicamente había perdido los nervios. Por eso, éste le había pedido ayuda, preocupado porque Adriana llevaba desaparecida desde la tarde anterior. No le había pasado nada malo, sólo le daba miedo la regañina que le esperaba. Eso le había explicado pacientemente a don Gabriel que, como tantas veces, había llegado a un acuerdo con la familia que había sufrido las iras de Adriana y sólo quería verla de vuelta en casa. De modo que había decidido acompañar a Christine.

Salieron las dos del escondite, y a Adriana le bastó poner un pie fuera para darse cuenta de que su amiga no había venido sola. Cuando vio quién la acompañaba, sólo acertó a decirle, mientras miraba fijamente a su padre:

—No me habías dicho que había…

Como quiera que Adriana se había quedado parada, mirando a su padre, con los ojos arrasados, fue don Gabriel quien se acercó despacio, mientras su hija se disculpaba:

—Papá… os aseguro que no sé qué ha pasado, yo no quería…

Mientras don Gabriel la abrazaba y ella respondía de igual forma, le dijo con resignación:

—Ya lo sé. Nunca deseas hacerlo, pero siempre sucede algo.

Christine les miró divertida. Adriana empezó a replicar, a jurar y perjurar que no sabía cómo había pasado, que ella no había hecho nada y que la puerta de la casa de don Pedro y doña Francisca se había llenado de arañazos sola. La conocía muy bien para saber que si replicaba de esa forma era porque se le había pasado el mal rato. Le resultaba tan curiosa la calidez y el cariño que le demostraba don Gabriel a su hija… La madre de Christine era seca y fría con ella, aunque, en el fondo, no tenía derecho a quejarse porque ella misma era igual de reservada e inexpresiva, muy torpe a la hora de demostrar afecto. No es que no se quisieran, es que nunca lo demostraban. En cierto modo, envidiaba a su amiga por ello.

Cuando se separaron, Christine oyó hablar a don Gabriel:

—He hablado con doña Francisca, y accederá a olvidarse de lo que ha pasado si, además de pagarle lo que has destrozado, te vas a su casa y le pides perdón a su hija.

Ella respondió muy indignada:

—¡No! ¡Eso no! Me llamó zorra y estúpida y dijo que olía a cuadra. Pagadle el doble por la puerta, pero no me hagáis pedirle perdón a…

Don Gabriel interrumpió las protestas de su hija agarrándole de un antebrazo y diciéndole, en tono firme:

—Harás lo que yo te digo ahora mismo, y lo harás delante de mí. ¡Vamos!

Y se la llevó, a lo que ella repuso con un par de gemidos más propios de una niña caprichosa. En esto, Christine apretó el paso tras ellos y dijo:

—Don Gabriel, disculpe… —Y cuando éste se detuvo y se volvió, añadió—: ¿le incomoda a vuestra merced que vaya yo también? Después me gustaría ir con Adriana al mercado, si ella quiere.

Como don Gabriel y su amiga accedieron, volvieron los tres juntos a Imessuzu. Mientras regresaban, Christine se preguntaba cómo era posible que Adriana y ella fuesen tan buenas amigas si eran opuestas en todo. Christine era alta, rubia y de ojos azules, pero demasiado delgada, algo huesuda y desgarbada y poco agraciada. Adriana no era muy alta y tenía el pelo y los ojos negros, pero la consideraban, con diferencia, la chica más bella de Imessuzu. Christine era tranquila y paciente, reservada y muy educada, mientras que su amiga era un manojo de nervios, con un genio muy vivo, que le causaba algún que otro problema, como el de aquellos momentos. Y lo que le daba más pena, a Adriana la temían y le daban de lado por culpa de los sucesos extraños que habían precipitado la muerte de su madre, mientras que a Christine le profesaban respeto y agradecimiento, algo fríos sin embargo, porque era la ayudante de la curandera del pueblo.

Ninguno de los tres dijo nada hasta que llegaron a la puerta de la casa de don Pedro. Christine que se quedó algo apartada, por buena educación, comprobó preocupada que los arañazos que afeaban la puerta, dibujando una equis, eran muy profundos, como los de las garras de una fiera. Había visto en otras ocasiones puertas o paredes estropeadas por su amiga de esa forma, pero parecía que la cosa iba cada vez a peor.

Sin embargo, gracias a la buena mano para tratar con la gente que tenía don Gabriel, todo fue bien. Doña Francisca estuvo un rato protestando, diciéndole que su hija debía aprender modales, que la castigase, porque aquello no se podía consentir… A todo respondió con cortesía, sin alterarse en ningún momento. Por su parte, Adriana estuvo a la altura. Cuando Christine vio salir a Clara, la hija más pequeña de doña Francisca, con un aire de arrogancia odioso, reconoció que a ella misma le habría resultado difícil disculparse. Clara era de las chicas de su edad que más ojeriza le tenía a Adriana y, en el fondo, ella se limitaba a devolverle esa misma antipatía. La obligó a decir todos los insultos que le había dedicado a Clara, que eran mucho peores y más soeces que los que había recibido su amiga, y a asegurarle que nunca le diría nada así.

Cuando doña Francisca y Clara cerraron la puerta tras despedirse de don Gabriel, éste se despidió amablemente de Christine, dándole las gracias por todo, y de una forma más seca de su hija. Adriana quiso alejarse de allí pronto, y las dos amigas se encaminaron hacia el mercado, que estaba situado en una plaza próxima, en silencio hasta Christine le preguntó:

—¿Qué ha pasado esta vez?

Como Christine pretendía, aquello sacó de su silencio a Adriana, que respondió indignada:

—No tuve más remedio que pasar delante de casa de Clara y tuve la mala suerte de cruzármela. Como me miró con cara de asco, no me aguanté y le pregunté que a qué venía eso, y ella respondió que apestaba, que olía a cuadra. Entonces, empezamos a discutir, a gritarnos, y ella terminó por entrar un su casa y cerrar de un portazo. Me quedé un instante delante de la puerta, me volví y cuando me marchaba, oí como si arañaran la madera y al ver lo que había pasado salí corriendo. Lo malo es que antes de que pudiera doblar la primera esquina, abrieron la puerta y doña Francisca a lo lejos, me gritó algo, así que desaparecí.

Hizo una pausa para inspirar y concluyó:

—¡Pero yo no hice nada! La puerta se arañó sola. Como por arte de magia. Soy inocente, pero mi padre se enfadó tanto la última vez…

Desde hacía un par de años, recordaba Christine, Adriana había sufrido ya once sucesos como este. Lo que más le empezaba a preocupar era que cada vez se producían con más frecuencia y, además, sus efectos eran más graves. Confiaba en su amiga y sabía que era sincera, pero aquello que le pasaba no era normal. Desde siempre, Adriana demostró tener una habilidad especial para incomodar con su sola presencia a las personas que la odiaban. Recordaba que, cuando la milicia de Imessuzu instruía a las chicas de su edad en tiro al arco, otra de las enemigas declaradas de Adriana se ponía tan nerviosa en su presencia, que tenía que tirar bien lejos de ella, o no era capaz, casi, ni de tensar el arco. Pero arañar puertas y no acordarse era algo mucho más difícil de explicar racionalmente.

A Christine le habría gustado haber presenciado alguno de aquellos incidentes, ya que tendría más pistas para explicarse el motivo y poder ayudar a su amiga. Porque las dos convenían que, hasta entonces, aquello sólo había pasado con paredes o puertas, pero que si un día volviera a su casa una de sus enemigas herida, el problema sería infinitamente más grave. Sin embargo, nadie se metía con su amiga si Christine estaba con ella, porque inspiraba mucho respeto, por su altura, su porte y, quizá, por el hecho de que era de las pocas mujeres, que no pertenecían a la milicia, que no salía de casa sin la ropera al cinto. Adriana, tras haberse interrumpido, prosiguió:

—No sé cómo me suceden estas cosas. Si no hubiera oído como se arañaba la puerta, ni siquiera me habría dado cuenta, porque estaba tan furiosa que no miré atrás, como suelo hacer siempre.

Christine repuso, pensativa:

—Eso es nuevo. Nunca habías oído antes cómo se arañaban las puertas, ¿verdad?

—Nunca.

—Te lo he dicho muchas veces. Pienso que te enfureces tanto que pierdes la cabeza y haces cosas de las que no te acuerdas luego. Que te limitas a usar tu puñal para hacer esas marcas, pero que hayas oído las marcas cuando estabas a dos o tres metros… eso es mucho más raro, y no encaja.

Adriana suspiró, y repuso:

—Tu explicación es muy razonable, pero no tengo lagunas cuando me pasan esas cosas. Puedo recordar todo sin huecos en blanco, sólo que cuando me alejo y me vuelvo, me encuentro, a veces, puertas o paredes estropeadas. No sé… quizá…— Y acercándose a su amiga para hablarle en susurros, preguntó—: verás, ¿sabes algo acerca de fantasmas o espíritus o cosas parecidas?

A Christine le extrañó bastante aquella pregunta:

—No mucho. Le puedo preguntar a mi madre, pero los curanderos no solemos saber de esas cosas. ¿Qué tiene que ver?

Adriana tiró de su amiga y se la llevó a la entrada de un callejón poco transitado, y en voz baja, respondió:

—Verás. Creo que hay un fantasma que me ronda. Antes se manifestaba de noche, en la cama, mientras me dormía, como sombras, como una voz susurrante. Alguna vez lo había visto al atardecer en la calle, mirándome sonriente. Pero cuando pasé la noche de ayer al raso, al despertarme, se hizo mucho más corpóreo… o bueno, corpórea, porque, según dice, es el espíritu de mi madre, que en paz descanse. ¿Eso es posible?

—¿Por qué no me lo habías contado antes?... Y bueno, es posible, pero muy raro.

—Pensaba que eran imaginaciones mías, o alucinaciones, por eso no quise decírtelo. De hecho, aunque la aparición de esta mañana fue muy real, no estoy segura de que no sea producto de mi imaginación, pero… ¿Te acuerdas cuando me encontraste esta mañana? Estaba hablando con ella.

—¿Y no te da miedo?

—No. Por eso siempre he creído que es una alucinación. Es muy dulce, muy cariñosa, y dice continuamente que no quiere hacerme daño. Pero… no sé, a mí me parece que no es mi madre. No sé… mi padre la vería también. Le he insinuado a veces que veo y oigo cosas, pero a él no parece pasarle.

Christine estuvo unos instantes haciendo memoria. Finalmente dijo:

—Recuerdo que mi madre, alguna vez, me contaba leyendas del país de mis antepasados. Había un tipo de fantasma… mi madre no me ha enseñado como se llama en nuestra lengua, ella lo llamaba Doppeltgänger. Son fantasmas que toman la imagen de otra persona, pero tienen un carácter opuesto al de esa persona… si tu madre era bondadosa, su Doppeltgänger será maligno. El único problema es que para tener uno de estos fantasmas, tu madre debería estar viva. Pero no sé de otro espíritu que tome la forma de alguien, y que no sea el espíritu de ese alguien. ¿Estás segura de que no es tu madre?

—Bueno… segura no estoy, pero siento que no lo es. No conocí bien a mi madre, murió cuando yo tenía ocho años, pero… siento que no es ella.

—Nadie dice que los Doppeltgänger existan. De todos modos… ese espíritu, ¿te has fijado si tiene sombra? ¿te has fijado si se refleja en un espejo o en el agua?

—No. ¿Por qué?

—Un Doppeltgänger no tiene sombra, ni se refleja. Puedes probar a llevarte un espejo pequeño, y cuando se te aparezca, lo compruebas.

En un gesto que Christine no comprendió, Adriana suspiró y dijo:

—Buscaré un espejito. Ya te contaré.

Como llegaron al mercado, no volvieron a hablar de aquello. Pero Christine pensaba que, si a su amiga no le jugaban sus sentidos una mala pasada, el causante de aquellas cosas bien podría ser ese fantasma que se le aparecía. Aunque seguía pensando que lo hacía ella sin darse cuenta.

7 comentarios:

Juan dijo...

El término Doppelgänger, o en su forma antigua, Doppeltgänger, fue inventado en 1796 por un escritor alemán conocido como Jean Paul (que es un pseudónimo, porque nombre alemán no parece) quien, por lo visto, denominó así a un fenómeno del folclore de ese país. Un Doppelgänger es, básicamente, lo que ha descrito Christine: el fantasma de una persona viva, con una connotación siniestra, ya que, moralmente, un Doppelgänger es opuesto a la persona a la que imita. Además, no proyectan sombra ni se reflejan en el agua ni en los espejos. En la mitología nórdica hay conceptos parecidos, pero que se diferencian de un Doppelgänger en que éste es, más o menos, autónomo. Un vardøger o vardøgr, en el folclore noruego es el fantasma de un vivo que, por así decirlo, anticipa la visita de la persona. Así, un vardøgr aparecerá, pongamos, en una puerta y le dará la mano a quién le abra, y horas o días después, la persona aparecerá en la misma fuerza haciendo lo mismo. Un Etiäinen puede ser un análogo de un vardøgr o un espíritu convocado por un chamán para dar un mensaje. Lo más parecido a un Doppelgänger es un Fetch, exclusivo de la mitología irlandesa. Uso el término más arcaico, como también trato fórmulas de tratamiento antiguas, pero no hay que interpretar que los antepasados de Christine fuesen alemanes (Alemania, de hecho, no existe en esta historia, o deberíamos decir que ya no existe), sino que hablan una lengua que a los habitantes de Nêmehe les parecería como el alemán a nosotros.

Por cierto, se admiten apuestas acerca de lo que le pasa a Adriana. Como pista, lo que sufre Adriana está basado en el folclore tradicional europeo y es algo bien conocido.

Enrique González Añor dijo...

¿Adriana posee "trolleri", -un tipo particular de magia usada para provocar daño típico del folclore sueco-?

Saludos.

Juan dijo...

Hola Enrique

¡Huy! Caliente, caliente. Podemos decir que lo que comentas es una manifestación de lo que le pasa. Pero lo que le sucede a Adriana abarca más cosas y tiene otro nombre.

Respondiendo al comentario de la otra entrada sobre el sistema político, la cosa será más o menos como me comentas. De hecho, creo recordar que el sistema de regidores era, sobre el siglo XII o XIII, potestad del rey, esto es, que el Rey elegía a los regidores de cada ciudad. Lo que pasó es que la cosa fue degenerando hasta que los cargos llegaron a ser hereditarios. Entonces, la respuesta a esa "nobleza urbana" fueron los corregimientos.

Con respecto a las villas con fueros, no serán tan independientes como las polis griegas, pero sí serán más autónomas que las villas de la Baja Edad Media históricas. Me quedaré a medio camino por motivos militares.

Un saludo.

Juan.

Enrique González Añor dijo...

En lo de Adriana, me dejas sobre ascuas; no será que cuando se enfada, engendra a un Troll, sin percatarse de ello; algo así como ¿manifestarse una doble personalidad?

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Enrique

Te sigues acercando... No puedo decir nada sin desvelar ya lo que sucede. Lo único que puedo comentar es que no es exactamente lo que tu dices, sólo parecido en cierto modo. Y hay más cosas.

En el capítulo siete, acercándonos al final, Adriana dice una cosa que es una pista muy buena, aunque no por lo que parece más obvio. Otra buena pista debe esperar hasta el capítulo nueve. En el ocho que subiré dentro de un rato se centra todo en un encuentro que va a suponer varias cosas...

Un saludo y gracias por leerme.

Juan.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
He estado muy liada. Ahora he encontrado un hueco para venir y leer un poco.
Bien, pues parece que cambiamos de personajes. La historia que está surgiendo es muy interesante. Por una parte, hay algo oscuro en el pasado de Adriana, algo que tiene que ver con su madre y que se deja entrever en su carácter. Por el otro está ese espíritu que la sigue, y que, o la influye a hacer cosas malas sin que ella sea consciente, o es él quien las lleva a cabo (imagino que en un acto de querer protegerla, fastidiando de alguna manera a aquellos que han hecho daño a Adriana). Christine parece una buena amiga que se preocupa por ella. Es ayudante de curandera, lo que ofrece una nueva línea en el argumento. Don Gabriel parece un padre preocupado, pero que no llega del todo a Adriana, tal vez, porque ésta se cierra mucho en banda.
Bueno, pues la cosa está muy interesante aunque el cambio de personajes ha sido un poco brusco, sin preámbulos ni relación alguna (por el momento) con Raquel y Juan.
Seguiré leyendo en cuanto tenga ocasión.
Un beso.

Juan dijo...

Hola Luisa

En esta ocasión me voy a permitir comentar algunas de tus frases, porque dan para hablar.

"Por una parte, hay algo oscuro en el pasado de Adriana, algo que tiene que ver con su madre y que se deja entrever en su carácter."

Exacto. Sigue leyendo porque queda todo explicado hacia el capítulo 11, si no recuerdo mal.

"Por el otro está ese espíritu que la sigue, y que, o la influye a hacer cosas malas sin que ella sea consciente, o es él quien las lleva a cabo (imagino que en un acto de querer protegerla, fastidiando de alguna manera a aquellos que han hecho daño a Adriana)."

Hummmmm. Buena deducción a partir de los datos disponibles hasta el momento. Christine, lógica y metódica, sigue por esa línea, pero no podremos comprobar qué pasa hasta más tarde.

"Christine parece una buena amiga que se preocupa por ella. Es ayudante de curandera, lo que ofrece una nueva línea en el argumento."

Christine es una gran amiga. Representa valores como la lealtad, la valentía y, quizá, el honor. A medida que vayas avanzando en la trama, irás viendo hasta qué punto. Normalmente, en la fantasía épica estos valores los encarnan personajes masculinos, pero aquí he querido que sea una chica, que va a dar lo mismo. Christine me gusta mucho como personaje.

El hecho de que sea ayudante de curandera quizá tenga su gracia en capítulos posteriores.

"Don Gabriel parece un padre preocupado, pero que no llega del todo a Adriana, tal vez, porque ésta se cierra mucho en banda."

Lo que le pasa a don Gabriel se explicará en el capítulo 11 y posteriores, si no recuerdo mal. Pero aciertas en bastantes cosas. Lo que se ha visto hasta ahora es que es muy estricto.

"Bueno, pues la cosa está muy interesante aunque el cambio de personajes ha sido un poco brusco, sin preámbulos ni relación alguna (por el momento) con Raquel y Juan."

Bueno. En realidad, ahora mismo, Christine y Adriana no saben ni que existen Raquel y Juan, y viceversa. Estos cambios bruscos son inevitables si usas la tercera persona subjetiva o estás escribiendo una "novela-río", tan en boga últimamente. No pretendo que esto sea una "novela-río", pero sí quiero que los personajes tengan cierta vida en solitario, o en parejas, antes de encontrarse con los demás. No me importa adelantar que acabarán conociéndose todos. Cuando dirigía partidas de rol, me gustaba que cada personaje empezara jugando solo, en vez de ya reunido en el grupo típico. Es una forma de ir creando poco a poco las relaciones que irán surgiendo entre ellos.

Llevo mucho tiempo usando esta técnica, la de la tercera persona subjetiva y la de los cortes bruscos entre lo que narra un personaje y otro, si bien nunca lo había hecho de esta forma tan deslavazada. O sea, la línea argumental era única aunque a veces narrara lo que veía un personaje, y otras veces se narrara desde el punto de vista de otro. Esto que hago aquí resulta más difícil, pero será más satisfactorio cuando consiga reunir todas las tramas en una sola de manera coherente (ja, ja, ja). Por algo se trata de un experimento literario.

Un saludo y gracias por leerme.

Juan.