Mundo de cenizas. Capítulo XVI
Entre continuos traqueteos, alguna amenaza de vuelco, y un parón debido a que a una de las galeras se le salió una rueda, llegaron sin más percances a las murallas de Nescimme, que eran impresionantes. Pablo, lector ávido y aficionado a la investigación, conocía la estrategia defensiva de Nêmehe para las provincias occidentales. Si las tropas de Dêfob eran capaces de tomar la fortaleza de Tuvuhsepfi, cosa harto compleja debido a la cantidad y calidad de tropas destacadas allí, las órdenes eran retirarse hacia Itvicape, destruyendo en lo posible campos y graneros de las aldeas entre ambas ciudades. Se volvería a presentar batalla en Itvicape, y en caso de derrota, el repliegue sería hasta el río Häfemnope. En el caso muy improbable que un ejército de Dêfob consiguiera cruzar el río a pesar de la línea de fortificaciones que lo vigilaba, las tropas de Nêmehe defenderían hasta el fin Nescimme. Por un momento, mientras bajaba de la galera, se puso en la piel de un soldado de Dêfob y se angustió pensando en intentar asaltar unas murallas tan altas y llenas de torres.
Habían llegado bastante tarde. Estaba terminando de atardecer y ya era difícil ver sin ayuda de lámparas o antorchas. Sabía que los soldados harían noche allí mismo, y establecerían turnos de guardia para proteger la caravana. Pablo sabía, además, que si era necesario, Nescimme pagaría a los milicianos que quisieran realizar algún turno de guardia, si bien, era decisión del oficial al mando de la escolta de la caravana comunicarlo a los regidores de Nescimme, ciudad que tendría que pagarle como responsable de la seguridad de los viajeros que atravesaran el territorio que regía. Dado que los siete reales y medio largos que iba a costarle el trayecto le dejarían la faltriquera algo maltrecha, no vio mal embolsarse unos maravedís.
Se presentó ante el oficial al mando, se identificó como miliciano de Itvicape y se ofreció a participar en algún turno de guardia. Por desgracia, aquella era una zona segura, y había soldados suficientes para aquella tarea, con lo que Pablo regresó a su galera para ver qué iban a hacer los demás viajeros. Normalmente, en casos como aquel en que se conseguía llegar a la ciudad a una hora razonable, los pasajeros con más recursos se internaban en la ciudad y se alojaban en una posada, y los que no los tenían, se acomodaban en la explanada, vigilados por los soldados.
Por lo que pudo ver mientras llegaba a su galera, la mayoría de la gente optaba por dormir al raso. Buscó a Mercedes, le preguntó que si iba a buscarse una posada en la ciudad. Ella repuso:
—¿Vais a buscar una?
—No.
Sonrió y añadió:
—Yo tampoco. Entonces, ¿os importa que cene con vos?
Pablo no tenía ningún inconveniente, al revés. Así que se buscaron un sitio con algo de luz, no muy apartado del resto de viajeros, y se dispusieron a cenar. Mercedes sacó una lámpara de aceite, de rica factura, que sorprendió a Pablo. Según ella le dijo, era un regalo, pero no añadió más. Tras ello, cenaron, manteniendo una conversación tan agradable como las demás, y estuvieron un rato reposando y sin parar de conversar y bromear.
Y entonces, ocurrió algo muy habitual. La mayoría de los viajeros se concentró en un punto. En una de las galeras viajaba una familia o un grupo de conocidos de ocho o nueve personas y varios de ellos se habían traído instrumentos. Pablo vio una guitarra, un laúd, algún violín y un par de tambores. Mercedes miró hacia la congregación muy ilusionada y, prácticamente, arrastró a Pablo hacia el grupo, que tuvo que olvidarse de proteger sus posesiones.
Cuando llegaron, estaba a la mitad una folía que bailaban sólo dos parejas del mismo grupo al que pertenecían los músicos. Mercedes los miraba con tal interés que Pablo vio una buena oportunidad de intimar más con ella al ofrecerle que bailasen. Ella aceptó con tanto entusiasmo que se alegró mucho de haber acertado. Nada más acabar la canción, su nueva amiga le tendió una mano y él, galante, la sacó a bailar. Al poco tiempo, empezó a plantearse si era buena idea. Él había aprendido un poco de baile, si bien, estaba más puesto en danza, ya que si había aprendido danza era para no desentonar en ambientes cortesanos o de personas de clase alta, que eran el tipo de gente a la que se podían sacar mecenazgos. Pero lo que tocaban los músicos era música popular, de bailes de cascabel. Y Mercedes bailaba al estilo de las calles, no de la corte. El ritmo era muy rápido, desenfrenado, y aunque se sabía las figuras que se hacían con los pies, su compañera de baile siempre le dejaba atrás.
Cuando varios de los músicos se pusieron a bailar, sonaron tres zarabandas seguidas, con tal velocidad que a Pablo se trababan de vez en cuando los pies. Entre risas, Mercedes le gritó:
—¡Vamos! ¡Más rápido! ¡Que no estamos en la corte!
El efecto de aquellos bailes fue que Pablo encontraba a Mercedes cada vez más atractiva. La versión popular, aunque parecida en los pasos y ritmos, eran mucho más sensual que la que acostumbraba ejecutar con el amigo de su padre que le había enseñado la danza cortesana. Las chicas se acercaban mucho más que en la versión refinada del baile. Al final de la última zarabanda, Pablo, aparte de empapado en sudor, apenas tenía aliento. Iba a pedirle a Mercedes un descanso cuando los músicos, tras los ruegos de algunos bailarines, dijeron que iban a tocar un canario. Ese baile se le daba bien y cuando Mercedes le dijo que se lo sabía, se alegró porque, por una vez, iba a estar a su altura. No dejó de sonreír cuando le hizo la reverencia, que ella le devolvió con mucha gracia. Por fin, fue capaz Pablo de no quedarse atrás, aunque al precio de acabar exhausto. Tuvo que decirle a Mercedes que ya no podía más y ella, no supo si por cortesía o porque era verdad, le dijo que también estaba cansada, así que se fue con él de vuelta al sitio donde se habían dejado sus cosas y la lámpara.
Debido a que todo el mundo parecía estar sentado junto a los músicos o bailando, Mercedes y él estaban completamente solos. Como se desplazaron un poco para recostarse junto al tronco de un árbol, además, quedaron fuera de la vista del resto de los viajeros. Fueron recuperando el aliento lentamente, y Pablo empezó a mirarla, a la luz de la lámpara, con más intensidad que antes. Entre otras cosas, porque se había aflojado ligeramente el corpiño a causa de lo acalorada que se sentía por haber bailado a aquel ritmo demencial. Mercedes, según creyó, pareció darse cuenta, pero se limitaba a sostenerle la mirada un rato y, luego, a bajar la vista y hablar de cosas banales.
Y Pablo pensó que no tendría un momento mejor. Se armó de valor y aprovechando uno de esos momentos en que se miraban, le puso una mano en la mejilla y la besó en los labios. Mercedes no se resistió, incluso, le permitió un segundo beso más intenso que el primero. Y cuando más estaba disfrutando de sus labios, la muchacha se tensó, empezó a decir que no y le apartó de ella con suavidad. Como Pablo la miraba, algo desconcertado, la oyó decir:
—Me agradáis... Sois muy divertido, y muy apuesto. Pero no puedo... no podemos hacer esto.
Pablo ya sabía a lo que se arriesgaba al besarla, pero alguna leve ilusión se había hecho de que no llegaría a oírle a Mercedes aquellas palabras. Siempre le pasaba lo mismo. Siempre la misma actitud, las mismas excusas. Y le daba mucha pena, porque se lo había pasado muy bien con ella y estaba empezando a sentirse interesado en conocerla mejor. De todos modos, así era ese juego, había que tomárselo de la mejor manera posible. De forma que, con la mayor cortesía que pudo, le dijo:
—No os preocupéis. Lo entiendo.
Y callaron durante unos momentos. A lo lejos, se oía el jolgorio del resto del pasaje. Pablo se sentía un tanto frustrado, pero se limitaba a callar y a aflojarse un poco la ropa, para que se le quitara del todo el acaloramiento. Y en esto, Mercedes empezó a decirle:
—No he sido muy sincera con vos. O sería mejor decir que no os lo he contado todo —. Suspiró y continuó —. Mi familia es numerosa y pobre. Mis padres han sufrido mucho para poder sacarnos adelante a todos. Por eso, cuando conocí al maestre de campo que mandaba el tercio que protege Tuvuhsepfi y éste se interesó por mí, acabé accediendo, ante las súplicas de mis padres, a prometerme en matrimonio a él. Desde que somos prometidos, mi familia ha dejado de pasar hambre, y si se enterara de que he estado con otros, cancelaría el compromiso y mis hermanos no tendrían que comer. Viajo a Nêmehe para preparar mi boda.
La actitud de Pablo ante lo que le estaba diciendo fue la acostumbrada: resignación. Siempre había algo; todas las chicas con las que intentaba intimar le salían con algún problema. Pero no le parecía decente enfadarse, y menos con Mercedes, que no le había dado esperanzas más allá de mostrarse abierta y simpática y de haber querido bailar con él. Pablo no dijo nada, fue su acompañante quien dijo con tristeza:
—Echaré de menos conocer a chicos de mi edad. Sobre todo, echaré de menos bailar. Mi futuro esposo tiene casi treinta años más que yo y cojea desde que le hirieron gravemente en la pierna. Y echaré mucho de menos a mi pueblo y a mi familia.
A modo de protesta, Pablo replicó:
—Por lo que veo, no amáis demasiado a vuestro prometido.
—Aprenderé a hacerlo.
Aquella frase le pareció a Pablo tan estúpida, que tuvo que contener las ganas de soltárselo a Mercedes y marcharse de allí. Pero habría sido una pena acabar de esa manera con una chica que tan guapa y tan simpática le parecía, así que tomó la decisión de conservar su amistad durante los tres días de viaje que le aguardaban con ella. Al menos, tendría con quien conversar y con quien comer. Así que, poco a poco, volvió a hablar con ella de cosas banales y, al cabo de un buen rato, incluso, llegó a tener el humor suficiente para bromear de nuevo. Pablo quedó en que al día siguiente, con más luz, le enseñaría cómo funcionaba la ballesta de repetición que él mismo había inventado.
Estaban lo bastante descansados como para intentar volver a reunirse con el resto de los viajeros. Sin embargo, habían advertido que el jaleo había disminuido mucho y, cuando echaron un vistazo, vieron que apenas quedaba gente tocando, bailando, o contemplando el espectáculo. De todos modos, harían mejor en descansar para soportar mejor el viaje del día siguiente. Mercedes y Pablo se dieron las buenas noches, y ella se fue a dormir junto al resto de la mujeres, y él junto a unos cuantos viajeros.
Pablo antes de dormirse, se sintió afligido por saber que, una vez más, no iba a conseguir nada con una chica. Se planteó, incluso, que habría sido mejor no haber probado sus labios, porque así no la echaría de menos ni estaría, como en aquel instante, pensando en lo que podría haber llegado a pasar entre los dos. Por suerte, el sueño le venció pronto.