Mundo de cenizas. Capítulo XV
Pablo no estaba seguro de qué le gustaba menos, si haberse tenido que levantar antes que el sol, o tener que recorrer las calles de Itvicape perseguido por sus padres. A esto último no tendría nada que objetar si no fuese porque no paraban de darle consejos para protegerle de peligros de los que él ya se sabía cuidar. Además, no estaba del todo seguro si no iban con él, más que nada, para ver si podían robar el fardo que algún viajero de la caravana, que Pablo iba a tomar para viajar a Nêmehe, dejase por distracción sin la vigilancia debida.
Sus sospechas se confirmaron cuando, al encontrarse muy cerca de la puerta de las murallas que daba al descampado donde solían reunirse las galeras y carros de la caravana, su madre se encorvó y empezó a cojear, con tanta perfección que pasaba por lisiada. Como si no la conociera; iba a pedirle unas monedas a todos los viajeros que, al ir de paso, no sabrían que las calles de Itvicape eran milagrosas: su madre sanaba de sus males dentro de sus muros.
Llegaron a la explanada, que estaba llena de viajeros y soldados de escolta, y que ocupaban tres galeras de buen tamaño y varios carros más pequeños. Su madre se alejó cojeando, y se puso a pedir unas monedas en tono lastimero a todo viajero que se encontraba. Su padre y él estuvieron un rato mirándola, y comprobaron que la cosa no le iba del todo mal. Cuando se perdió tras una de las galeras, su padre le puso las manos en los hombros y le dijo:
—Pablo, ten mucho cuidado por los caminos. Si son ratas las que te atacan, no derroches valor y corre o súbete a un árbol. Si, por el contrario, son forajidos, recuerda que no serán descuideros como nosotros y dales todo lo que tengas sin rechistar—. Suspiró y prosiguió—. Si robas, hazlo con mucho disimulo y sólo en sitios donde haya gente de paso. Y no robes demasiado, que la codicia ha sido la perdición de muy buenos ladrones.
Pablo prefirió no responder nada. En realidad, no estaba dispuesto a vaciar faltriqueras salvo que se viera pasando hambre, o que su víctima fuese tan descuidada que no pudiera contener las ganas aligerarle la carga de monedas que llevara encima. Para él, la vida de ladrón no era vida y sólo lo veía como un complemento al dinero que ganara honradamente y, quizá, como un desafío. Era más el hecho de creer que estudiando y preparándose podría ganar mucho más dinero, y de forma más fácil, que asaltando a la gente, que la idea de que robar fuera indigno o le volviera poco honorable. Su padre era un hombre valiente y con honor, aunque buena parte de sus rentas las obtenía gracias a ciertas actividades no muy legales. Recordó que, una vez, le condenaron a cien azotes en público y caminó hacia la tarima con la cabeza bien alta. Cuando llegó no tuvieron que empujarle, ni subió despacio o a gatas, como hacían muchos otros, sino que ascendió erguido y por su propio pie. Incluso, vio un escalón roto y consciente de que otro condenado podría meter ahí el pie y hacerse daño, se volvió hacia los corchetes y les dijo que tenían que arreglar el escalón para evitar heridas y quebrantos. Le había contado su padre que los corchetes habían alabado su prudencia y su servicio a la comunidad y le habían asegurado en tono reverente que aquel escalón estaría arreglado a la mayor brevedad, cosa que Pablo no sabía si creerse, salvo que cambiara aquella última frase por: “que aquel escalón estaría arreglado antes que volviéramos a azotar a vuestra merced”. Pero eso no quitaba el hecho de que a su padre no le faltaban arrestos.
En todo caso, no necesitó responder nada. Su padre le abrazó y le pidió que se cuidara y que les escribiera cuando llegase a la Universidad. Pablo así se lo aseguró y esperaron un rato a que regresara su madre. Ésta vino cojeando visiblemente, si bien su padre y él ya se habían acercado al conductor de galera más cercano y le preguntaban si en su vehículo habría un sitio libre. Repuso que no, pero que se encaminaran a una que les señaló. De modo que los tres se dirigieron a la galera que tenía peor aspecto de todas, y estuvieron hablando un rato con el conductor. La tarifa era la oficial en el reino, 12 maravedís por legua. Separaban Itvicape y Nêmehe 22 leguas, o sea, que el viaje le iba a salir por algo más de 7 reales y medio. Los tres comenzaron un regateo bastante duro con el conductor. Su madre llegó a abrazarse a él, llorando, y diciéndole:
—¡Ay buen señor! ¡Apiádese de esta pobre lisiada que necesita hasta el último maravedí para que el médico le calme los dolores! ¡Ay, señor, sea misericordioso!
Pero, ni por esas se conmovió el cochero. Lo único que consiguieron sus padres fue avergonzarle, porque tampoco hacía falta tanto teatro con tal de ahorrarse unos pocos maravedís. Finalmente, accedió a cobrar el viaje en dos partes, y aceptó un real de a cuatro por las 12 leguas que separaban Itvicape y Gaiphosume. Los seis maravedís que salía perdiendo, ya los recibiría en Nêmehe, en todo o en parte en función de cómo fuera la travesía. Al menos, de todo aquel intento frustrado, Pablo obtuvo información acerca de cómo iba a ser el viaje. Iba a ser un trayecto de cuatro días, con tres paradas para dormir. La primera en Nescimme, que era la ciudad más populosa del reino, exceptuando la capital, y el segundo puerto más importante del país. La segunda en Gaiphosume, una ciudad grande y bien fortificada, famosa por su castillo y las minas de Imduvu. La tercera en Vussinumoput, después de una jornada bastante dura visitando la mayoría de los pueblos de la ladera de las montañas, tales como Imessuzu e Imquopossu, bajando de nuevo a Cipenmêfile y, en general haciendo eses. Al fin, a última hora de la tarde del cuarto día, con suerte, llegarían a Nêmehe.
Eran habituales los retrasos en las salidas, pero por fortuna, la caravana había tenido un recorrido apacible desde Tuvuhsepfi, la población, o más bien fortaleza, que defendía la frontera de Nêmehe con la República de Dêfob y en apenas un cuarto de hora, ya empezaban a subirse los viajeros en las galeras. Pablo reparó en los preparativos de la escolta de la caravana, que le tranquilizaron bastante. Uno de los carros era un transporte de tropas, y había diez caballeros, dos por cada una de las galeras y carros de mercancías. Incluso contaban con dos exploradores a caballo, supuestamente, uno para examinar el camino por delante de la caravana, y el otro para asegurar que nadie les perseguía. Considerando que él no sería el único miliciano que hacía el viaje hacia la capital y que, llegado el caso, incluso las mujeres podrían colaborar disparando, serían capaces de enfrentarse a cualquier peligro.
Finalmente, Pablo se despidió una vez más de sus padres, a los que apreciaba con sinceridad aunque fueran un poco canallas, y subió a la galera destartalada. Había ocho personas allí dentro, tres de ellas mujeres, y aún cabrían tres o cuatro más al precio de ir un tanto apretados contra la carga. Tras los saludos de rigor se dedicó disimuladamente a evaluar a las mujeres. Una de ellas era una señorona un tanto regordeta, pero las otras dos eran jóvenes y atractivas. La que tenía casi en frente tenía el pelo muy negro y la piel aceitunada. La otra lucía una melena castaña hasta la cintura, y aunque un poco delgada, no estaba muy mal. Sin embargo, era más atractiva la morena, así que se decidió por ella. En los largos viajes en galera, era habitual hacer amigos y, con suerte, a lo mejor de noche, entre las sombras, la amistad llevaba a otras cosas. Por lo menos, iba a intentarlo.
Al fin, se empezó a oír como las otras carretas y galeras empezaban a moverse, y la que ocupaba Pablo empezó a moverse temblando. Las galeras eran descansadas y más rápidas que ir a pie, pero bastante incómodas. Se notaba perfectamente que no tenían ningún tipo de ballesta que amortiguara los baches, lo que le permitió saber el momento exacto en que abandonaron la explanada lisa en torno a Itvicape y pasaron al camino de la costa, que no estaba todo lo cuidado que debería. Comenzó a hablar de eso, de que todos los carruajes de viajeros, aunque fuesen galeras, deberían llevar unas buenas ballestas, y a bromear mucho. Desde el principio, pareció captar el interés de la muchacha morena, que le preguntó qué quería decir con ballestas y recibió, atenta y sonriente, una lección acerca de cómo se construían esos ingenios y de qué manera amortiguaban los baches del camino. Debía de ser el único viajero con estudios de la galera, y procuró lucirse un poco. Aunque su objetivo era la chica morena, y todo parecía irle bien, no quitaba ojo a la otra, ya que, por experiencia, sabía que no era bueno centrarse en una sola chica si se quería tener éxito en las conquistas. La notaba aburrida y distraída.
Sin embargo, le resultaba difícil mantener el tono alegre y desenfadado, sobre todo, cuando rodearon la pequeña localidad de Quapve Quopommut. Las tres primeras leguas del camino, hasta que llegaran a las poblaciones unidas de Evemeze y Otfeci donde se detendrían un par de horas para comer y estirar las piernas, era la parte más peligrosa del camino, debido a que apenas se contaban siete aldeas diminutas entre Itvicape y Evemeze. Era una zona muy despoblada, y es en las zonas despobladas donde las ratas gigantes medran, y donde moran seres aún más terribles. Aún protegidos por un destacamento del ejército real, si tenían la mala fortuna de toparse con lobos gigantes, el resultado del combate sería bastante incierto. Al final, incluso el propio Pablo se calló, y oía con aprensión el galopar intermitente de los exploradores, temiendo oír gritar órdenes que prometieran un combate.
Por fortuna, nada les molestó durante las seis horas que les llevó tener a la vista la muralla conjunta de Evemeze y Otfeci. Lo que sí notó Pablo es que estaba molido de haber sufrido todos y cada uno de los baches del camino. Pagar casi ocho reales por aquella tortura era algo que le daba coraje. Para él, notar que la caravana se detenía y que el conductor les daba permiso para salir y comer algo, siempre y cuando no se alejaran mucho de la caravana, fue un momento lleno de felicidad. Habida cuenta de que vivía entre ladrones, bajó de la galera portando el fardo que llevaba, sin importarle lo que pesaba. Le dedicó un guiño antes de salir a la muchacha morena, que le devolvió una sonrisa encantadora.
No parecía irle mal la cosa con la morena, pero era consciente de que tampoco sería bueno lanzarse a las primeras de cambio por una mera sonrisa cómplice, de ahí que decidió tantear a la chica del pelo castaño, para ver si su apatía se debía a los nervios del camino o a otra cosa. Disimulando, caminó hacia el río cercano y hacia el puente que deberían cruzar dentro de poco para llegar hasta Nescimme. Se refrescó un poco, como hacían algunos de los viajeros, y al regresar a la explanada donde habían parado, buscó con la vista a la muchacha del pelo castaño. La encontró tanto a ella, como a la chica morena, que estaba sentada y se preparaba algo de comer. Se dirigió decidido y sonriente hacia la chica del pelo largo, intentando que su otro objetivo no hiciera algo como mirarle a la cara y obligarle a sentarse con ella. Cuando estuvo a su altura, la chica le miró y él, en tono jovial, le dijo:
—Buenos días tenga vuestra merced. Me gusta el sitio que ha elegido para comer, y será entretenido tener a alguien con quien charlar mientras se come, ¿no cree?
La reacción de la muchacha de pelo castaño, le sorprendió. Con rapidez, recogió sus cosas, se puso de pie y le dijo, con muy malos modos:
—¡Soy una mujer casada! ¡Casada! Si se me vuelve a acercar, ¡le parto la cara!
Y se alejó de allí a toda prisa, dejando a Pablo un tanto confuso. No era la primera vez que una chica le trataba así. Se decía a sí mismo que eran gajes del oficio, pero no podía evitar la sensación, durante un rato, de sentirse humillado, de considerar que no tenía sentido que se portasen de esa manera. Se volvió, y emprendió camino de regreso a su galera, sin ganas de acercarse en aquellos instantes a ninguna mujer. Pero la chica morena se había levantado, caminó un par de pasos hacia él y llamó su atención diciéndole, desde lejos:
—Parece que esa mujer no tiene ganas de hablar con vuestra merced. A mí no me importa comer acompañada, así que si lo desea...
Pablo se lo estuvo pensando un poco, pero al final, decidió que le daba igual comer solo que acompañado, así que aceptó la invitación de la muchacha. Dejó el fardo, un tanto pesado, junto a él y empezó a sacar lo que llevaba para comer. La chica le miraba con curiosidad, y le dijo:
—Va muy cargado vuestra merced.
En un tono que, conociéndose a sí mismo, era un tanto irónico, dijo:
—No es aconsejable fiarse de la honradez de la gente.
La chica arrugó el entrecejo y repuso:
—¿Teme que haya ladrones en la caravana?
Se tuvo que aguantar las ganas de responder: "Sí. Por ejemplo, yo"; le divertía mucho aquella pregunta y aquella conversación, así que el humor le mejoró. Se limitó a reírse y a contestar:
—Bueno... No necesariamente en la caravana. Pueden venir descuideros de Evezeme o de Otfeci, que para el caso...
Callaron unos instantes, que Pedro pasó revolviendo su fardo, ante la mirada atenta de su compañera de viaje. De pronto, ésta dijo:
—Si vuestra merced me permite la indiscreción, la otra chica se ha mostrado tan desagradable porque se le veían las intenciones a la legua. Debería ser más disimulado.
Si su intuición no le fallaba, aquel cambio repentino de conversación era muy buena señal, de manera que decidió jugar un poco:
—¿Tanto se me nota?
La chica se rió y le dijo:
—Sí.
—¿Y se me sigue notando?
La forma en que la miró al responder, la manera de sonreír de su interlocutora, todo ello parecía indicar interés en seguirle el juego. Ésta repuso:
—Un poco, no se ofenda vuestra merced.
—¿Eso significa que de un momento a otro empezará vuestra merced a gritarme?
La chica se rió de buena gana y contestó:
—¡No, no! No soy tan antipática. Además, me gusta oírle hablar, me entretiene mucho.
—Lamento oír eso. Soy estudiante y miliciano; no soy un mono de feria.
Su interlocutora la miró seria un instante, pero como Pablo sonrió, ella comprendió en seguida de qué iba el juego:
—No le tengo como tal, aunque, realmente, está muy capacitado para ese tipo de profesión, salvo que los monos de feria son un poco más feos... En todo caso, sepa vuestra merced que no me importa que se os note nada, porque sé cuidarme bien de los hombres que llevan intenciones deshonestas, y nada se obtiene de mí que no desee dar.
—Pues ándese con cuidado, que yo no soy un hombre cualquiera. He seducido a muchas damas y, cuando me empeño, acaban dándome lo que yo deseo.
Cuando reparó en el brillo de sus ojos, en su sonrisa y su expresión, Pablo fue consciente de que le había salido muy bien. Volvió a reírse, con una risa que empezaba a gustarle, y continuó con aquel juego que le estaba resultando cada vez más divertido:
—¿A muchas damas? Discúlpeme vuestra merced, pero no sé si creérmelo. Sí le acepto que lo haya intentado con muchas, porque no aparenta ser vergonzoso, pero de ahí a que caigan rendidas a sus pies...
—¿Me está retando? ¿Me está pidiendo que se lo demuestre?
—¡Ay, no! No le retaría a algo que sé que no iba a conseguir. Sepa vuestra merced que yo tampoco soy una mujer cualquiera.
—¡Cuántas veces habré oído eso!
Se rió de nuevo. Y le contagió la risa. Era muy buena señal que se riera tanto, que le provocara tanto… Decidió cortar el juego por un rato, para poder conocerla un poco mejor, de forma que concluyó:
—Le demostraré de lo que soy capaz... pero con el estómago lleno.
Y pasaron a prepararse el almuerzo. Estuvieron hablando todo el rato y a pesar de lo agradable de la conversación, Pablo notaba que su compañera de viaje no era todo lo abierta que parecía. Le contó que había crecido en Tuvuhsepfi, en el seno de una familia humilde, y que se llamaba Mercedes. Pero callaba acerca del motivo de su viaje; sólo supo que su destino era Nêmehe.
El tiempo del que disponían para comer y descansar se le pasó muy rápido en compañía de Mercedes, que le demostró ser una chica simpática e inteligente, además de atractiva. Ella se cambió de sitio y se acomodó junto a Pablo en la galera. La chica del pelo castaño le miró al entrar, pero a él ya le daba exactamente igual lo que hiciera o dejara de hacer aquella estúpida.
Al fin, la caravana se puso nuevamente en marcha. Atravesaron el gran puente de piedra sobre el río Häfemnope y Pablo, que había consultado mapas antes de partir, supo que tardarían poco en llegar a la ciudad de Tenquifsu fi Emdêpvese y que tras pasarse la caravana por diferentes pueblos, llegarían finalmente a Cäsvu Cepât y, finalmente, a Nescimme, donde podrían olvidarse de la galera por unas horas y dormir.
3 comentarios:
Pablo es un personaje tan típico de la literatura española de los siglos XVI y XVII que no me he podido resistir. Aunque con muchos matices, Pablo es un “pícaro”, en su modalidad de estudiante universitario. La única diferencia radical es que es una persona extraordinariamente hábil a la hora de manejar todo lo relacionado con la maquinaria, al menos, en la que corresponde al nivel tecnológico de la época. Esta habilidad puede usarla para bien, para construir cosas, o para mal, para comprender mecanismos de puertas y cerraduras y entrar donde nadie le ha llamado, sabotear ingenios, eludir trampas que vigilen posesiones valiosas... Aparte, le gusta construir cosas y estudiar. Reúno en un personaje dos arquetipos: el del pícaro, y el del científico-ingeniero. Dotado de una inteligencia y una intuición superiores a la media y de una habilidad manual que llegará a ser excepcional tiene cualidades que le permitirían llegar lejos. Lo que no quita que pueda tener muy poquita vergüenza.
Hay varios guiños a El Buscón, de Francisco de Quevedo, un libro que me encanta. El primero, es el nombre; el buscón se llamaba Pablos. Luego, hay otro homenaje en algo que dice sobre su padre. En el capítulo VII del libro primero del Buscón, se habla de la ejecución del padre de Pablos. Concretamente hay unas líneas que dicen: "Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y viendo un escalón hendido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquel para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos." (La N de palo es la horca; así la llamaba Quevedo). Reconoceréis este pasaje, suavizado ya que no deseo que esta línea argumental sea trágica, en la historia. Además de dulcificado le doy un matiz burlón. Por otro lado, hago un juego de palabras cuando dice que "a su padre no le faltaban arrestos". Eso significa tanto que tenía coraje (tener arrestos) como que tenía bastantes detenciones a sus espaldas. Con esto os hacéis una idea de la clase de padres que tiene el bueno de Pablo.
Los corchetes son un cuerpo muy parecido a la policía local actual, un grupo armado que mantenía el orden dentro de las ciudades. La definición exacta es: "Ministro inferior de justicia encargado de prender a los delincuentes". En Mundo de cenizas considero que existe una distinción entre los corchetes, que sería un cuerpo profesional de "policía", y las milicias, que pueden colaborar con éstos para mantener el orden o bien, asumir sus funciones en poblaciones sin corchetes. No considero la existencia de un cuerpo como la Santa Hermandad, que sería más parecida a una policía que vigila los caminos (de hecho, la Santa Hermandad fue sustituida por la Guardia Civil). La razón es que esas tareas las llevan a cabo unidades del ejército real, auxiliadas normalmente por voluntarios de las milicias ciudadanas, o por milicianos que van de viaje. La Santa Hermandad unificaba las diferentes hermandades que dependían directamente de los concejos o ayuntamientos, y una de las razones para la creación de un cuerpo unificado fue la de crear una milicia fuerte que obedeciera directamente a los reyes, quitando competencias a los concejos. En Nêmehe, el Rey asume la obligación de proteger los caminos con sus propios soldados, así que no hay motivaciones para crear un cuerpo diferente.
Llegamos a otro tema que, para mi sorpresa, es mucho más delicado de lo que pensaba. Se trata del dinero. Después de leer varias fuentes, para Mundo de cenizas usaré un sistema adaptado del que había en Castilla durante el Siglo de Oro. El sistema monetario será el siguiente. Existen tres tipos de monedas principales: el maravedí, el real y el escudo. Se uniría una cuarta, la blanca, que vale medio maravedí. La blanca está hecha de vellón, esto es, una aleación de plata y cobre que tendrá en este caso un 20% de plata y el resto de cobre. Los maravedís son de cobre, de plata los reales y de oro los escudos. Hay monedas de 1, 2, 4, 8 y 16 maravedís, 1/2, 1, 2, 4 y 8 reales y de 1/2, 1, 2, 4 y 8 escudos. Las equivalencias son las siguientes: 2 blancas=1maravedí, 34 maravedís=1 real, 12 reales=1 escudo. Para las monedas se aceptan expresiones como: un maravedí de a ocho (una moneda de ocho maravedís), o un real de a cuatro (una moneda de cuatro reales). Para los escudos, se usará, como se hacía históricamente, la denominación de doblón. La moneda de dos escudos es un doblón, o un doblón de a dos. Un doblón de a cuatro vale cuatro escudos y el doblón de a ocho vale ocho escudos. Por cierto, existen tres plurales documentados para maravedí: maravedís, maravedíes y maravedises. El más usado es maravedís, que es el que emplearé aquí. Por cierto, la moneda "base", la más empleada es el maravedí que, durante mucho tiempo, fue moneda de cuenta (sin existencia física).
Digo que el tema monetario es delicado porque las cosas no eran tan sencillas como en nuestra época. Cuando los Reyes Católicos reintrodujeron el maravedí como moneda física, el cambio era el siguiente: 34 maravedís=1 real, 16 reales=1 escudo. Esto es, un escudo valía, teóricamente, 544 maravedís. Pero a medida que fue avanzando el siglo XVI, el valor del escudo fue cambiando. En 1535, cuando se acuñaron los primeros, el escudo se cambiaba a razón de 350 maravedís. Se elevó a 400 en 1566 y a 440 en 1609. Pero esos eran los cambios oficiales; las cotizaciones populares eran diferentes y se pagaba más por un escudo de lo que marcaba la ley. Por ejemplo, en el Buscón se habla en el capítulo IV del libro tercero que un doblón (dos escudos) eran 26 reales, o sea, que salía el escudo a 442 maravedís o a 13 reales, a pesar de que por ley no podía superarse el valor de 440. De hecho, sólo se mantuvo fijo el cambio de 34 maravedís por real, ya que no se modificaría hasta 1642, en que subió a 45 maravedís. La cosa se complicaba aún más cuando se trataba de cambiar moneda extranjera, de ahí que el trabajo de los cambistas fuera necesario y mucho más importante que hoy en día, ya que ni siquiera era fijo el valor que tenía un escudo para todo el mundo.
Sacaron un 51 a la hora de intentar que el cochero les hiciera una rebaja. Mala tirada que hace que no consigan nada.
Las ballestas de las que habla Pablo para los carruajes son las que se definen como: "Muelles, en forma de arco, construidos con varias láminas elásticas de acero superpuestas, utilizados en la suspensión de los carruajes". Las galeras no las tenían, de ahí que fueran extraordinariamente incómodas.
La suerte de los dados ha decidido el comportamiento de las dos chicas. Recordando que la escala es de 1 a 100 y que Pablo ha utilizado una habilidad muy graciosa que es seducción, en la que tiene un 5% de probabilidades de éxito, ha sacado con la chica del pelo castaño un 7 (desastre completo) y un 84 con Mercedes. No es exagerada la reacción de la chica del pelo castaño en nuestros días (no sería la primera vez que presencio algo así), y como por canciones populares y poemas me quedo con la impresión de que ciertas cosas eran igual en el Siglo de Oro que hoy en día, la he hecho reaccionar de la misma forma en que lo hacen algunas en nuestros tiempos. Por eso, habiendo sacado el bueno de Pablo tan poco con los dados, ha sufrido la peor reacción posible.
Hola, Juan.
He hecho un huequecito para venir a leer.
Aquí nos presentas a otro grupo de personajes. Pablo (ya he leído el guiño que le haces a Quevedo. Yo le hice en su momento un relato que se titula La Vida Padre, que va sobre diablos y el buen uso que hacía de la ironía este gran escritor. El Buscón lo leí hace mucho tiempo, a ver si un día de estos lo releo), es el típico estudiante “busca vidas” de la época. Me encantan este tipo de personajes porque dan mucho juego, además parece que tiene ciertas habilidades. Sus padres son todo un cuadro costumbrista. Mercedes es una chica simpática, aunque no sé si eso le haría ser ligerita de cascos… ya veremos. Por el contrario “la casada” es una borde. Aunque creo que le ha calado a la primera y no se ha cortado un pelo para atajarlo, je, je.
Bueno, pues iremos viendo hacia donde nos llevan estos nuevos personajes.
Muy interesantes tus comentarios. Nos sitúan muy bien.
Un saludo.
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