Mundo de cenizas. Capítulo XIV
Don Gabriel fue el primero en darse la vuelta y volver a la mesa. Cuando Christine hizo lo propio, comprobó que su anfitrión la miraba con atención y se sintió ligeramente incómoda. Entonces, le dijo:
—Bien. Esa ropa que llevas me parece perfecta para correr a campo traviesa… ¿Me podrías enseñar tu espada, amiga Christine?
Christine se acercó y se quitó el cinturón completo, antes de tenderle el arma a don Gabriel en posición horizontal. Este la desenvainó con delicadeza y estuvo contemplándola unos momentos. Comprobó su equilibrio, la calidad del acero, y terminó por volverla a envainar y tendérsela de forma parecida. A continuación, mientras se volvía a ceñir el cinto, como ya se esperaba, le dio su opinión:
—Considerando que, por lo que sé, eres diestra aficionada tienes muy buen acero. Pero, ¿no tienes daga de vela?
—No, don Gabriel. Mi maestro me comentaba que era aconsejable, pero no estuve el tiempo suficiente como para que me enseñara su manejo. Cuando entreno me pongo guantes y utilizo la manotada, en la que sí me instruyó.
—Muy mal, amiga Christine. No siempre es aconsejable usar armas dobles, pero deberían habértelo enseñado.
Mientras decía esto, cogió la única daga de vela que había sobre la mesa y se la dio, añadiendo:
—Quédate con esta, en agradecimiento a todo lo que has hecho y estás haciendo por Adriana.
Estuvo un rato mirando la belleza del arma que le había entregado su anfitrión. La empuñadura y el acero que guarnecía la mano estaban adornados con un gusto exquisito. Le agradeció de corazón aquel obsequio y se la colgó en el cinto.
Don Gabriel, a continuación, la dejó sola unos instantes, tras los que regresó portando un fardo de cierto tamaño, del que sobresalían un arco y una aljaba, y una lámpara pequeña, que encendió utilizando una de las velas de uno de los candelabros. A continuación, fue apagando las velas, y Christine reparó en una cosa.
—Don Gabriel, ¿nos vamos ya?
—Sí, ya que quedarán menos de dos horas para el alba. Vamos a reunirnos con el resto y, entretanto, te daré las últimas instrucciones.
Con humildad, Christine dijo
—Antes de eso, quisiera pedirle un favor. ¿No tendrá vuestra merced un poco de papel para que pueda dejarle una nota a mi madre?
Su anfitrión asintió y le trajo una hoja, una pluma y un tintero. Christine se lo agradeció, y con muchísimo cuidado comenzó a escribir. Le resultaba una tarea muy lenta, ya que se le daban muy mal las letras. Además, le daba miedo que le goteara la tinta y se estropeara la hoja. Sólo consiguió escribir, letra a letra, la palabra “Querida”; mientras volvía a mojar de tinta la pluma para empezar a escribir “madre”, don Gabriel le dijo:
—Será mejor, amiga Christine, que me dictes lo que quieres escribir. Lo haré mucho más rápido y, en verdad, el tiempo comienza a apremiar.
Christine aceptó aliviada. Le cedió el sitio a su anfitrión y empezó a dictarle unas líneas en las que le comunicaba a su madre que tendría que ausentarse durante unos días de Imessuzu, pero que estaría bien, y que si no podía volver antes de transcurridos cinco días, le enviaría una carta para que no se preocupara. Don Gabriel escribía muy bien, muy rápido, consiguiendo que las letras de cada palabra quedaran juntas y enlazadas. Tenía una caligrafía similar a la de Adriana, que escribía con la misma facilidad que su padre, aunque a su amiga le salían unas letras más bonitas.
Terminaron muy rápido y, a continuación, don Gabriel fue apagando el resto de las velas hasta que sólo quedó la luz mortecina de la lámpara. Y salieron.
Se encaminaron por una ruta indirecta hacia la casa de su madre. Christine iba algo nerviosa y distraída, pero notaba que don Gabriel iba pendiente de toda esquina y ventana. Deslizó la carta por debajo de la puerta de su casa y tomaron una ruta un tanto retorcida por el pueblo. Durante todo este tiempo, le estuvo dando instrucciones precisas. Le dijo que una vez libre Adriana, se fueran por el camino hacia Vussinumoput, evitando en lo posible acercarse a la aldea de Memieme, que seguía perteneciendo a Imessuzu, y que se escondieran cerca de Imquopossu, población muy cercana pero que pertenecía a un corregimiento y tenía un fuero diferente. Le pidió que fueran discretas y que, pasados tres días, si le era posible, mandaría a alguien de confianza por la mañana, que vigilaran el camino. Le dio bastantes instrucciones más y después, continuaron en silencio. Acabaron por llegar a una parte muy solitaria de las murallas, y se sorprendió cuando se dio cuenta de que había dos personas muy quietas y ocultas, que sólo vio cuando don Gabriel las saludó con un susurro.
Y cuando la lámpara, que cubría don Gabriel con el cuerpo, iluminó los rostros de los dos milicianos, Christine se llevó una sorpresa muy desagradable. Reconoció de inmediato a uno de los tres canallas que las habían atormentado aquella misma tarde. La mirada tímida y culpable que le dedicó la enfureció. Aunque se limitó a susurrar “¡Tú!”, se le echó encima con tal decisión que el miliciano se retiró un paso hasta encogerse en la pared y don Gabriel, ayudado del otro muchacho, la detuvo mientras le decía, sorprendido:
—Christine, calma, ¿qué te pasa?
Ella repuso con una levísima alteración en la voz:
—Es uno de ellos, don Gabriel. Es uno de los que querían maltratar a Adriana.
Don Gabriel respondió que ya lo sabía, que se tranquilizara, que se podía confiar en él. Aunque Christine no empujaba, se mantenía en tensión, y clavaba sus ojos en él de una forma que, al parecer, obligaba a los dos hombres que la sujetaban a no soltarla. Al final, el miliciano, en voz queda, suplicó:
—Sí, es cierto. Le confieso a vuestra merced que pienso que lo que hizo Adriana estuvo muy mal, que habría que castigarla, pero quemarla por eso es una burrada. Hablé muy mal de ella ante don Guzmán, exageré, pero pensaba que la meterían en la cárcel, o la atarían al rollo unos días… Pero esto es horrible. No quiero que la maten por mi culpa… Créame vuestra merced, no voy a traicionarles.
Sostuvo su mirada unos instantes y, aunque no se fiaba, se relajó y la soltaron. Sólo entonces se dio cuenta de que estaban al lado de una poterna que don Gabriel abrió haciendo el menor ruido posible. Les agradeció a los tres todo lo que estaban haciendo y añadió:
—Recordad. No hagáis nada hasta que me oigáis gritar: ¡Parad esta locura! Cuando lo diga, tú, Christine deberás correr y liberar a mi hija, y vosotros dos ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Sin más, salieron con el máximo sigilo y don Gabriel cerró la poterna tras ellos. No tuvieron problemas para alejarse de las murallas sin ser vistos, y tardaron muy poco en encontrar el camino hacia Cipemnêfile.
La luz de la luna en cuarto creciente les permitía ver lo justo, aunque fue suficiente para que les fuera bien fácil localizar la pira. A Christine se le encogió el corazón al ver el montón de leña que reposaba alrededor de una estaca alta. Nerviosos, sin apenas dirigirse la palabra, buscaron sitios donde esconderse y al localizarlos se hicieron señas para saber donde estaban, lo que sería útil en el caso de que alguna rata, o algo peor, les atacara. Christine había elegido un árbol muy grueso y un matorral denso a apenas veinte metros de la pira, orientada de manera que quedase por detrás de la ruta que tomarían los carceleros de Adriana para atarla al poste. Sus dos compañeros de conspiración se habían ocultado juntos al otro lado del camino.
El resto de la noche transcurrió tranquila. Christine tenía que esforzarse para mantener los nervios a raya. Sabía que su papel era crítico; si la descubrían antes de poder desatarla, todo estaría perdido. Aquella preocupación la traicionó, y creyó oír el ruido de alguna alimaña que se le acercaba cosa que, por fortuna, fue una falsa alarma.
Finalmente, a pesar de las pocas ganas que Christine tenía de que llegara aquel momento, empezó a clarear. Y, a lo lejos, por el camino hacia Cipemnêfile, pudo ver las luces inconfundibles de varias antorchas. Se le aceleró el pulso y se puso en tensión, pero permaneció inmóvil.
La comitiva se le fue acercando lentamente. Christine estaba situada en un terreno que describía un leve desnivel y, salvo tres árboles sueltos que le daban una cobertura adicional, el suelo estaba despejado. Sus dos compañeros de conspiración se habían ocultado entre los primeros árboles del bosque que crecía cerca del lado opuesto del camino hacia Cipemnêfile tras el que ella se escondía.
Al cabo de unos minutos interminables, el grupo estuvo lo bastante cerca como para que, a la luz de las antorchas, Christine pudiera reconocerles. Abrían la marcha don Guzmán y uno de los soldados, que caminaba a su derecha, y algo más alejado de ambos, a la derecha del soldado y un par de pasos más atrás, avanzada don Gabriel. Tres soldados más rodeaban a Adriana, dos agarrándola cada uno de un brazo y el tercero alumbrando el camino desde atrás. Por último, ligeramente rezagado, Sebastián portaba lo que parecía ser un fardo de leña pequeño.
Todos caminaban en completo silencio; sólo se oía ruido de pasos y los leves sonidos metálicos propios de hombres que portan coraza y otras armas. A una orden seca de don Guzmán, la comitiva se detuvo. Inmediatamente, con una tranquilidad que repugnaba a Christine, dijo:
—Quitadle los grilletes y atadla al poste.
A Christine le llamó la atención que cuatro soldados, cada uno de los cuales le sacaba la cabeza a su amiga, tuvieran que rodearla y agarrarla entre varios para, simplemente, liberarle las muñecas. Entonces, se llevó la primera sorpresa. Adriana, que había caminado con docilidad en todo instante, de pronto, se debatió y retorció y quiso acercarse a su padre. Apenas pudo avanzar dos pasos antes de que la sujetasen entre los cuatro. Cuando se vio atrapada, gritó, en un tono repleto de angustia y de miedo:
—¡Padre! No tenéis la culpa de nada… Os quiero muchísimo…
Christine no quiso fijarse en la expresión de don Gabriel; de todos modos, don Guzmán, en tono seco, ordenó que la ataran de una vez. Desde aquella distancia y con poca luz, no estaba segura de la expresión que tenía Adriana, pero sí que se llevaba las manos a los ojos. La subieron a la pira y le ataron, primero, las manos a la espalda tras el poste, y luego, reforzaron las ataduras rodeándole la cintura y el pecho con nuevas sogas. Christine decidió que primero cortaría estas últimas y luego le liberaría las muñecas.
Los soldados bajaron y se situaron a los lados y detrás de don Guzmán. Iba a empezar a hablar cuando sonó la voz de Sebastián:
—Discúlpeme, señor alcalde, antes de seguir tengo que dejar este último fardo de leña.
Sin esperar permiso, avanzó y dejó el fardo cerca de don Gabriel. Mientras cogía unos cuantos troncos, menos de la mitad, y los distribuía por la pira, don Guzmán dijo:
—Es absurdo, ya había leña suficiente, pero acabad. Y rápido.
Sebastián fue soltando ramas aquí y allá, dejó unas pocas en el extremo opuesto de la pira y se entretuvo. Y gracias a la luz de su propia antorcha, Christine se dio cuenta de que miró unos instantes a Adriana, con tristeza. E incluso ella comprendió que lo hacía porque, consiguieran o no liberarla, Sebastián no la vería nunca más. No llegó a saber si su amiga le devolvió la mirada.
Cuando Sebastián, finalmente, se alejó y con disimulo se ponía detrás de uno de los soldados, sonó la voz de don Guzmán, que a aquellas alturas, a Christine sólo le inspiraba desprecio:
—A pesar de la gravedad de vuestros actos, aún estáis a tiempo de arrepentiros de todo. Si declaráis vuestro arrepentimiento, quizá Nuestro Señor Jutar tenga alguna misericordia. ¿Os arrepentís de vuestros tratos con los demonios?
Y, con la contestación de Adriana, Christine se llevó la mayor sorpresa de aquella noche. La respuesta de su amiga sonó dura, llena de odio:
—¿Arrepentirme? ¿De qué?
Calló unos instantes, y cuando Christine se dio cuenta de que se pintó el pánico en el rostro de los soldados, se temió lo peor. Adriana continuó en voz alta y deformada por una rabia que no le conocía:
—Seréis vosotros los que os arrepentiréis de esto… Que el trigo se os pudra en el campo, antes de que podáis cosecharlo. Que la lluvia y las tormentas echen a perder los cultivos. Que vuestras reses no den a luz más que retoños muertos—. Y concluyó con un grito pronunciado con todas sus fuerzas— ¡Os maldigo!
Christine se llevó una mano a la boca, para acallar un suspiro que, al final, no exhaló. Aunque no fuera dirigida a ella, aquella maldición le dio escalofríos. Su mejor amiga, la chica con la que se había criado y a la quería como a la hermana que no llegó a tener, era una bruja tan terrorífica como las que se describían en los cuentos de su madre.
El único que había mantenido una mínima compostura había sido don Guzmán, pero cuando uno de los soldados cayó al suelo dando gritos, perdió el control, y en un chillido histérico, ordenó:
—¡Quemadla! ¡Quemadla ya! ¡Ya!
Pero los soldados se hallaban en un estado de confusión tal que sólo su entrenamiento les libraba de salir huyendo. Uno de ellos no sabía si atender a su compañero caído o seguir firme. Otro había desenvainado. Don Guzmán agarró a uno de ellos y consiguió hacerlo avanzar hacia Adriana casi empujándole.
Y, al fin, se precipitó todo. A toda prisa, don Gabriel avanzó hacia la pira, revolvió los troncos que había dejado encima Sebastián y sacó una espada y una daga que éste había dejado ocultas debajo de la leña. Por supuesto, don Guzmán no habría permitido que don Gabriel, un tirador consumado, fuese armado a la ejecución, de ahí que hubieran tenido que usar aquella treta. Con la rapidez propia de los que saben esgrima, aplicó la punta de su ropera al cuello del soldado que iba a quemar a Adriana, y gritó:
—¡Parad esta locura!
Lo último que vio Christine antes de desenvainar la daga, cubrirse bien la cabeza y el rostro, y echarse a correr fue cómo Sebastián le ponía un cuchillo a otro soldado en el cuello y le alejaba un poco de allí, y cómo salían de su escondrijo los dos milicianos, apuntando a don Guzmán y al otro soldado con ballestas. Consiguió llegar rápido junto a su amiga y empezó a cortar las cuerdas mientras le susurraba:
—Adriana, soy yo, Christine. No te muevas.
Su amiga se limitó a susurrar su nombre, sorprendida. La operación de cortar las cuerdas fue más complicada de lo que se había esperado. Consiguió terminar con rapidez con las cuerdas que la sujetaban por la cintura y el pecho, pero eran muchas, y cuando llegó a las muñecas, por miedo a herir a Adriana, se puso nerviosa y se angustió porque no conseguía cortarlas al poner demasiado cuidado en no producirle arañazos a su amiga. Entretanto, oyó que don Guzmán, que había desenvainado, decía:
—Don Gabriel, esto que estáis haciendo es muy grave. Es resistencia a la autoridad, es traición. Deponed vuestra espada y aún habrá una oportunidad de que vuestra condena sea leve.
Al menos, pensó Christine, estaban todos tan centrados en la amenaza que suponían don Gabriel en actitud de combatir y los dos ballesteros, que a ellas dos no parecían hacerles caso. Se le heló la sangre en las venas cuando se dio cuenta de que el único soldado que permanecía en pie y libre, miró fugazmente hacia donde estaban y Christine juraría que la había visto. Por fortuna, apuntado por una ballesta y siendo consciente, quizá, de que arriesgaba la vida del compañero al que don Gabriel tenía inmovilizado si intentaba impedir la liberación de Adriana, se quedó quieto, protegiendo a don Guzmán.
Christine agradeció que don Gabriel respondiera, dándole más tiempo, lo que quizá fuera su intención:
—¿Traición? ¿Es traición rebelarse contra la injusticia? ¿Es traición querer salvar a un ser querido de una condena desproporcionada e injusta? Vuestra señoría ha llegado demasiado lejos en su odio y traicionaría al Rey, a mi cargo y a mi honor si dejara que esta locura llegara a su término.
Finalmente, Christine, que había decidido pararse, respirar hondo e intentarlo por otro sitio, pudo hacer un par de cortes más certeros, y liberó las manos de su amiga con una facilidad que le pareció sorprendente. De un tirón, la bajó de la pira y agarrándola de un brazo la quiso obligar a que corriera, pero ella se resistió:
—Espera… mi padre… no podemos…
Repuso con susurros muy rápidos:
—Todo esto lo ha urdido él. Si nos quedamos, le estorbaremos. Me ordenó que corriéramos.
Adriana pareció recapacitar y las dos salieron corriendo. Christine supo que don Guzmán había dicho algo, pero no lo oyó. Sin embargo, sí que fue consciente de que don Gabriel decía.
—No, don Guzmán, esto no tiene que ver con sus obligaciones, sino que es mero odio hacia mí y hacia mi hija. Zanjemos esto como gente de honor. ¡Le desafío a batirnos en duelo!
Habían parado un instante para recoger el fardo donde llevaban sus cosas, así que su amiga volvió a negarse a continuar y mascullando algo con angustia quiso deshacer el camino, pero Christine no la dejó, por muy bien que comprendiera la actitud de Adriana. Si se quedaban, si no aprovechaban todo el tiempo que don Gabriel estaba ganando para ellas, todo aquel sacrificio sería en vano.
A fuerza de tirones y de razonamientos, consiguió que corriera y, pronto, lo hicieron con ganas, ascendiendo hacia el monte. Entre la carrera, la distancia y su propia respiración, ya no pudieron oír la respuesta de don Guzmán, pero Christine habría asegurado que se oían ruidos de lucha, cada vez más lejos.
6 comentarios:
La manotada es una treta (técnica), en principio usada en Destreza Común, aunque creo que también en la Destreza Verdadera. La Destreza o Esgrima Común fue la otra escuela de esgrima española de la época, más parecida a la esgrima del resto de países europeos (la Destreza Verdadera era mucho más innovadora). La manotada consiste en desviar la espada del rival con el puño. Creo que es histórico usar guantes, como lo hace Christine, pero en todo caso, es algo que ella misma ha elegido, porque en su carácter está el ser lógica y, por tanto, prever problemas y buscarles soluciones.
Tanto en Nêmehe, como en la España del Siglo de Oro, había mucho analfabetismo. Por lo que he ido leyendo y viendo de esa época, saber leer y escribir era algo que se aprendía cuando resultaba necesario por razones profesionales. Podría ser algo parecido a, en nuestros tiempos, aprender a hablar inglés, un conocimiento adicional que podía venirte bien. Salvo que tuvieras una profesión como médico, juez, abogado u otra que te exigiera saber leer o bien, afición por aprender a leer y escribir o dinero para aprender, a lo que la mayoría de la gente llegaba era a escribir su nombre (creo que es Sancho Panza el que comenta en El Quijote que sabía escribir su nombre y nada más). Christine es una chica inteligente, pero la curandería es de transmisión oral, no es una disciplina científica como la medicina o la enfermería. Demasiado que sabe escribir, aunque con muchas dificultades.
Jutar es el dios de la religión más extendida en Nêmehe. Es un calco de la cristiana, pero carece de la importancia del cristianismo en el Siglo de Oro. Casi todo el mundo conoce los símbolos de este credo, y ya que es una contrapartida a la existencia de los demonios buena parte de la población cree en Jutar, pero su rito no está apenas institucionalizado. Existen practicantes de la religión, y templos en las ciudades más grandes (en Imessuzu no hay), pero es una institución separada completamente del poder político. Hay razones para ello, en las que no voy a entrar todavía.
Bueno… Adriana ha tenido una suerte excepcional con los dados, y habría sido capaz de hechizar casi a cualquiera. Como su poder es inconsciente, lo dirigió contra uno de los soldados, ya que son éstos, y no don Guzmán, quienes iban a ejecutar la sentencia y prender la pira. Lo más inteligente habría sido dejar fuera de combate a don Guzmán, pero, por desgracia, Adriana no es hechicera, sino bruja y no puede decidir a quién ataca. De todos modos, media parte del éxito del plan es cosa suya, porque ha causado tal confusión y desorganización entre los soldados que todo lo demás ha ido como la seda.
Christine es serena y como narro desde su punto de vista, no se ha notado mucho, pero lo ha pasado realmente mal. Ha tardado el doble del tiempo que habría sido normal en una situación sin tanta tensión, y se llegó a atascar intentando cortar la cuerda de las muñecas. Pero se ha portado. Asimismo, le fue más o menos bien a la hora de llegar corriendo sin armar demasiado escándalo. Todas estas acciones, el correr y el cortar las cuerdas han supuesto que haga unas cuantas tiradas. Con respecto al soldado que la mira fugazmente, efectivamente, Christine acierta. Saqué una tirada alta a la hora de plantearme si veían que estaban intentando liberar a Adriana, aunque quizá insuficiente teniendo en cuenta la situación. El soldado, efectivamente, se dio cuenta de que algo pasaba en la pira, pero el caso es que estaba más preocupado de la suerte de sus compañeros y de él mismo, amenazados por don Gabriel y los miembros de la conspiración, que de la chica a la que iban a quemar, que ni le iba ni le venía, en realidad. Aparte de que temería que Adriana le hiciera algo si se le acercaba. Por fortuna don Guzmán estaba muy entretenido hablando con don Gabriel, así que ni se le ocurrió mirar en esa dirección, al menos, hasta que fue demasiado tarde.
Al final, la conspiración ha sido un éxito, al menos en lo de liberar a Adriana. Lo que no sabemos es lo que va a pasar con don Gabriel y los demás. Lo dejaré para capítulos posteriores. Ahora toca cambiar de línea argumental y presentaros al quinto personaje de la historia.
Además, nuevas continuaciones tendrán que esperar a que pase el miércoles que viene, que tengo que prepararme algo muy importante. Ya contaré, ya...
Qué gran blog, Juan, paisano. Me encanta encontrar gente así... Te seguiré leyendo.
Susana
Hola Susana
Me alegro de que te guste, paisana :D .
Un saludo.
Juan.
Vaya, a Christine le ha pasado lo que a mí cuando ha visto a ese miliciano. No me fiaría un pelo, por mucho que dijera.
Bueno, pues parece que de momento todo ha salido bien. Los dados han estado del lado de la justicia. Las cosas se han desarrollado con mucha celeridad y sin problemas, aunque el rescate no ha estado exento de emoción hasta el final. Esperemos que don Gabriel salga airoso de ese duelo y ellas puedan escapar. Ha quedado todo en el aire. Y por lo que veo, después de leer tus comentarios, tendremos que esperar para saber la continuación.
Seguiré leyendo.
Un saludo.
Hola Luisa
Je, je, je, en este caso tengo disculpa para dejar las cosas en el aire. Un combate requiere tirar muchos dados, por eso estoy abusando tanto de cambiar de escenario. Si espero a tener un rato para hacerme esquemas y ver qué sale en los dados iba a estar mucho tiempo sin escribir.
Te puedo avanzar que Adriana y Christine ya han escapado, por algo de lo que me di cuenta una vez escrito todo. No sé aún el resultado del duelo que parece que se produce, pero gane quien gane, es complicado que dos chicas jóvenes y sanas, acostumbradas a moverse por el campo (Imessuzu es un pueblo pequeño) no consigan correr más rápido que soldados que visten corazas de acero. Y más si les dan cierta ventaja. Aparte, don Guzmán no cuenta con exploradores ni con la autoridad suficiente como para darles órdenes.
Lo que sí es cierto es que debería haber introducido un capítulo para contar cómo es la huida y donde se esconden. Corregiré eso en breve, a ver si este fin de semana me da tiempo a ver qué sucede con don Guzmán y compañía y adelanto algo.
Yo tampoco, ni creo que don Gabriel, acaba de fiarse de ese miliciano, pero necesita gente con desesperación. Al menos, ha cumplido su papel adecuadamente, con lo que su ofrecimiento, al parecer, fue sincero.
Un saludo y gracias por los comentarios.
Juan.
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