22 julio 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XXIV

Algo más calmada, regresó al escondite sin ninguna prisa. Sólo de pensar en que tenía que contárselo todo a su amiga se le aceleraba el pulso. Pero se lo tendría que relatar antes o después, así que mientras menos tiempo tardara, mejor para las dos. Aquella resolución perdió buena parte de su fuerza cuando trepó hacia la planicie donde se escondían y vio a Adriana sentada. Se miraron un instante y su amiga se limitó a decirle:

—¿Ya has vuelto?

Christine asintió y fue a sentarse cerca de ella. No la había vuelto a mirar, temerosa de que su amiga sospechara algo si veía la expresión que traía, pero, al parecer, ya era tarde. Adriana se sentó frente a ella, la miró muy seria y le dijo:

—Tú has hablado con alguien. ¿Qué te ha dicho?

Suspiró y, dado que ya no tenía sentido retrasarlo más, dijo:

—Sí. He hablado con mi madre… Tengo que contarte lo que ha pasado.

Y le relató con serenidad todo lo que le había transmitido su madre: cómo lo había sabido, el desarrollo del combate, el triste destino de don Gabriel y su propuesta de ir a Nêmehe. Adriana la escuchó en completo silencio y pasó de mirarla directamente a los ojos con interés a ir bajando lentamente el rostro, con una expresión ausente que apenaba mucho a Christine.

Cuando terminó su narración Adriana parecía no estar allí; no reaccionaba, miraba sin ver y tan silenciosa estaba que se diría que no respiraba. Hasta que, de pronto, negó varias veces con amargura y arrancó a llorar, contra el pecho de Christine cuando ésta quiso consolarla.

Estuvieron así largo rato. Su amiga, entre lágrimas, no dejaba de protestar, de echarse la culpa de todo o de llamar a su padre, y Christine no sabía qué decirle, cómo hacer que dejara de llorar, porque ella misma se sentía igual de sola y perdida. La amargura de Adriana terminó por contagiársele. Habían sido muchos golpes en muy poco tiempo; no se podía quitar de la cabeza el momento en que se despidió de su madre, y no pudo más. Bajó la cabeza hasta hacerla descansar sobre el hombro de su amiga y lloró. Fue un llanto muy breve, porque luchó por reprimirlo y acabó consiguiéndolo. Pero fue suficiente para aliviarla un poco, a pesar de que llorar para Christine era algo tan angustioso como vomitar y que le pasaba menos.

Y entre lágrimas, Adriana le dijo:

—No… tú no… No llores.

Se le abrazó, trató de consolarla aunque aún tenía el corazón encogido, y le repitió que ella era la culpable de todo, que lo sentía mucho. Esta vez, Christine no tuvo ánimos para decirle nada. Finalmente, Adriana la soltó y se limpió el rostro lo mejor que pudo. Luego, la miró con tristeza, lo que la hizo reaccionar y secarse las pocas lágrimas que había derramado. Y mientras se secaba las mejillas, su amiga le dijo:

—¿Qué va a ser de nosotras?

Con la mayor entereza que pudo reunir, que en aquel instante era muy poca, Christine repuso:

—Saldremos adelante.

Tras un intervalo en que se mantuvieron calladas, mirando ambas al suelo, Adriana dijo, con la voz ronca por la ira:

—Maldito don Guzmán. No tenía por qué haberos destrozado la vida a todos…

Y continuó dando gritos, de una manera que le aceleró el pulso a Christine:

—¡Maldito sea! ¡Que no quede sitio en su vida para otra cosa que no sea el dolor y el sufrimiento! ¡Que vengan los demonios y se lo lleven al infierno! ¡Maldito sea, mil veces maldito!

A Christine le daba miedo oírla hablar así, aunque no pudiera culparla. Ella no le deseaba ningún bien a don Guzmán e, incluso, reconoció que no se apenaría demasiado si le viera perderlo todo, pero se lo guardaba para sí. Sin embargo, su amiga le maldecía con unas ganas que le daban escalofríos. Lo que Christine no tardó en descubrir fue que las cosas podían ser peores. Vio cerrar los puños a Adriana y la oyó decir, en un tono repleto de odio:

—Te lo prometo. Le mataré… con mis propias manos. Le cogeré del cuello y apretaré…

Oírle pronunciar aquellas palabras ya era muy inquietante, y le volvía a inspirar la sensación de que quien tenía delante no era la misma persona a la que consideraba su mejor amiga. Pero, mientras pronunciaba la última frase, su amiga había alzado la cabeza, y miró a Christine a los ojos. Y un miedo irracional, que la tomó desprevenida, le atenazó el alma. Los ojos de Adriana desprendían un fulgor rojo tan intenso que tuvo que entrecerrar la mirada. Presa del pánico, tan asustada que le costaba respirar, retrocedió hasta aplastarse contra la pared.

Christine no había sentido nunca una sensación parecida. Era similar a lo que notó la primera vez que la vio lanzar un hechizo, pero mucho más intensa, porque aquellos ojos monstruosos estaban ahora clavados en ella. Miró un instante al suelo que había a los bordes de su escondite, y evaluó la posibilidad de bajar a toda prisa y correr. En aquellas circunstancias, si Adriana le destrozaba una pierna podía acabar muerta; no podría valerse y su compañera poco iba a ser capaz de hacer.

Pero si salía huyendo, si actuaba como los demás y la rehuía o despreciaba por su naturaleza, por algo que, realmente, no podía controlar, erigiría un muro entre las dos que quizá nunca podrían echar abajo. Y la apreciaba demasiado como para eso. Así que sacó coraje no supo de donde, continuó aguantando su mirada y el aura de odio y miedo que desprendía. Con una voz trémula que casi no le salía del cuerpo, le suplicó:

—Adriana… por favor, cálmate.

No le hizo caso, y continuó mirándola con aquellos destellos rojos intensos, que oscurecían su rostro por el contraste. Y, de pronto, cuando Christine empezaba a creer que acabaría asfixiada, aquella manifestación de brujería desapareció, y Adriana se mostró confusa un instante. Luego, la miró con un estupor que se tornó tristeza de inmediato. Christine seguía sentada contra la pared rocosa, tan apretada que parecía estar intentando atravesarla. En un tono débil, lleno de pena, le dijo:

—Christine…

Clavó en ella sus ojos negros, y Christine se lamentaría luego de no haber reaccionado antes e intentar acercarse, por mucho que la impresión por lo que había presenciado no le permitiese otra cosa que separarse ligeramente de la pared. Adriana torció el rostro en una mueca de desesperación, se cubrió los ojos con los puños y le chilló:

—¡Vete! ¡Aléjate de mí!

Se dio la vuelta con rapidez y se ocultó de su vista detrás de dos piedras grandes que había en el centro de la construcción en ruinas. Christine sabía que lo mejor, en aquel caso, era complacerla, y se puso en pie con cierto trabajo, aún conmocionada por lo que acababa de soportar. Reparó en que estaba ilesa, lo que no alcanzaba a comprender. A pesar de que le entristecía dejarla sola en vez de intentar ayudarla, era consciente de que no podía hacer nada por ella. De modo que bajó con cuidado, tratando de no hacer ruido y se encaminó al riachuelo que discurría próximo a su escondite. Sería un sitio seguro si la sorprendía alguna rata, ya que esos monstruos no soportan el agua.

Y bien escondida entre los matorrales que crecían junto al río, Christine se pasó allí todo el tiempo que pudo. Estuvo pensando, con amargura, en lo que iba a hacer. Lo primero que tuvo que aceptar era que tendría que decidirlo ella sola, ya que no podría contar con Adriana. El miedo que había pasado un rato antes le hizo albergar la idea de dejarla sola, pero se sabía incapaz de hacer algo así, porque dudaba que pudiera sobrevivir por sí misma en el estado en que se encontraba. Si habían hecho tanto por salvarla, desampararla era del todo absurdo.

No tardó en llegar a la conclusión de que deberían dirigirse a Nêmehe, y buscar la protección de la colonia dowertsch. El problema principal era cómo iban a llegar hasta allí. No se le antojaba muy prudente hacer un camino tan largo las dos solas, sobre todo si incluía el trayecto casi despoblado desde Vussinumoput hasta la capital. Aun peor sería la idea de intentar viajar en una caravana en Imquopossu, ya que era probable que don Guzmán las anduviera buscando, y ese sería uno de los primeros sitios donde miraría. Cipemnêfile y Vussinumoput estaban algo más lejos, pero quizá no lo bastante si don Guzmán tenía agentes a su disposición y ganas. Recordó, asimismo, que Adriana era una fugitiva, y que a don Guzmán le bastaba con escribir a las autoridades de las ciudades que quisiera para que las buscasen.

Estuvo un buen rato dándole vueltas a aquel problema, pero no logró hallarle una solución, entre otras cosas, porque sus pensamientos volvían una y otra vez a asimilar la idea de que no sabía cómo iba a tratar a Adriana a partir de aquel momento. Le sería imposible volver a tener con ella la confianza de antaño y lo malo era que, por mucho que intentara ocultárselo, se daría cuenta de inmediato. Le dolería advertirlo, se sentiría dolida y molesta, y ya había visto de qué manera tan monstruosa expresaba su amiga el dolor y el rencor. Y sin embargo, era consciente de que Adriana no era un monstruo, que a pesar de todo, continuaba teniendo buen corazón. Aunque Christine creyó, al principio, que le había hecho marcharse porque se había enfadado con ella, luego cayó en la cuenta de que, más bien, la había echado para no hacerle daño.

El tiempo se le pasó muy rápido, debido a que no hacía más que darle vueltas a las mismas ideas, sin sacar nada en claro. Cuando decidió regresar, empezaba a oscurecer, y no quería verse sorprendida por alguna alimaña en la negrura. Tras subir al escondite, se dirigió con cautela hacia el sitio donde se había ocultado Adriana. Se la encontró dormida, tapada con una de sus mantas, aunque con el cabello y el rostro descansando en el suelo. Optó por dejarla dormir y ella montó guardia todo el tiempo que le fue posible, hasta que, tras lo que creyó un instante, abrió los ojos y vio que había amanecido.

En los días siguientes, llegó a echar de menos el nerviosismo y el malhumor de Adriana. Con una rapidez sorprendente, después de su manifestación de brujería su amiga se había encerrado en sí misma por completo. Apenas hablaba, no quería comer y se pasaba el día entero acostada cubierta por la misma manta de la primera noche. Sólo se levantaba cuando no tenía más remedio, y bajaba y subía al escondite con una pesadez impropia de ella. Lo único que se llevaba a la boca era un odre que, antes de caer en aquel estado, se había preparado llenándolo de agua y de una quinta parte de vino, por precaución.

Christine lo intentó todo, pero no consiguió sacarla de aquel estado. Intentaba darle conversación, pero le respondía únicamente “sí” o “no”, y no siempre. Sólo una vez, dos días después del encuentro con su madre, tuvieron una conversación breve. Le había repetido que la única salida era viajar hasta Nêmehe y, una de las veces, le repuso que no se sentía con ánimos para hacerlo. Y, a continuación, le dijo:

—Vete tú sola.

Christine no fue capaz de responder, de puro asombro; fue su amiga quien prosiguió:

—La gente a quien quiero acaba muerta o en la cárcel. Márchate antes de que te pase algo malo a ti también.

Sin saber muy bien qué decirle, repuso:

—Si te quedas sola te… quiero decir, si nos separamos estamos perdidas.

—Tú eres fuerte y sabes luchar. Estaría perdida yo—. Suspiró y añadió—. Y sería lo mejor para todos.

Al decir aquello, recordó lo que le había pasado a la madre de Adriana, que, en sus últimos meses, hablaba de
la misma forma. Y se angustió. Quiso quitarle esa idea de la cabeza y le dijo, con la mejor intención:

—Por favor, no hables así. Después de todo lo que hemos hecho por ti… tienes que vivir, recuperarte…

Sorpresivamente, repuso furiosa:

—¿Y cuánto tiempo me lo vas a echar en cara? ¡Yo no os pedí que me rescataseis!

Aquella contestación desabrida la dejó helada. No pretendía reprocharle nada, sólo animarla un poco. ¿Cómo podía ser tan ingrata, después de todo lo que había pasado? Le habían dolido mucho sus palabras, pero se cuidó de no manifestarlo. Adriana, con un giro rápido se dio la vuelta, sin levantarse, para darle la espalda y se cubrió la cabeza con la manta. Lo único que acertó Christine a decirle fue, en un tono neutro fingido:

—¿Quieres decir que tendríamos que haber dejado que te quemaran?

—¡Sí!

Christine no entendía nada. Unos días atrás se lo había agradecido de corazón, y ahora le parecía mal. Se levantó para marcharse, sin nada qué decir ni ganas de hacerlo. Y entre lágrimas, la oyó decir:

—¿Por qué no entendéis que no merezco nada?

La dejó sola y se sentó donde no pudiera verla. Pasó otra tarde interminable, sin otra cosa que hacer que mirar los árboles del bosque que las guarecía y darle vueltas a todo lo que le había pasado y a lo que iba a hacer. Y, como de costumbre, no llegaba a ninguna decisión. Aunque ya empezaba a invadirla la apatía, y comenzaba a darle igual todo.

Echaba de menos Imessuzu, a su madre, a don Gabriel y, también, a Adriana o, al menos, a la manera en que se comportaba antes de todo aquello. Todo lo que había intentado para acercarse a ella, para que abandonara su ensimismamiento habían fracasado. Con tristeza, pensó que, ante un problema similar, habría ido a pedirle consejo a la propia Adriana, que era mucho más perspicaz para juzgar las emociones ajenas. Pero ya no podía contar con ella, sólo con su propia capacidad, que era muy limitada. Le costó largas horas llegar a la conclusión de que no era ingratitud sino culpa, que no había querido que la rescatasen pagando un precio tan alto.

Un bello atardecer dio paso a una noche de guardia tan aburrida como las demás. Y como siempre, Christine aguantó todo lo posible, hasta despertar agotada tras una cabezada tan breve como un suspiro. Y por primera vez desde que lo había perdido todo, sintió en toda su crudeza el desánimo. No iban a aguantar mucho más. Si Adriana mostrara más disposición, habrían tenido alguna posibilidad, pero si ella misma se sentía perdida, no podía cargar, además, con su amiga.

Fue a por las provisiones para desayunar. Tenían aún bastante queso y bizcocho, lo que era lógico ya que Adriana, que en su etapa de nerviosismo apenas comía, había pasado a un ayuno completo. Fue a ver si estaba despierta para hacer un nuevo intento de que comiera algo. Había empezado dejándole algo a su alcance, pero como no lo tocaba, optó por guardarlo para que no le cayera nada encima. Cada vez que ella comía iba a ofrecerle, pero siempre se negaba. Como, en aquel momento, estaba dormida o lo parecía, la examinó de cerca. Su aspecto era horrible. Desde siempre había sido muy coqueta y cuidaba mucho su aspecto. Así que verla con el pelo revuelto y sucio, y con la cara manchada de polvo le resultaba impropio de ella. Lo peor era que se le empezaban a marcar en el rostro muestras de su cansancio y de su ayuno.

Si Adriana seguía así era cuestión de tiempo que enfermara y que no fuera capaz de superar su mal. Pero Christine ya lo había intentado todo. Desayunó pensando en que era absurdo haber hecho tanto por salvarla, simplemente, para que su propia pena la matara. Don Guzmán, sin saberlo, quizá consiguiera su objetivo mucho antes de lo esperado. Y don Gabriel pasaría toda la vida en la cárcel, sin saber que todo había sido inútil. Aquello la enfureció. Christine deseó poder preguntarle qué hacer con Adriana. Si él estuviera allí, estaba convencida de que sería capaz de hacerla comer.

3 comentarios:

Juan dijo...

Tengo que cortar aquí, porque me ha quedado bastante largo. Sólo queda un capítulo más y termino con este “arco” de la novela.

El uso del vino como desinfectante, en el sentido de beber vino aguado, es histórico. En la Edad Media y el Siglo de Oro no te podías fiar del agua, que podía estar contaminada y provocar enfermedades. De ahí que se usara, en cierto modo, como desinfectante natural. También se aguaba el vino para evitar borracheras, que estaban extraordinariamente mal vistas en la época. No obstante, se bebía mucho más vino, en proporción, que hoy en día. Se dice que las mujeres lo bebían en mucha menor cantidad. La proporción que pongo (cuatro partes de agua por una de vino) es histórica cuando se trataba de desinfectar el agua. No sólo se aguaba el vino por razones higiénicas; se hacía también porque ciertos vinos antiguos tenían una graduación muy alta (de hasta 18 grados) y por ello se rebajaban con agua.

La pobre Christine, en su breve conversación con una Adriana al borde de la depresión, con toda candidez, le mete el dedo en la llaga. Cree sinceramente que tiene la culpa de todo lo que ha pasado, le remuerde la conciencia saber que don Gabriel y Christine lo han perdido todo por su culpa. Y su amiga, sin ninguna intención, no tiene otra cosa que recordárselo. Por eso reacciona como lo hace, con el añadido de que se arrepiente de lo que ha dicho nada más pronunciar la frase. Adriana es la más joven del grupo de protagonistas de la historia y, además, tiene un carácter, como confío en que haya quedado claro, muy inestable. Posee emociones muy fuertes y pasa de una a otra con rapidez. Un día puede estar muy alegre y al siguiente muy malhumorada o muy triste. Tiene un carácter un tanto difícil, todo lo contrario que Christine, muy equilibrada y siempre muy correcta, aunque por la mente le estén pasando otras cosas.

Tengo que recordarlo. Cuando hablo de bizcocho me refiero al pan cocido dos veces para que aguante varios meses, no a su acepción actual en España.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
He hecho un huequito para leer.
Siempre son muy interesantes las pequeñas pinceladas que nos muestras del Siglo de Oro. El vino aguado, o el agua desinfectada con un poco de vino. No me extraña, dado que el agua sería marrón en vez de transparente y a saber la cantidad de bacterias que tendría… Lo del pan cocido dos veces (bizcocho) también me ha llamado la atención. Creo que algunas marcas de pan de nuestra época han adoptado esta manera de tratar al pan para que sea súper blandito y dure más tiempo sin tener que añadir demasiados conservantes.
Respecto a Adriana y Christine, veo que va de mal en peor. Es lógico. Adriana está muy inestable, para no estarlo después de todo lo que la está ocurriendo, pero imagino que también tendrá algo que ver con esos cambios tan bruscos que experimenta el hecho de que anda por ahí, rodándola, el espíritu maligno que quiere poseerla. Christine también acusa el cansancio y la desesperación. Su paciencia se ve colmada con los arrebatos de su amiga y que encima la dan miedo. Me dan bastante pena las dos. No quisiera verme en su lugar.

Bueno, Juan, voy a seguir leyendo.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Me alegro de que hayas encontrado un huequecillo :).

Me alegro también de que te resulten interesantes las pinceladas sobre historia. Para mí está siendo muy entretenido documentarme sobre este tipo de cuestiones cotidianas, y me estoy llevando muchas sorpresas. Una de las más gordas fueron los procesos judiciales, que en esta historia no aparecen, pero en los que entré por otra. La forma en que la Inquisición llevaba a cabo un proceso judicial era muy parecida a la de nuestros procesos actuales. Cambiaba el hecho de que el juez hacía él mismo la investigación (no había investigación policial independiente), no era tan imparcial, se aceptaba la tortura como elemento de investigación, y las penas y los delitos eran diferentes. Pero había fase de instrucción, vistas orales, todo se hacía por escrito, había abogados de ambas partes, peritajes (por ejemplo, al reo se le sometía a examen médico para ver si se le podía torturar o no), testigos...

Sobre Christine y Adriana te hablo en mi respuesta al comentario del siguiente capítulo.

Un saludo.

Juan.