Retomo, después de mucho tiempo, esta pequeña novela. La primera parte del capítulo lo publiqué aquí: Capítulo XXXIV (Primera parte). La historia entera puede seguirse en la etiqueta Mundo de Cenizas.
* * * * *
Raquel,
conmovida por aquella disculpa que provenía de alguien que no era la
responsable, respondió:
—No hay nada
que perdonar, amiga. De todos modos, serviré un plato para ella también, para
que se lo lleve y cene si es su deseo.
La sonrisa y
el agradecimiento que le dedicó la mujer le resultaron muy cálidos. Tras ello,
estuvieron en silencio un rato mientras Raquel echaba el resto de las alubias y
preparaba algo más de carne. Cuando hubo terminado, se sentó y buscó un tema
para conversar con la mujer, más por cortesía que por curiosidad. La veía
ausente, y parecía muy cansada. Quizá llevase todo el día caminando y, además, aparentaba
querer mucho a su amiga, pero tenía algún problema con ella. Hubiera querido
preguntarle qué le había sucedido a su acompañante para haberse vuelto tan
huraña y por qué habían tenido que emprender solas un viaje aún más peligroso
que una travesía en galera. Se preocupó un instante pensando en si serían
fugitivas, pero algo le decía que la chica más alta no era malvada. Al final,
Raquel optó por lo más socorrido:
—No le hemos
dicho nuestros nombres. Yo me llamo Raquel y mis amigos son —dijo señalando a
cada uno— Juan y Pablo.
La aludida
inclinó ligeramente la cabeza, en señal de saludo, y respondió:
—Yo me llamo
Cassandra, y mi amiga se llama Ana.
—Nosotros
somos de Gaiphosume, salvo Pablo, que es de Itvicape, y nos dirigimos a Nêmehe;
yo voy a ver a un amigo, Juan a averiguar si le aceptarían en el ejército y
Pablo a la Universidad. ¿De dónde son vuestras mercedes y adónde se dirigen, si
no es indiscreto preguntarlo?
—Somos de
Neponwe y… no estoy segura de adónde vamos a ir.
Raquel lo
interpretó como una forma de evitar la pregunta y se sintió algo incómoda.
Entonces, Pablo intervino y le preguntó:
—Neponwe no
está lejos de Itvicape, y la he visitado alguna vez. La gente de esa ciudad
tiene un acento muy gracioso. Lo que advierto, sin ánimo de ofenderla, es que
no tiene el menor rastro de ese acento.
Raquel no
pudo evitar mirar a Pablo con aprensión. Aunque ser tan deslenguado había
funcionado bien con el encapuchado que la molestó en Imquaikmu, no sabía cómo
iba a reaccionar una mujer armada. Para su alivio, Cassandra repuso, sin
alterarse:
—Eso se debe
a que mis padres eran extranjeros, concretamente, dowertsch. Si el fuego me ha
alumbrado bien, habrá visto que soy rubia y de ojos azules.
Pablo, con
menos seguridad, insistió:
—Tampoco
habla vuestra merced como una tudesca.
—Es normal,
me he criado aquí y nunca he salido de Nêmehe.
Callaron un
rato y Pablo volvió a sobresaltar a Raquel al preguntarle.
—Le ruego a
vuestra merced que me disculpe, pero soy hombre viajado y desconfío de la gente
que no es clara, y no me gusta compartir mesa con cualquiera. Por lo que sé,
bien podrían ser vuestras mercedes fugitivas de la justicia.
A pesar de
aquella acusación, Cassandra siguió sin alterarse y dijo con serenidad:
—En
realidad, tiene vuestra merced parte de razón. Somos fugitivas, pero huimos de
un hombre muy poderoso que siempre ha sido enemigo de la familia de Ana, y con
el que me he enemistado por defenderla. Consiguió acusarla de algo muy grave y
la condenaron a morir en la hoguera; por eso hemos escapado. Y por eso mi amiga
no confía ya en nadie.
Aún
asombrada por el aplomo de Cassandra, Raquel quiso relajar la conversación y
dijo:
—Amiga
Cassandra, eso es terrible. Es una brutalidad… hace muchos años que ni a los
que colaboran con demonios se les quema. Ni que su amiga fuera una bruja.
Y cuando
Cassandra la miró de una forma muy rara, Raquel tuvo la sensación de haber
acertado sin querer. El carácter huraño de Ana, aquella sentencia… Pero era
imposible. Las quemas de brujas eran cosa del pasado, nadie moría en la
hoguera. La brujería había desaparecido, y la colaboración con demonios tenía
otras formas y se castigaba de otra manera. Sin embargo, pensó, también se
creía que la hechicería había desaparecido y ella misma era hechicera. Resolvió
intentar sonsacárselo a Cassandra, como suponía que estaba haciendo Pablo, que
prosiguió diciendo:
—Estoy de
acuerdo, amiga Cassandra, es una barbaridad, pero tranquilícese, que Neponwe ya
está lejos. El único sitio donde se emiten sentencias tan bárbaras es Imessuzu,
cuando quien comanda la milicia de la ciudad no puede pararle los pies a su
alcalde. No sé qué sería de la ciudad si ese hombre desapareciera.
La reacción
de Cassandra fue bajar la cabeza, y Raquel creyó ver regocijo en la expresión
de Pablo. Juan se limitaba a mirar con indiferencia. Entonces, Pablo concluyó:
—Realmente,
debe querer mucho a Ana para haber perdido tanto por ella. Y tiene que ser vuestra
merced muy valerosa.
Cassandra
agradeció el detalle de Pablo y volvieron a callar. Durante un tiempo, el
sonido más fuerte fue el de las hogueras. Finalmente, a Raquel se le ocurrió
cómo iba a sacarle la información a la extraña. Con toda naturalidad, dijo:
—Amigo
Pablo, ya que es vuestra merced universitario, le quiero hacer una pregunta.
¿Ha estudiado leyes o historia?
—Algo me han
enseñado, amiga Raquel, pero no demasiado. Ya sabe que mis estudios se orientan
hacia las matemáticas y la física.
—¿Conoce
buenos libros acerca de cómo eran las cosas cuando la Iglesia de Jutar
gobernaba la mayoría de los reinos?
—La verdad
es que no.
Raquel temió
que el giro que iba a darle a la conversación fuera demasiado forzado, pero si
callaba entonces, no podría volver a sacar el tema. Así que añadió:
—Pues le
recomiendo que busque alguno. Yo he leído unos cuantos en bibliotecas privadas
de Gaiphosume. Es una época histórica apasionante.
Se dio
cuenta de que Juan, por primera vez, la miraba con atención. Sin hacerle caso,
prosiguió:
—¿Sabía
vuestra merced que, al principio, la Iglesia era muy tolerante con respecto a
los tratos con los demonios? Consideraba que todos los que colaboraban con los
demonios eran víctimas de su maldad. Lo más sorprendente era que, al principio,
los cazadores de brujas tenían el propósito de localizarlas para que los
clérigos pudieran ayudarlas a comprender y controlar sus poderes, y no hicieran
daño a la gente sin quererlo. Sólo cuando aparecieron las Plagas, y la Iglesia
se volvió fanática, empezaron las torturas y las quemas.
Pablo
repuso:
—Amiga
Raquel, todo eso son supersticiones que, por suerte, están muy superadas.
—No sé qué
decirle. Hay tantos casos de brujería descritos en libros antiguos, que parece
muy difícil creer que todo fueron invenciones. Se sabía mucho de las brujas en
los tiempos en que se erigieron las Torres, pero ese conocimiento se ha
olvidado. Sólo nos ha quedado el odio de los últimos días de los reinos
teocráticos.
Hizo una
pausa y miró tanto a sus amigos como a Cassandra. Al parecer, había captado la
atención de esta última, aunque no sabía decir si era simple cortesía o que a
la extraña le interesaba el tema. Como parte de una disertación, continuó:
—El caso es
que ese odio hacia las brujas es injusto. Las brujas pueden tener buen corazón
o ser malvadas, pero no son malas por haber nacido brujas. Son, simplemente, mujeres
que tienen una sensibilidad muy aguda para todo lo referente a la magia
diabólica y que pueden utilizarla, pero sin poderla controlar en la mayor parte
de los casos. Es más, a menudo una bruja no sabe que está usando la magia para
hacer daño a los demás. Sólo cuando las manifestaciones son muy evidentes,
algunas se dan cuenta de que son ellas quienes provocan dolores o desgracias.
Cuando se
interrumpió temió por un momento que la conversación acabara ahí, ya que sus
oyentes no dijeron nada más. Raquel deseaba seguir hablando de aquel tema, para
comprobar si había acertado, pero no sabía cómo seguir haciéndolo sin parecer
que estaba impartiendo una lección. Miró a Pablo y a Juan, ansiando que alguno
se animara a conversar. Ya había perdido las esperanzas cuando Juan dijo:
—¿Sólo hay
mujeres brujas? ¿No existen los brujos?
Aliviada,
Raquel repuso:
—Leí que, a
veces, se encontraba algún hombre que manifestara brujería, pero eran casos muy
excepcionales. Normalmente, son las mujeres quienes la manifiestan. No se sabe
muy bien el motivo; hay algunas teorías sobre ello, pero ninguna es del todo
acertada.
De pronto,
en tono burlón, Pablo intervino.
—Yo creo que
el motivo, amiga Raquel, es el que comentó un profesor de la Universidad. Decía
que las mujeres suelen ser más débiles y menos espabiladas que los hombres, y
que, por ello, se dejaban seducir y tentar más por los demonios.
Raquel se
molestó por el comentario, y olvidándose de que intentaba averiguar si Ana
había manifestado signos de brujería, repuso airada:
—Pues ese
profesor de vuestra merced no sabe lo que dice. Hubo brujas muy valientes que
dedicaron su vida a combatir el mal. Y… y yo nunca pactaría con un demonio.
Pablo se rió
un poco y repuso:
—Es que
vuestra merced es de las inteligentes.
Cassandra
seguía pensativa cuando Raquel la miró para ver si la broma de mal gusto de
Pablo la había ofendido. El enfado le duró poco, y ya estaba buscando cómo
seguir hablando de brujería cuando la extraña le dijo, con la gran cortesía que
se le antojaba natural en ella:
—¿Podría
hacerle una pregunta, amiga Raquel? — Y cuando Raquel respondió
afirmativamente, prosiguió—: mi madre me contó muchas historias sobre magia y
brujería. Según las tradiciones dowertsch, los brujos necesitaban años de
aprendizaje para dominar la magia, y a la hora de hechizar a los demás, tenían
que estar concentrados y esforzarse mucho. En la tierra de mis antepasados
también hay demonios, y no hay leyendas acerca de brujas que usan la magia sin
darse cuenta. No parece lógico que un arte tan complicado pueda usarse con
tanta facilidad.
Raquel se
alegró de oír esa pregunta. Durante los juicios por brujería de la época oscura
de la Iglesia de Jutar, muchas brujas alegaban que no sabían cómo habían hecho
aquello de lo que se las acusaba, y la respuesta de los inquisidores era que
resultaba imposible utilizar la magia para dañar a la gente sin que un demonio
se la hubiera enseñado y, mucho menos, sin ser consciente de ello. Se preguntó
si Cassandra habría visto algún síntoma de brujería en su amiga Ana y al
pedirle explicaciones, ésta se hubiera defendido diciendo que no sabía cómo lo
había hecho. De todos modos, conocía la respuesta a la pregunta, y dijo:
—Dejaron
escrito los sabios que el alma humana tiene dos partes. Una de ellas, es la que
nos hace hablar, pensar, reír, sentir, movernos… Es la parte del alma que toma
las decisiones, la parte superior. La otra parte es la encargada de mover
nuestro corazón, de cuidar de nuestro cuerpo y de hacer todo aquello que nos
permite vivir pero que, si intentáramos hacer, no podríamos, porque nadie puede
controlar su corazón, por poner un ejemplo. Pues bien… confunde vuestra merced
algunas cosas. Una cosa es una hechicera y otra una bruja. Una hechicera
aprende a usar la magia, y sólo tras mucho estudio, y empleando mucha
concentración y esfuerzo, es capaz de manipular la naturaleza por medio de la
magia. Las hechiceras usan la parte superior de su alma para lanzar sus
hechizos. Las brujas utilizan la parte inferior, la parte que ningún ser humano
puede controlar porque tiene sus propias razones. La parte inferior del alma de
una bruja es la que puede sentir y utilizar la magia diabólica y por eso,
muchas de ellas ni saben que son brujas.
Se
interrumpió unos instantes y miró a los ojos a Cassandra. Comprobó que la
escuchaba con mucho interés, lo que aumentó las sospechas de Raquel. Decidió
continuar diciendo:
—Como la
parte inferior del alma es la responsable de las pasiones, del miedo, del amor,
del odio o los celos, la mayoría de las manifestaciones de brujería se producen
cuando la bruja se deja llevar por la rabia, o está aterrorizada, o la domina
la envidia. La mitad inferior del alma de una bruja, siguiendo sus emociones,
emplea algo que para ella es natural: la magia demoníaca. Y dependiendo de la
personalidad de la bruja, las manifestaciones varían. Las brujas que tienen mal
genio o un temperamento fuerte son las más fáciles de reconocer, porque cuando
liberan sus poderes lo hacen en el momento en que alguien las enfurece o asusta
mucho. Los utilizan para defenderse o expresar su odio. Las brujas más
racionales suelen ser más sutiles, ya que sujetan más sus sentimientos, pero es
su alma inferior la que se contagia de esos sentimientos y la que actúa después
de haberse dado la situación de peligro.
Y, tras
acabar, recordó algo muy curioso que había leído y no se resistió a añadir,
pasados unos instantes:
—Hay algo
muy interesante. Las brujas suelen ser rechazadas por sus vecinos desde su
niñez, aparentemente sin motivo. Es porque las almas inferiores de las personas
que no manifiestan brujería son capaces de sentir y temer la magia maligna que
acumula y libera una bruja. Eso vuelve a las brujas muy hurañas. Muchas de
ellas acaban apartándose de todo el mundo y terminan viviendo en cabañas
solitarias, en lo más recóndito de las montañas o los bosques. Pero con
respecto a sus seres queridos hay dos tipos de brujas. Las que no saben amar,
las que tienen el corazón más duro, dirigen su magia contra amigos y enemigos.
Sin embargo, la mayoría de las brujas tienen la misma capacidad de amar que
cualquiera de nosotros y son incapaces de usar la magia demoníaca contra sus
amigos o contra su familia. En los casos de brujería más fuertes, había brujas
que, aún amando a sus padres o a sus esposos, les hacían daño sin quererlo.
Eran los casos más tristes, pero eran excepcionales.
Y de pronto,
Cassandra le preguntó:
—Amiga
Raquel, ¿sabe vuestra merced si es posible distinguir a una bruja que daña a
sus seres queridos de otra que no lo hace?
Raquel se
sorprendió de la candidez que acababa de demostrar su interlocutora. Aquella
pregunta, unida a la anterior y a lo que había contado acerca de ser fugitivas,
la convenció casi del todo de que Ana era una bruja y que Cassandra trataba de
entender qué había hecho su amiga, qué le sucedía y si era seguro permanecer a
su lado. Repuso, sin estar muy convencida:
—Es difícil.
Para saber si es capaz de hechizar a personas a las que quiere, la única forma
sería sufrir en las propias carnes su magia maligna. Estar seguros de lo
contrario… no se me ocurre. Podría ser que, por muy enfadada que estuviera con
un ser querido, nunca llegara a manifestar sus poderes, o bien, que sus
allegados resultaran inmunes a su influencia maligna…
Se calló y
estuvo un rato recordando lo que había leído, pero no le vino a la cabeza
ninguna respuesta clara a la pregunta de Cassandra. La conversación terminó, y
Raquel se afanó en seguir preparando la olla podrida. Juan y Pablo hablaban
entre ellos de cosas sin importancia hasta que terminaron callando ellos
también. Y, pasado un rato, Pablo, que rebuscaba entre los fardos, dijo:
—Amiga
Raquel, no encuentro las almendras. Venga y ayúdeme a buscarlas.
Estuvo a
punto de intentar indicárselo desde allí, pero le pareció una petición rara y
prefirió hacerle caso. Su intuición fue correcta porque, nada más llegar,
situados como estaban de espaldas a Cassandra, le empezó a susurrar:
—Cassandra
miente. Ni ella ni Ana son de Nepomwe; diría que son de Imessuzu por el acento,
pero todo lo demás me lo creo.
Iba a
responder que hablarían después, por miedo a que Cassandra se diera cuenta de
que susurraban en secreto cuando oyó a Juan decir:
—Amiga
Cassandra. ¿Es vuestra merced miliciana? Lo digo por las armas que lleva.
Y le vio
levantarse y sentarse al lado de la extraña, de manera que se le hacía más
complicado estar pendiente de ellos dos. Cassandra respondió:
—Acierta
vuestra merced en que son armas de miliciano, pero debo decirle que no lo soy.
Mi madre me inculcó desde niña, influida por mi padre, que era bueno saberse
defender. Siempre fui torpe para el arco pero, a cambio, era más fuerte y
rápida que casi todas las chicas de mi edad. Por eso, conseguí que me
instruyeran en la espada ropera.
Mientras
Juan le respondía amigablemente, e iniciaba una conversación, Pablo susurró:
—Juan es más
espabilado de lo que parece. La está distrayendo. Le decía que me creo que sean
fugitivas, y después de su espléndida charla sobre brujerías y supersticiones,
pienso que cree que su amiga es una bruja de verdad.
—Es que… yo
creo que es una bruja de verdad.
—Por el amor
de Jutar… eso no es más que superstición. Sé que los cralates usan la magia,
aunque no lo creí hasta verlo, y seguro que los demonios también, pero los
seres humanos no. Habrán coincidido malas cosechas, o mal tiempo, y se han
buscado una a quien echarle la culpa.
—¿Y para qué
me cuenta esto?
—Para que
esté prevenida y no se fíe de ella. Cassandra no parece mala, pero sería mejor
que no nos inmiscuyéramos. Que coman y se vayan.
—No pensaba
que fuera de otra manera, amigo Pablo.
Pablo se
hizo con unas cuantas almendras y dijo, en voz alta:
—Aquí están,
amiga Raquel. Muchas gracias.
Mientras
Raquel volvía a su sitio junto a Cassandra, Pablo les ofreció a Juan y a la extraña,
que charlaban animadamente, alguna almendra, cosa que ambos rechazaron.
Finalmente, la conversación terminó y no hablaron mucho hasta que Raquel
anunció que ya podían empezar a cenar.