#OrigiReto2019 Promesa Rota
Este es el relato de diciembre de 2019 para el OrigiReto 2019, ¡el último del año! Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras:
http://plumakatty.blogspot.com/2018/12/origireto-creativo-edicion-2019.html
o en
http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2018/12/reto-de-escritura-2019-origireto.html
Este relato tiene 1869 palabras según https://www.contarcaracteres.com/palabras.html cumple el objetivo 21. Cuenta una historia que suceda en un parque de atracciones y contiene los objetos: 27. El Titanic.y 28. Un ascensor. La pegatina de diciembre es:
Y el resto de pegatinas, están aquí:
Aquí está el relato. Espero que os guste:
Estamos entusiasmados, a pesar de que llevamos casi media hora esperando en la cola para entrar en el parque de atracciones. El sol luce en un cielo de un azul precioso. Le digo a Zhakusta que mire arriba y mi novia contempla un rato aquella imagen espléndida. Luego, nos besamos en los labios.
Miro a la gente que nos rodea, que en vez de admirar el espectáculo que tienen sobre sus cabezas, se muestran impacientes porque la cola avanza demasiado despacio. Pienso con tristeza que para ellos, un cielo limpio es algo tan habitual que no le prestan la atención que merece. Si hubieran vivido, como nosotros dos, en cavernas cuyos techos se alzan a cientos de metros pero están cubiertas siempre por humo y cenizas, lo mirarían de otra manera. Los recuerdos de nuestra vida en el infierno, en particular de nuestro capataz, Nokkost, malvado incluso para ser un demonio, me provocan un nudo en la garganta y atraigo a Zhakusta rodeándole la cintura. Ella me abraza y me apoya la mejilla en el hombro. Me conoce tan bien que no necesita más.
—Cariño —me susurra Zhakusta—, ya hace seis meses que no nos molestan. No tendremos que volver.
—No puedo evitarlo. Y seis meses es poco tiempo.
—No dejes que el pasado te amargue. —Zhakusta se alza y nos besamos—. Vamos a cumplir uno de nuestros sueños cuando esta cola se acabe. Piensa solo en eso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Debemos de dar la imagen de ser un par de jóvenes enamorados, sobre todo porque nos besamos a menudo y nunca nos soltamos de la mano. Nos hacemos pasar por humanos veinteañeros, y nuestros disfraces son perfectos. Ninguno de los que nos precede o tenemos detrás averiguaría nunca que yo tengo trescientos cuatro años y que Zhakusta ha nacido doscientos veintiocho años atrás. Somos aún jóvenes para ser demonios de nuestra clase, en todo caso.
Al fin, llegamos a la taquilla. Pagamos las entradas y accedemos al parque de atracciones. Avanzamos de la mano un trecho, maravillándonos con el gentío que nos rodea, los letreros que anuncian los restaurantes y el precioso mapa donde se pueden ver todas las atracciones y todos los jardines y edificios que es posible visitar en el parque. Aquel iba a ser un día inolvidable.
—¡Mira, Thakubud! —me dice Zhakusta—. Hay una atracción que se llama “El Titanic”. ¡Vamos ya!
Me besa cuando asiento y tira de mí por la calle enorme y concurrida que debería llevarnos a aquella atracción. Cuando llegamos, el exterior me impresiona. Es un barco enorme, réplica en pequeño del malogrado transatlántico, que flota en un lago artificial. Pasamos media hora aguardando hasta poder entrar. Zhakusta se encarga de hacer muy agradable la espera, con sus besos y sus comentarios, que muchas veces acaban haciéndonos reír.
Mientras cruzamos la larga pasarela que lleva al barco, sin soltarnos de la mano, miro la superficie del agua. En el infierno no hay mares ni lagos, y el agua, que tiene un sabor desagradable a sales de azufre, sale de pozos en los que hay que hacer girar una manivela oxidada para conseguir un poco de agua. Aquella extensión azul es una maravilla que pocos humanos saben apreciar adecuadamente.
La atracción del Titanic es una visita al navío, en la que se han replicado detalles típicos de la época, a modo de museo, y además, se puede hablar con personas vestidas como si fueran tripulantes, camareros o pasajeros del barco. Disfrutamos mucho de aquella visita y no nos resistimos a tomarnos un par de cócteles de principios del siglo XX.
Una vez de regreso a tierra firme, nos damos un beso largo en los labios y seguimos visitando el parque de atracciones. Aquel sitio es tan maravilloso como prometían los folletos publicitarios. Había norias, montañas rusas enormes, atracciones de todo tipo, puestos para hacer puntería con rifles de aire comprimido, dardos o pelotas. Nada nos distingue de una pareja de enamorados humana, con la única excepción de que no nos hacíamos fotografías. Apenas tenemos dinero más que para alimentarnos, pagar alojamientos en hostales o habitaciones en pisos de estudiantes durante periodos muy breves de tiempo. A los demonios no nos quieren en la superficie, y vivimos cambiando constantemente de residencia para que los cazadores de demonios no nos localicen. Nos costó largos meses ahorrar lo suficiente para entrar en este parque de atracciones.
Una de las visitas más bonitas de todas es la atracción que se llamaba “Montaña tropical”. Se sube por un ascensor cuyas paredes, por el lado exterior, son de cristal, y se observa una vista fantástica del parque de atracciones al ir ascendiendo. La bajada se hace por un camino de tierra, flanqueado en ambos bordes por plantas tropicales, la mayoría de las cuales tienen un letrero con una breve explicación de sus características y zona de origen. Yo aún no leo bien la escritura humana. Zhakusta es bastante más hábil, y me lee casi todas las frases de cada cartel. Las más difíciles aún se le escapan, no obstante, puedo enterarme de casi todo. Llegará el día en que los dos podremos leerlo todo perfectamente.
Comemos un par de bocadillos en el puesto más barato que encontramos y continuamos la visita. Todo va bien hasta que, tras doblar una esquina, se me acelera el pulso. Me enfado tanto que aprieto la mano de Zhakusta con más fuerza de la que pretendía.
—¡Ay, Thakubud! Me haces daño —dice mi amada tras conseguir liberarse.
—Lo siento. ¿Has visto esa… esa barbaridad?
La atracción que tenemos delante se llama “Las minas del infierno”. ¿Cómo podían tener los humanos el valor de crear una atracción así? Las minas del infierno son el infierno de nuestro mundo, un lugar aún más desesperante y horrendo que las cavernas normales. Solo los que cometen alguna falta grave pasan temporadas en sus galerías, respirando vapores apestosos y trabajando hasta caer rendidos de cansancio. Padecí allí tres meses, cuando empecé a rebelarme contra la idea de pasar en el infierno toda mi vida. En el infierno solo hay una opinión posible: la de los gobernantes.
—Los humanos no conocen el infierno —dice Zhakusta, con tristeza por primera vez desde que estábamos en el parque—. No los culpes.
—Si ellos supieran. Es el lugar más horrible que pueda existir, ¡y estos idiotas han hecho una atracción! ¿Cómo pueden ser tan estúpidos?
—No te enfades. Por favor, vámonos.
Fui yo quien tira, por primera vez, de Zhakusta. Cuando me vuelvo para mirarla, me apena la tristeza con que me mira. Mi pareja no había conocido las minas del infierno, y por eso no había querido replicarme, en contra de su costumbre. Me detengo y le pido perdón con un abrazo que ella me devuelve. Noto que suspira un par de veces, a punto de llorar, y yo me enfurezco de nuevo, porque parece que ni siquiera tras haber escapado del infierno nos libramos de las heridas que deja una estancia allí.
Mi rabia me impide darme cuenta a tiempo de que todos los puestos de aquella calle están cerrados y que no hay transeúntes salvo cuatro individuos, vestidos de blanco, y armados que se aproximan.
—Thakubud, tenemos que irnos —me susurra mi amada.
Demasiado tarde. Nos volvemos y veo a tres individuos de blanco, parecidos a los que acaba de ver Zhakusta. Aún tenemos una carta que jugar. Abrazo a mi amada y permito que se manifestara el miedo que siento.
—Se… señores, ¿qué sucede?
—Necesitamos examinarlos —dijo uno de ellos mientras extrae un amuleto—. Solo será un momento y si no encontramos nada extraño, podrán seguir paseando.
Un grupo de cazadores de demonios solo sacaba en público un amuleto de esencia si estaban seguros de haber localizado a uno de los nuestros. Ignoraba cómo lo habían sabido, tanto como ellos desconocían que sus armas y amuletos no eran un regalo divino, sino las ayudas que los señores de los demonios les entregan en secreto para poder capturar a fugitivos como nosotros. Entonces, recordé cómo me había enfurecido ver el nombre de aquella atracción. Solo un demonio fugitivo mostraría tal indignación. Qué estúpido he sido.
El amuleto, como era de esperar, les informa de que somos una pareja de demonios. Siento sollozar a Zhakusta contra el pecho.
—No pienso volver. Te quiero. Cumple tu promesa.
—¡No lo hagas!
Zhakusta no me escucha. Le cuesta un par de segundos quitarse el disfraz y rugirle al cazador de demonios que sostiene el amuleto. Los demonios de segunda clase medimos el doble que un humano, somos puro músculo y, aparte de tener la piel roja y resistente, poseemos garras y cuernos. Aquellos humanos sienten un pánico que les hace titubear. Zhakusta ensarta al que aún sostenía el amuleto con un cuerno, lo alza y luego lo tira al suelo, herido de muerte.
Los demás empiezan a disparar. Veo como hieren a mi amada, veo saltar su sangre negra, pero es capaz de desgarrar el cuello de un segundo cazador.
Me preparo para cumplir mi promesa. Me basta desvanecerme y reaparecer en una plaza a unos quinientos metros de allí, que puedo ver perfectamente, detrás de un puesto de hamburguesas para no llamar la atención de los humanos. Una vez allí, solo tengo que correr y salir del parque.
Pero veo a Zhakusta gatear, herida por decenas de balas, tratando de matar a un cazador que acaba de alcanzarla en un brazo de un tiro muy certero. Mi vida sin ella no tiene sentido. Nos habíamos hecho una promesa antes de iniciar nuestra fuga del infierno: si descubrían o capturaban a uno de nosotros, el otro huiría sin intentar ayudarlo. Lo intento, pero soy incapaz de dejar que mataran al ser más importante de mi vida.
Rompo mi promesa. Me libro del disfraz y mato a un humano de un mordisco en la cabeza. O bien tengo menos resistencia que Zhakusta, o bien los humanos ya están prevenidos y no titubean. El caso es que me acribillan y no puedo ni acercarme a ninguno.
Cuando caigo al suelo, me disaparan varias veces más. Zhakusta yace inmóvil y deseo que haya muerto creyendo que me yo me he salvado. Un par de humanos me clavan los rifles, para comprobar si me muevo. Aún puedo hacerlo, peroe s obvio, tanto para ellos como para mí, que me estoy
muriendo. En realidad, los cazadores de demonios no quieren matarnos, solo devolvernos al infierno.
Nos niegan el derecho de buscar un futuro mejor en una tierra más amable, como ellos hacen con sus congéneres de otros países. Estúpidos humanos. Zhakusta, por evitarme el padecimiento de vivir en las minas, adonde enviaban a los fugitivos capturados, los obligó a matarla.
Mi última muestra de amor a la diablesa a quien más quería ha sido despreciar su sacrificio. Le he dado una promesa rota a cambio de su amor. Merezco la muerte, deseo la muerte.
Pero el destino tiene otros planes, y ahora entiendo que más justos para mi actitud absurda. Cierro los ojos en aquel parque de atracciones y vuelvo a abrirlos en una galería oscura y maloliente de una mina del infierno. Lo primero que veo es el rostro, lleno de felicidad, de Nokkost.
—Bienvenido, Thakubud.