EL ARTEFACTO VI
(Actualidad: año 252 de la Confederación)
Sylwester encendió una lámpara de aceite, casi a tientas, y abrió la puerta de la calle. No había nadie en el exterior, pero no era de extrañar ya que no se encontraba cerca de ningún cuartel ni punto de reunión. Los cuernos de alarma de toda la ciudad parecían haberse vuelto locos y Sylwester se vistió y dejó que su padre le ayudara a ponerse la coraza. Decidió dejarse el arco para llegar más rápido.
Había cinco plazas en Luzjda donde, en situaciones de emergencia, debían dirigirse los milicianos. Todo miliciano sabía a cuál debía acudir, y hacia su punto de reunión se apresuraba Sylwester cuando una niña de unos diez u once años salió de una casa y se le agarró a un brazo, llorando.
—¡Ayúdenos! ¡Hay monstruos en casa!
La niña tiró de él, pero Sylwester se recobró pronto de la sorpresa y entró corriendo en la vivienda antes que la chiquilla, tras haber embrazado el escudo y blandido el hacha. Se encontró a un joven de unos catorce años defendiéndose con una sartén de un zjolik, un diablillo que volaba a la altura de su cabeza e intentaba morderlo. Estaban cerca del pie de una escalera, donde yacía una mujer que parecía haberse caído de la misma. En el piso de arriba, lloraba un bebé.
Sylwester gritó con ganas e intentó partir en dos al monstruo. Todo fue muy confuso. El diablillo ascendió tras lanzar una dentellada al niño, quien le intentó dar un sartenazo. Sylwester, por miedo a alcanzar al muchacho, lanzó un golpe pésimo, pero, al menos, logró atraer hacia sí la atención del zjolik, que se aferró al escudo y se soltó para evitar el hacha de Sylwester. El bebé seguía llorando en el piso de arriba y la niña corrió hacia ellos gritando.
—¡Salve a mi hermanito!
La chiquilla le lanzó un tajo al monstruo con un cuchillo de cocina enorme. Sylwester habría querido correr escaleras arriba, pero con la coraza puesta se habría tropezado. Tuvo que desoír los gritos de la niña, que le suplicaba que se diera prisa.
Se le heló la sangre cuando vio que había otro zjolik dentro de la cuna donde el bebé lloraba. Sylwester dio un grito y salvó a aquel niño gracias a que llamó la atención del diablillo y lo forzó a atacarlo. Para evitar correr la misma suerte que la mujer que yacía al pie de la escalera, entró en el dormitorio antes de que el diablillo lo alcanzara. El precio fue que el zjolik se le agarró al antebrazo del arma y le arrancó un grito al morderle. Intentó aplastarlo con el escudo y contraatacó con un tajo bien dirigido, que su escurridizo oponente esquivó.
Sylwester se interpuso entre el niño, que seguía llorando, y el diablillo. Le dolía el antebrazo, pero el ser era demasiado débil como para inutilizárselo de un solo mordisco. El zjolik titubeó y lo amenazó abriendo la boca mientras volaba cerca del techo de la habitación. Los niños gritaban pidiendo auxilio, aunque Sylwester se tranquilizó al oír voces de adultos: vecinos que acudían en su ayuda.
El diablillo se lanzó contra él y Sylwester lo atacó con todas sus fuerzas. Por desgracia, a pesar de su escaso tamaño y fuerza, un mercenario inexperto no era rival para un zjolik. El diablillo voló bajo el escudo y le clavó los dientes en el muslo. El tajo de Sylwester falló por poco. Un hombre y una mujer entraron con cuchillos y antorchas. Aquellos diablillos eran como las fieras, así que el fuego lo forzó a huir por la ventana.
Sylwester jadeó, dolorido y debilitado. Aquella pareja le había salvado: no habría aguantado dos mordiscos más. La niña que lo había llamado entró en la habitación y se abrazó a él, sollozando, pero esta vez, de alegría.
—Ha salvado a mi hermanito.
La niña cogió en brazos al bebé e intentó confortarlo. El hombre y la mujer se quedaron en el dormitorio y Sylwester bajó cojeando. Tres personas y el niño atendían a la mujer, la madre, que se había lastimado un brazo al caer por las escaleras, pero que había recuperado la consciencia. Los dos zjolik habían entrado en el dormitorio del bebé, tras haber roto la ventana, y uno de ellos atacó a la madre cuando corría escaleras arriba. Su hijo evitó que la remataran y la niña vio a Sylwester por otra ventana y salió a pedirle ayuda.
Sylwester se fue de allí, rumbo al punto de reunión, pero se prometió que los visitaría cuando pudiese. El único problema era que, si bien las heridas que tenía no eran graves, se sentía débil. Tanto el pantalón como la manga de la camisa estaban destrozados.
Oyó un caballo al galope detrás de él y una voz que le pedía que se apartara. Logró hacerlo cojeando y vio pasar a un jinete que portaba una antorcha, camino de la misma plaza a la que él se dirigía. Cuando llegó, se encontró un buen número de milicianos y civiles, algunos jinetes que se detenían o volvían a salir corriendo y mucha confusión. Se encontró a Stanislaw y a sus compañeros en la parte oriental de la plaza. Agnieszka fue la primera en advertir su estado y se preocupó por sus heridas.
Le tuvo que contar a sus compañeros el incidente con los dos zjolik. Stanislaw lo miró.
—Cuando esto acabe, que te mire un curandero. Que te den una antorcha y no luches si no es necesario.
—Stanislaw se dirigió a los demás—. Tenemos que ir a la Casa del Consejo y examinar los alrededores. Lo único que se ha avistado son zjolik, czawronas y espectros. Parece una distracción más que un ataque. No os separéis unos de otros y atentos.
Piotr se puso a su lado mientras avanzaban por una calle iluminada por las luces provenientes de muchas ventanas. Los cuernos seguían sonando y sería difícil que alguien en Luzjda continuara durmiendo.Sylwester notó que Agnieszka le daba la antorcha a un compañero y que, a base de susurros y toques, se transmitía la orden de detenerse. La exploradora se pegó a una pared, sin hacer ruido y disparó contra una sombra oscura que había en un tejado, que se entreveía gracias al reflejo de las luces de una ventana cercana. La flecha de Agnieszka ni siquiera se acercó al ser, pero logró ahuyentarlo. Piotr le comentó que era un czawrona, una especie de ave negra con la envergadura de un hombre.
Cuando llegaron a la plaza a la que daba la fachada de la Casa del Consejo, hallaron a otros dos grupos de milicianos y a varios soldados a caballo. Stanislaw se reunió con los jefes de los otros dos grupos y, tras un rato de conversación, regresó con ellos y les pidió que lo rodearan.
—Varios espectros han intentado entrar en la Casa del Consejo, y han visto a czawronas oteando desde el cielo. Han dañado unas cuantas ventanas, pero el ataque más fuerte lo ha sufrido la casa de Justyna. Parece que ese ha sido el objetivo real de quien haya hecho esto. Es muy extraño.
A Sylwester se le hizo un nudo en la garganta. En contra de su costumbre, intervino antes de que Stanislaw les preguntara si tenían alguna duda.
—¿Han robado el artefacto?
—Que sepamos —respondió Stanislaw—, nadie ha entrado en la Casa del Consejo.
No se lo podía creer. La casa de Justyna era una vivienda típica de una persona de clase alta, pero no era identificable, como sí lo era la Casa del Consejo, para un atacante exterior. Quien estuviera detrás de aquello sabía que la casa de Justyna guardaba algo valioso y aquello no era del dominio público. En ningún momento le habían ordenado guardar el secreto, pero quizá se debiera a que era tan obvio que un miliciano inteligente lo habría hecho. Y él se lo había contado a Nadja. Aquella muchacha no habría tenido la precaución de callarse la información. Se lo habría contado a su padre, este a algunos de sus iguales y era posible que, entre ellos, hubiera algún espía de los demonios. ¡Cómo había sido tan estúpido! Había desvelado la ubicación del artefacto solo para impresionar a Nadja.
—¿Qué te pasa, Sylwester? —le preguntó Piotr.
—No es nada. ¿Qué órdenes tenemos? —preguntó Sylwester dirigiéndose a Stanislaw.
—Patrullar las calles hacia el suroeste para asegurarnos de que no quedan enemigos.
Se marcharon al tiempo que cinco jinetes llegaban a la plaza y se dirigían a la puerta de la Casa del Consejo.
Avanzaron un trecho por una calle amplia y Stanislaw les indicó que entraran en una más estrecha. Agnieszka se adelantó, seguida del jefe. A tales horas, y con los cuernos aún sonando, aquella calle desierta impresionaba a Sylwester. La exploradora regresó y tras una breve conversación con Stanislaw, les pidió a los demás que se acercaran.
—Hay un espectro en la callejuela de la derecha —les dijo el jefe—. Agnieszka y Jaroslaw darán un rodeo y le cerrarán el paso. Yo atacaré de frente. Los demás, venid detrás. Sylwester, tú no intervengas si no es necesario.
Piotr acompañó a Agnieszka y Jaroslaw, que habían atravesado a la carrera la bocacalle para que no les viera el espectro, pero se quedó apostado en la esquina. Los otros dos compañeros iban a sorprender al enemigo cruzando por una de las calles laterales.
El corazón le latió con furia a Sylwester cuando Piotr movió la antorcha y siguió a sus compañeros, detrás de Stanislaw. Su posición no era la mejor, y las antorchas de sus camaradas lo deslumbraban, pero acertó a vislumbrar una silueta rojiza que arañaba la puerta de una vivienda.
Agnieszka llegó la primera y el espectro se lanzó a por ella. Se frenó en seco e interpuso el escudo y el hacha, pero no pudo evitar un rasguño en un brazo. Jaroslaw y Stanislaw atacaron al engendro, aunque solo su jefe logró alcanzar al ser de refilón. Agnieszka había lanzado un contraataque certero; por desgracia, el ente era demasiado escurridizo.
El espectro respondió con un zarpazo a Stanislaw que se estrelló en el escudo. Agnieszka alcanzó al enemigo con un golpe débil que atrajo su atención hacia ella. Nikolai se había sumado al combate y Piotr y Sylwester decidieron no intervenir, ya que no tenían espacio.
Agnieszka detuvo el ataque del espectro y estuvo a punto de atravesarle la cabeza. Su escurridizo rival evitó el impacto por un milímetro, pero no pude evitar el hachazo terrible que le propinó Jaroslaw. Tras aquel golpe, la silueta se difuminó y se disolvió como si fuera un jirón de humo.
Tras aquello, siguieron avanzando. Sylwester se interesó por Agnieszka, pero la exploradora había sufrido un arañazo con tan poca importancia que lo único que lamentaba era que le hubieran estropeado la camisa.
Media hora después, cesaron las alarmas y Stanislaw les ordenó regresar a la Casa del Consejo. Una vez allí, su jefe se alejó para indagar y regresó con la noticia de que el ataque había sido repelido. Parte de la casa de Justyna se había incendiado, pero el fuego se controló a tiempo y los daños no eran graves. Su jefe les ordenó regresar a casa, salvo a Sylwester, al que le exigió que viera a un curandero. Agnieszka se quedó con él y le acompañó.
Por suerte, los sanadores no habían tenido que esforzarse en exceso. Los monstruos que habían atacado la ciudad eran los que los demonios solían usar para espiar u hostigar a los civiles y las tres personas que atendieron antes que a él solo tenían algunos rasguños y mordiscos. Se quedó estupefacto cuando una de las curanderas le pidió con amabilidad que se acercara. Lucía el vestido verde oscuro de una pieza, con adornos claros en las mangas y en el cuello estrecho, usual en las curanderas cawkeníes. Se acercó a la mujer intentando disimular que le había parecido preciosa.
La curandera se levantó y le sonrió. Tenía el cabello de color rubio oscuro, adornado por varias trenzas, los ojos verdes y un rostro delicado muy bello.
—¿Aparte de en el brazo y la pierna tienes más heridas? —preguntó la curandera. Sylwester respondió que no y ella le examinó el brazo—. Esto no es nada. A ver la pierna.
La joven se puso en cuclillas y le palpó la pierna. Aunque lo hizo con delicadeza, se quejó un par de veces.
—Te limpiaré el brazo, pero dejaré que se te cure solo. La pierna te la voy a sanar, para que puedas volver a casa más rápido, que tendrás que dormir algo.
La curandera lo iluminó con una sonrisa y Sylwester sintió que se ruborizaba. Miró un instante a Agnieszka y vio que arrugaba los labios como si quisiera contener la risa.
—Llevas calzones, ¿no? —dijo la curandera. Sylwester asintió en silencio—. Bájate los pantalones, por favor.
Le hizo caso mientras sentía que volvía a ruborizarse. La curandera le pareció aún más hermosa cuando le tocó el muslo con unas manos suaves y cálidas e invocó sus poderes. La herida de la pierna se le cerró del todo y, mientras se volvía a ceñir los pantalones, la curandera se puso en pie y cogió un par de cosas de una mesa. Con gran delicadeza, le subió la manga de la camisa y le limpió los rasguños.
—Ya está. Ahora vete a descansar, que te lo has ganado. —La curandera le acercó el rostro y le besó una mejilla—. Gracias a vosotros, podemos vivir tranquilos. Felices sueños.
Sylwester se alejó junto con su amiga y no pudo evitar volverse un instante para mirar de nuevo a la curandera, que atendía a un guerrero de unos treinta años que cojeaba.
—Solo te ha faltado pedirle una cita —le dijo Agnieszka con una sonrisa cuando se habían alejado lo suficiente.
—Es que… era muy guapa.
—¿Más que Laska o Nadja?
Sylwester no supo qué contestar y salieron en silencio de la plaza. Cuando entraron en una de las calles principales de Luzjda, Agnieszka suspiró.
—No es malo que te gusten tanto las chicas, y tampoco tiene nada de perverso tener aventuras sin compromiso siempre que no le rompas el corazón a ninguna chica, pero tú no vales para ir de flor en flor.
—Yo no… yo no hago esas cosas.
—Estabas enamoradísimo de Laska. Aparece esa Nadja y te pasas con ella todas las tardes. Ves a una curandera guapa y simpática y te ruborizas… Si fueras de otra manera, no pasaría nada, pero tú tardas muy poco en encapricharte de una chica y, luego, te cuesta meses olvidarla. Te van a hacer mucho daño si sigues así.
—Te equivocas conmigo.
—Ojalá encontraras a una chica que te respetara y te quisiera y que a ti también te gustase, porque eso es lo que anhelas de verdad, estoy segura. Creo que, en realidad, tienes miedo. Solo te encaprichas de mujeres con las que no tienes ninguna posibilidad porque te da miedo amar de verdad.
Sylwester calló y Agnieszka no dijo nada más sobre aquello. Por tanto, su mente se concentró en la conversación que iba tener al día siguiente con Nadja, un diálogo que quizá terminase en discusión.
*
La tarde siguiente al ataque acudió nervioso a la cita con Nadja, en el sitio acostumbrado. Tuvo que inspirar hondo al verla. Estaba más guapa que nunca. Vestía un corpiño precioso y se había adornado el cabello con una corona de flores. Llevaba en la mano izquierda una cesta de mimbre en la que adivinó una botella, pan, queso y un saquillo. Estuvo a punto de desarmarlo con la sonrisa que le dedicó y con los dos besos en las mejillas que le dio.
—Hoy he pensado en algo diferente —dijo Nadja—. Salgamos de la ciudad y nos beberemos una botella de vino de Vojotla debajo del árbol más bonito que encontremos. ¿Te gusta el plan? Di que sí.
—Me encanta el plan, pero tenemos que hablar.
—Claro que sí —le dijo mientras le enlazó un brazo con su derecha y lo hizo caminar—. Cuéntame lo que quieras mientras caminamos. ¿Qué tal anoche? Yo lo pasé fatal: las alarmas no me dejaron dormir y mi padre apostó dos guardias a la puerta de mi dormitorio. Apenas he dormido.
—Yo tuve que pelear con dos zjolik, pero estoy bien.
—¡Oh! Lo siento. ¿Causó muchos daños el ataque? ¿Hubo muchos heridos? ¿Algún muerto?
Sylwester suspiró cuando llegaron a una plaza pequeña y torcieron hacia su izquierda, camino de la puerta sur de la empalizada. Quería preguntarle a Nadja a quién le había contado que el artefacto se hallaba en la casa de Justyna, pero la chica hablaba y preguntaba con tanto entusiasmo que no veía la oportunidad.
—Lo que más sufrió fue la casa de Justyna, y de eso…
Nadja dio un grito y sintió que tiraba de él hacia el suelo. Al parecer, había tropezado. Aunque la chica acabó en el suelo, la cesta no se volcó y la botella y la comida permanecieron intactas.
—¡Ay! ¡Qué torpe soy! Ayúdame, por favor.
Sylwester la ayudó a incorporarse y le preguntó que si se había hecho daño.
—Me duele una rodilla, pero no es nada —respondió Nadja—. Cambiemos de tema. ¿Adónde me vas a llevar? Tiene que ser el sitio más bonito que conozcas, porque este vino es muy especial.
Mientras caminaban por la calle, muy concurrida, Nadja no paró de hablar del sabor y el olor del vino que iban a probar, de los secretos de su elaboración, de cómo los comerciantes lo cargaban en grandes carros y lo exportaban a los condados austanos. Su amiga tenía tantas ganas de hablar que siguió sin encontrar la oportunidad de confesarle sus sospechas, algo que, en el fondo, no tenía ganas de hacer.
Cuando llegaron a una bocacalle, Sylwester le pidió que entraran y recorrió un breve trecho. Nadja protestó con afabilidad, ansiosa por abrir el vino. Se detuvieron frente a la casa donde había luchado contra los zjolik y llamó a la puerta.
—Anoche salvé a esta familia —le dijo a su amiga—. Quiero saber si están bien.
—¿No podrías visitarlos en otro momento? —se quejó Nadja con un mohín que le resultó adorable.
Abrió la puerta la niña que le había pedido auxilio. La chiquilla abrió mucho los ojos y le dio un abrazo. Tiró de él para hacerlo entrar y lo condujo hacia su madre, que estaba sentada en una mecedora y tenía al bebé dormido en los brazos. La niña le contó entusiasmada, sin alzar la voz, quién era Sylwester.
—Acérquese, por favor, pero no haga ruido —dijo la madre en voz baja.
Sylwester acercó el rostro al bebé dormido y se sintió feliz de verlo sano y salvo. La madre estaba restablecida y le agradeció su gesta con los ojos brillándole por la emoción. Sylwester se volvió, radiante de felicidad, hacia Nadja y, por un instante, se le heló la sangre en las venas. La joven miraba al bebé y a su madre con una expresión de odio tan profunda que parecía irreal al provenir de una muchacha hermosa que tenía el cabello adornado con una corona de flores. Solo duró un instante: cuando advirtió que Sylwester la miraba, el odio se desvaneció de su rostro y le sonrió.
—Eres tan valiente… —dijo Nadja—. Te espero fuera, pero no me hagas esperar.
Sylwester intercambió un par de frases con la madre y su hija y salió de la casa. Nadja volvió a enlazarle el brazo y continuaron su camino, pero él aún tenía fresca la expresión de odio que había mostrado y se la quedó mirando, sin atreverse a preguntar.
—¿Qué pasa? —preguntó Nadja en respuesta, aflojando el paso.
—Mirabas a esa pobre mujer y a su bebé como si los odiases.
—No era a ellos. Pensaba en como aborrezco a los monstruos que asesinan a niñas inocentes. Ojalá pudiera matarlos a todos de la forma más dolorosa posible.
Sylwester se contentó con aquella explicación, pero volvió a sentirse impresionado por la manera en que Nadja había dicho aquello.
Sylwester decidió esperar a estar sentados bajo los árboles para hablar con la muchacha Salieron de Luzjda y les llevó una media hora encontrar una colina en cuya cumbre se alzaban dos robles enormes. Nadja tiró de él colina arriba, se sentó junto al tronco de la más grande y le invitó a hacer lo propio. Mientras la joven extendía un mantel pequeño que iba doblado en la cesta y ponía encima, con cuidado, el queso, el pan y el saquillo, que contenía almendras, la botella de vino y dos cuencos, Sylwester se decidió.
—¿A quién le contaste que el artefacto estaba en casa de Justyna?
—A nadie, tesoro. ¿Crees que desvelaría un secreto así?
Nadja le sonrió, pero advirtió que se había puesto muy nerviosa, algo que lo inquietó aún más.
—Sé que no lo harías con mala intención, pero no puede ser casualidad que atacaran la casa de Justyna en vez de la Casa del Consejo.
—Claro que es casualidad. Su objetivo fue la Casa del Consejo y usaron la vivienda de Justyna para crear una distracción.
—¿Cómo sabes que atacaron también la Casa del Consejo?
—M… me lo dijo mi padre, tesoro. —Sylwester la miró con desconfianza y, tras un titubeo, Nadja bajó la vista—. Está bien. Se lo conté a mi padre, ¡pero él no se lo revelaría a nadie!
—Ha tenido que hacerlo —respondió Sylwester y se puso en pie—. Recógelo todo. Llévame ante tu padre. No desconfío de él pero tengo que saber a quién se lo ha contado o quien pudo oíros hablar.
—Por favor, aún no has probado el vino —replicó Nadja mientras se ponía en pie.
Sylwester iba a insistir, pero se quedó helado. Nadja se le echó encima, lo abrazó y le dio un beso en los labios. Fue un beso largo, intenso. Cuando la chica se separó, lo miraba de tal manera que Sylwester no pudo sino abrazarla y besarla a ella de la misma forma. Separó los labios de ella y, aún abrazados, se miraron a los ojos. Era la primera vez que besaba a una mujer en los labios y le había gustado tanto que se olvidó por un instante del artefacto, de los demonios y del resto del mundo. Solo existían el rostro de Nadja y sus ojos, que clavaba en los de él.
—Te presentaré a mi padre, pero no ahora. Por favor, bebamos y disfrutemos de esta tarde tan bonita.
Reforzó sus palabras con un nuevo beso y Sylwester, ansioso por volver a sentir sus labios bajo aquellos robles, en una tarde soleada y espléndida, cedió y se sentó. No hubo más besos, pero sí mucho afecto, muchas risas y palabras dulces. El vino tenía un regusto amargo, pero buen sabor y Sylwester se lo bebió casi entero, ya que Nadja solo se llenó una vez su cuenco.
Cuando Sylwester se puso en pie para iniciar el camino de regreso, se notó mareado y le dolía el estómago, pero procuró ocultárselo a Nadja. La chica guardó todo en la cesta de mimbre, la dejó en el suelo y lo miró con intensidad. Lo besó de nuevo y, abrazada a él, lo miró.
—Tengo miedo de que decidan llevarse el artefacto a Vojotla —dijo Nadja.
—Mejor —dijo Sylwester con la lengua algo trabada—, así no atacarán más Luzjda y allí estará más seguro.
—¡No seas tonto! Solo puedes tocarlo tú. Tendrás que llevarlo, y no quiero que te vayas, quiero que estés conmigo.
Sylwester no había pensado en aquello. Conmovido por las palabras de Nadja, incapaz de confortarla, la abrazó con fuerza. Ella le reposó la barbilla en el hombro.
—Si te ordenan partir, quiero que me lo digas. Es muy importante. Prométemelo.
—Te lo prometo.
Nadja le respondió con un beso dulce en la mejilla, levantó la cesta y enlazó un brazo con el de él para regresar a la ciudad. Apenas hablaron durante el camino de vuelta, debido al mareo y al dolor de estómago de Sylwester. Estaban muy cerca de la puerta sur cuando Nadja se detuvo y lo soltó.
—Tengo que irme. ¿Podrás regresar solo a casa? Te veo raro.
—Estoy bien —mintió.
—Mañana no podremos vernos. Estaré muy ocupada, pero ven a verme al día siguiente, a la hora de siempre. ¿Vendrás?
—Pues claro —respondió Sylwester con la lengua tan trabada como si estuviera borracho.
Nadja se despidió y entró en la ciudad caminando tan rápido que parecía estar corriendo.
El viaje de vuelta a casa fue un tormento. Tenía el paso inestable de un borracho y notó que algún viandante le dedicaba miradas reprobatorias, pero aquello no era una borrachera. Además, solo había tomado una botella que ni siquiera era grande. Temió que el vino o algo de la comida estuviera en mal estado. Debería haber buscado un curandero, pero su mente nublada se dejó llevar por el instinto de regresar a su hogar.
Una vez en casa se acostó y se quedó dormido casi de inmediato. A la mañana siguiente se despertó fresco, como si el mareo y el dolor de estómago del día anterior hubieran sido un sueño. Pronto, recordó los besos de Nadja y, con un cosquilleo en la boca del estómago, suspiró arrobado por el recuerdo.