(Cuentacuentos) Aquella tarde de julio era sorprendentemente calurosa
Aquella tarde de julio era sorprendentemente calurosa. No era el mejor momento para iniciar una travesía de varios meses en un velero. O al menos, eso me parecía. En el fondo, creo que ningún momento me resultaría adecuado para irme de allí. Dejaba momentos tan queridos allí... Dejaba a Julia.
Me había ido un rato a una playa cercana al puerto, porque no me atrevía a pasar allí las largas horas que tardarían los preparativos finales. Habría sido incapaz de resistir la angustia de saber si, a pesar de todas las veces que me había rechazado, Julia vendría, al menos, a despedirme. Como temía que no iba a aparecer, me sentía más a gusto en aquella playa preciosa, de arena fina y dorada.
El sol abrasaba. Ni siquiera la cercanía del mar, cuyas olas eran lo único que rompía el silencio, refrescaba un poco el ambiente. Estaba agotado, supongo que por el calor asfixiante. Se me ocurrió una idea extraña: quedarme allí y contemplar como el barco partía sin mí; ansiaba quedarme en aquel pueblo de aquella isla. Me hubiera gustado olvidarme de mi investigación, de mi Universidad y de mi casa, enclavada en una urbe del interior. Pero sabía que era imposible.
De todos modos, me acosté. Me prometí a mí mismo que sería sólo un rato y que después regresaría al puerto. Pero me invadía un sopor tan agradable...
En esto, noté que desde el pueblo venía alguien hacia mí. No la veía demasiado bien porque mi sopor me nublaba la vista, pero algo me dijo que era Julia. Y al poco, comprobé que había acertado. Por mucho que mi corazón quisiera salírseme del pecho, no tuve fuerzas para levantarme, aunque ella me evitó el esfuerzo al sentarse a mi lado y preguntarme qué hacía allí. Como no supe qué decirle, repliqué:
- Estoy viendo los barcos pasar.
No era una frase con mucho sentido, pero tenía miedo de confesarle que estaba en aquella playa porque no quería marcharme y poner un océano entre ella y yo. Julia continuó con voz alegre:
- Pues si te quedas mucho más, el barco se irá sin ti.
Cuánto me habría gustado que pasara, me dije. Estuve unos instantes mirándola, mientras ella me sonreía y continuaba jovialmente:
- Tenías que haberte traído un sombrero. Con este calor...
Apenas la oí. Dudaba entre si sería mejor confesarle mis sentimientos, o callarme para no hacerle daño. La verdad es que no podía quedarme en la isla, y no estaba seguro de que para ella fuese agradable abandonarlo todo para venirse conmigo a la polvorienta estepa castellana. Sin embargo, decidí que lo mejor era darle la oportunidad de elegir. Así que, con las pocas fuerzas que tenía, a sabiendas de que iba a rechazarme, le abrí mi corazón; le confesé todo lo que sentía sin guardarme nada, mientras ella me miraba divertida, riéndose de vez en cuando y tratando de convencerme de que no era tan maravillosa como yo le decía.
No sé si fue el calor, o el cansancio de haber pasado la noche en vela, o mis emociones, pero me fui desvaneciendo lentamente...
Las olas seguían rompiendo en la playa, y sonando a paz. Me sentía muy cansada, casi incapaz de moverme. Pude mirarme un antebrazo y descubrí que lo tenía abrasado por el sol. Estaba muerta de sed. Creo que oí a alguien correr sobre la arena y decir algo, pero sólo prestaba atención al rugir dulce de las olas.
Estaba tan cansada...
Abrí los ojos. Dejé que la paz que nos invade a todos justo después de despertar me reconfortara. Me dolían los brazos y la espalda, quemados por el sol. Estaba convencida de que había pasado durmiendo bastante tiempo. Y recordé el barco, y a Claudio. Me levanté angustiada, pero no estaba en condiciones de levantarme. La paz que me había reconfortado desapareció. Se me arrasaron los ojos y terminé por acostarme, resignada.
Claudio había partido, y ni siquiera había ido a verlo al puerto. Y, poco a poco, lo fui comprendiendo todo. Había pasado la noche casi sin dormir, pensando en si debía o no intentar irme con él. Era un científico que había venido al pueblo desde Europa para investigar algo que nunca comprendí, y le quise desde que le vi. Pero nunca me hizo caso. Así que el día de su regreso, decidí que, por mucho miedo que tuviera a considerarme demasiado atrevida, le propondría irme con él a trabajar de criada.
Para reunir el valor suficiente y dejarlo todo, me fui a la playa que hay junto al puerto, por donde se van los barcos con destino a Europa. Me quedé dormida y soñé con que todo era al revés y era Claudio el que deseaba quedarse... quedarse por mí. Había sido un sueño tan hermoso... Me dormí en la playa, en una tarde de julio sorprendentemente calurosa, y mi mente se confundió. Me podía haber muerto, con lo malo que es dormirse a pleno sol...
Claudio se había ido.
Juan Cuquejo Mira