22 noviembre 2007

(Cuentacuentos) El camino era tan estrecho que se hacía difícil caminar erguido sin caer (y III)

Sin cambiar de postura, mirando a su torturador sin inmutarse, tomó aire, hizo acopio de valor y empezó a desvanecerse. La tranquilizó mucho ver, por un instante, la mueca de desprecio de su oponente ante aquel intento vano de fuga.

Todo sucedió en un instante. Clara sabía, mientras se desplazaba por la realidad paralela, que su perseguidor habría evaluado donde iba a detenerse en el primer salto; por algo era un experto, y contaba con ello. En el punto exacto en que se detuvo para cambiar de dirección, la rodeó una red que iba tomando forma angustiosamente rápido. Por un instante, se maravilló de la perfección de aquel hechizo y, pensó, con nostalgia, que no seguiría estudiando y que no podría llegar a ese grado de maestría. Había calculado que le haría falta menos tiempo volver a ponerse en marcha que a su perseguidor concluir su hechizo. Se cubrió la cara con las manos y volvió a moverse aterrorizada, temiendo haberse equivocado.

La red aguantó unos instantes, pero, sin tiempo para consolidarse, acabó por romperse. Clara sintió un alivio infinito. Cuando su enemigo se diera cuenta de que su red se había roto y se concentrara para evaluar su trayectoria, ella ya estaría en el mundo cotidiano, cerca de la frontera con Bámbernal y, por tanto, sólo tendría una idea vaga de su destino.

Nunca había lanzado un hechizo tan al límite de sus posibilidades. Apareció en una región pedregosa y seca, a mucha velocidad. Cayó al suelo y rodó y, esta vez, sí se hizo mucho daño. Quiso levantarse, pero le dolía todo, y estaba rota, física y emocionalmente. Se quedó tumbada y perdió el conocimiento.


* * * * *

Con gran alivio, encontró la pista que buscaba. Alguien parecía haber aparecido de pronto, haber rodado entre piedras y maleza y haberse dado un buen costalazo. Veía restos de sangre en algunas piedras, y si no hubiera sido por la maleza, la traidora se había matado. Ojalá hubiera sido así, pensó; ya tendría en su bolsillo la recompensa que le habían prometido con el mínimo esfuerzo.

Le costó un poco más seguir el rastro. Por las huellas, parecía andar cojeando, cosa que le alegró bastante. No quería volver a pasar el miedo que sintió cuando aquel demonio casi lo atrapa. En esas condiciones, la alcanzaría muy pronto. Aquello era cosa hecha.

Oyó quejidos débiles y sollozos que parecían venir de una depresión, concretamente de detrás de unos árboles. Se acercó despacio, con sigilo, y vio a una chica que se tocaba una pierna y se quejaba al pasar por algún sitio que se había golpeado. Ya no lloraba, pero parecía haberlo hecho. Jaime se sintió muy feliz; acababa con ella y listos. Estaba tan desprevenida que no se dio cuenta de que corrían hacia ella hasta que fue muy tarde. Le aplicó la punta de su espada a la garganta; antes de liquidarla tenía curiosidad por verle la cara. Y cuando ella le miró, muerta de miedo, la reconoció. Y tardó menos de un segundo en saber que aquella chica no era una traidora. No tuvo que pensar o deducir nada, fue intuición. Ella no sabía quien era él, pero él sí estaba harto de verla. Y no era para menos: era un pedazo de bombón. La veía entrar y salir de su residencia, ir de compras o de fiesta con sus amigas, pasear con su novio... La de "piropos" que le había dedicado al verla pasar. ¿Y los mandos le decían que era una traidora? ¡Ni de broma!

Le dio mucha pena. Le miraba inmóvil, con ojos suplicantes que clavaba en los suyos. Decidió que, por mucho que se le ocurrieran cientos de cosas mejores que hacerle a una tía tan buena, no era asunto suyo cuestionarse las órdenes y, encima, dejar de embolsarse la recompensa. El motivo que había movido a Oscar, el gran mago que siempre vestía de gris oscuro y torturaba a la gente, a querer eliminarla desesperadamente no era asunto suyo. ¿O sí? Había teletransportado al primer recluta que se encontró, porque él quería cerrar las fronteras con Bámbernal para que no escapara. ¿Por qué?

Y de pronto, lo supo. Maldito puerco sinvergüenza. Seguro que quería aprovecharse y ella le había plantado cara. Con dos huevos, o lo que equivalga para las chicas. Otro motivo para perseguir a una estudiante inofensiva no se le ocurría. Aún así, la recompensa era su sueldo de varios años. Dudo unos instantes, pero se decidió. Sonrió con malicia y dijo:

- Oye, bombón. Estoy buscando a una traidora a la república. ¿Has visto pasar a alguien por aquí?

Ella, al principio, le miró con cara rara y al rato, negó con la cabeza. Jaime retiró su arma, miró a su alrededor con cansancio fingido, y continuó:

- Lo más seguro -, y señaló vagamente hacia su derecha -, es que haya ido hacia allá, que es el camino más corto a Bámbernal.

Jaime podía ser pobre, pero ni era estúpido ni estaba dispuesto a cubrirles las espaldas a los viejos verdes. No estaba dispuesto a dejarse comprar, y el tal Oscar podía meterse su recompensa por donde le cupiera. De hecho, si le dejasen, habría probado un sistema para hacérsela tragar que acababa de inventarse. Le daba mucha pena dejarla allí, pero ya se la estaba jugando. Lo único que iba a hacer era irse de allí y buscarse un agujero durante cuatro o cinco horas, para dejarla llegar a Bámbernal. Ya se le ocurriría alguna excusa.

Pensó que bien se merecía un beso y un abrazo de aquel monumento por lo que estaba haciendo por ella, pero no se lo pidió, porque sería aprovecharse. La miró antes de irse y descubrió gratitud y adoración en sus ojos. Y la vio dedicarle una sonrisa divina. Ninguna chica le había mirado así nunca. Se marchó tan contento como si hubiera recibido un beso.

* * * * *

Jaime no lo supo, pero hizo por ella mucho más de lo que creyó en un principio. Oscar no se tragó sus excusas y, furioso, ordenó que lo torturasen. Por más que lo intentó, lo único que consiguió arrancarle fueron gritos de: "¡asaltacunas! ¡hijo de perra!" y otros insultos mucho peores. Jaime gritó hasta quedarse sin voz, y Oscar no llegó a comprender nunca lo de asaltacunas. Al final, analizaron sus recuerdos y como no era posible leer los pensamientos, no encontraron nada en sus palabras en contra suya, salvo haber dejado escapar a la traidora creyendo buscar a otra persona. Así que lo expulsaron del ejército, y tanto tiempo le habían torturado, que no se recuperó del todo, ni física, ni mentalmente.

Terminó convertido en un mendigo, en el barrio universitario, que era un lugar tan malo como cualquier otro para ser pordiosero. Nunca olvidó aquella sonrisa, y ansiaba volver a ver a aquella muchacha. No volvió a dedicarle "piropos" a ninguna, porque los reservaba todos para ella. Pero nunca volvió.

Pasaron los años. Jaime ya era muy anciano. Salvo él, todo fue cambiando, borrando cientos de recuerdos. La república cayó, y Carcoria recuperó la libertad. Pero a Jaime le apenó, a pesar de que la vieja república había arruinado su vida. Porque con ella morían los recuerdos de la época en que la había salvado. Porque supo que ella no iba a volver a un mundo que ya no tenía nada que ver con el de antes.

Por eso, esta vez, se resignó. La nueva república, al menos por el momento, se preocupaba de verdad por su pueblo y ya no quedaban pordioseros. Trabajadores sociales recogían a los indigentes y los llevaban a los albergues. Él siempre se había resistido, preso por el recuerdo de Clara. Pero, en esta ocasión, cuando vinieron a llevárselo con palabras amables, dejó que lo levantaran. Ella no iba a volver.


Juan Cuquejo Mira

3 comentarios:

Luz de Luna dijo...

¡Impresionante de bueno!.

Salu2.

Anónimo dijo...

Una historia muy original. Entre la guerra y el amor, donde los dos camonis terminan en uno. Esta vez fatal para el protagonsita.

Está muy bien!

Un abrazo!

Pugliesino dijo...

Y había que inventar al diablo para dar significado a nuestra presencia diría el cura. Fantástica narración y retrato que con las palabras realizas de los personajes. El tiempo sometido y la lectura agil y que atrapa en busca de un final que refleja, nos refleja con resignación el destino de quienes con la vuelta a lo cotidiano se pierden en una habitación.
Pero conservarán para siempre el sabor de aquellos momentos.
Un abrazo