—Comience vuestra señoría.
Don Guzmán, que vestía ropajes ricos y caros y venía con gola, se envaró y, dirigiéndose a Adriana, le dijo:
—Se os acusa de haber utilizado artes oscuras contra el cabo de la milicia don Carlos Méndez, como han referido él mismo y tres testigos más. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa?
Christine se quedó helada, y, rápidamente, empezó a hacer memoria acerca de las leyes y procesos judiciales. Adriana jugaba nerviosamente con los dedos y, tras un silencio muy incómodo, sin alzar apenas la vista, dijo con un hilo de voz:
—Vus… Vue… No sé cómo sucedió… Fue un accidente, vuestra señoría.
—Entonces, ¿confesáis vuestro crimen y os arrepentís de él?
Christine no sabía que debía hacer Adriana. Ésta miró unos instantes a su padre, gesto que imitó Christine, pero nada podía extraerse del rostro tenso y amargo de don Gabriel. Con voz trémula, Adriana repuso:
—Me… me arrepiento… vuestra señoría.
Don Guzmán se mostró tan satisfecho, que a Christine le causó una pésima impresión. Y no iba desencaminada. El alcalde, alzando ligeramente la voz, dijo:
—En tal caso, como consecuencia de los hechos de los que tengo conocimiento, y considerando inaplicables las razones aportadas por don Gabriel en las conversaciones que hemos mantenido previamente, y aplicando las disposiciones prevenidas en los fueros de nuestra villa, condeno a la aquí presente, Adriana Ruíz de Aranda, a morir en la hoguera por colaborar con demonios con el propósito de dañar a la población de Imessuzu. La pena será ejecutada mañana al despuntar el alba, en una pira que se levantará cerca de la segunda curva del camino hacia Cipemnêfile—. Y dirigiéndose a uno de los soldados, añadió—: Sargento, ponedle grilletes y lleváosla a la celda donde esté más aislada del exterior.
Christine, de puro estupor, tardó unos instantes en reaccionar. Sólo cuando vio que uno de los soldados sacaba unos grilletes y avanzaba hacia su amiga, acertó a decir:
—¿Me permitiría hablar vuestra señoría?
Aquella pregunta logró que don Guzmán detuviera con un gesto al soldado y que dijera:
—Hablad, Christine.
—Sin intención de ofender a vuestra señoría, creo que no se puede ejecutar una pena tan grave sin un juicio público.
—Creéis mal, amiga Christine. Los fueros de nuestra villa, que su majestad don Enrique III de Nêmehe juró respetar, previenen una serie de casos en los que se permiten procedimientos sumarísimos, que no han de ser públicos necesariamente. Uno de ellos es cuando hay evidencia constatable de colaboración con demonios, como en el caso que nos ocupa.
—Con el respeto que le debo a vuestra señoría, presencié los hechos y no creo que pueda asegurarse que Adriana colaborara conscientemente con ningún demonio.
Don Guzmán pareció algo molesto; alzó otro poco la voz, y habló algo más rápido, cuando repuso:
—Me resulta ofensiva la mera insinuación de que podría enviar a la hoguera a alguien sin motivos fundados. Sabed, Christine, que he consultado con un adivino experto quien, a la vista de las declaraciones de los testigos, y tras un sortilegio, ha confirmado el carácter demoníaco del daño sufrido por don Carlos Méndez. Por otro lado, ya que desconocéis la letra de los fueros de Imessuzu, os hago saber que don Gabriel, aquí presente y gran conocedor de nuestras leyes, ha apelado largamente a todos los resquicios jurídicos e interpretativos de los mismos para exculpar a Adriana, y en todos los casos he rechazado sus argumentos. Incluso me ha suplicado conmutar la pena de muerte por la de destierro a perpetuidad con el compromiso de renunciar a todos sus cargos y bienes y seguir la misma suerte de su hija. Lamentablemente, no puedo consentir que un ente diabólico expanda su mal por todo Nêmehe, de manera que no hay otra solución que la hoguera—. Y envarándose nuevamente concluyó—: si volvéis a dudar una sola vez más de la idoneidad de la sentencia, os condenaré por desacato y os castigaré a veinte azotes y a exponeros en el rollo durante dos días. ¿Os ha quedado claro?
Sin alterarse ni demostrar emociones, Christine repuso:
—Sí, vuestra señoría.
El alcalde, con un aire de satisfacción que repugnó a Christine, añadió:
—Eso me agrada—. Y dirigiéndose a los soldados, concluyó—: proceded, si sois tan amables.
Con el rabillo del ojo, Christine supo que Adriana le había lanzado una mirada fugaz, pero que, como casi todo el tiempo, tenía la vista perdida en algún lugar del suelo, algo más allá del sitio que ocupaba el alcalde. El soldado que llevaba los grilletes y un compañero, se le acercaron, le levantaron y juntaron ambos brazos, y cerraron los grilletes en torno a sus muñecas. Adriana ni se quejó ni se movió, con aire ausente, hasta que estuvo atada. Sólo entonces tuvo valor para mirar a su padre, y susurrar un vocablo inaudible. El dolor que embargó los ojos de don Gabriel al devolverle la mirada a su hija, le partió el corazón a Christine. Ambos, sin moverse, hicieron caso omiso de la despedida pomposa del alcalde; ella sólo tuvo ojos para ver como se llevaban a Adriana, y don Gabriel no tuvo coraje para volverse. Y siguieron así hasta que la puerta se cerró y quedaron solos.
Entonces, Christine oyó los pasos pesados de don Gabriel que, sin decir ni una palabra, se sentó de cara al fuego, en la misma silla que ella había ocupado hacía unos instantes. Si aquella situación era muy dolorosa para ella, no se podía imaginar lo que estaría pasando por la mente de don Gabriel. Se le había cerrado de nuevo el nudo en la garganta, como ya lo había hecho demasiadas veces durante aquel día terrible. No sabía qué decir ni qué hacer. Con gran esfuerzo, se volvió completamente y dijo:
—Don Gabriel… Lo siento muchísimo.
El aludido no respondió, ni siquiera con un gesto y Christine supuso que lo mejor era dejarle solo, de manera que buscó su capa, se la puso y salió de casa de su amiga. Ya no llovía, pero, aún así, se puso la capucha, para que no fuera fácil reconocerla; no deseaba hablar con nadie, únicamente estar sola e intentar asimilar que nunca más iba a ver a Adriana. Aún no se lo creía.
Habría deseado salir de las murallas, pero a la hora que era ya estaban las puertas cerradas. Así que se fue a una plaza pequeña, una en cuyo centro había un pozo, se acurrucó en la esquina más escondida y se tapó bien el rostro con la capucha. Abrazada a sus rodillas, por primera vez en mucho tiempo, deseó poder llorar, pero, en realidad, no sabía hacerlo, ya que no pensaba que arrasársele los ojos fuese llorar. Siempre le había parecido una pérdida de tiempo, y a su madre jamás le habría parecido bien. Pero deseaba que algo, lo que fuera, le aliviara la pena que sentía.
Al cabo de un rato, decidió que no era necesario preocupar a su madre, así que regresó a casa. Por fortuna, no se encontró más que a un par de transeúntes con faroles, que no le hicieron caso cuando ella pasó rápidamente a su lado bien cubierta por la capucha. Su madre la recibió con un saludo frío y casi de inmediato, se pusieron a cenar.
Durante la cena, intercambiaron alguna que otra frase intranscendente. Christine apenas probó bocado, cosa a la que su madre no dedicó interés. Sin embargo, cuando ella terminó de comer, la sorprendió diciéndole:
—Me he enterado de todo lo que ha pasado. Ni Adriana ni su padre se lo merecen. Me dan mucha pena.
Christine se emocionó al oírle decir aquello. Puede que Adriana, o cualquier otra, encontrara aquella frase demasiado fría, pero para ella representaba una de las mayores muestras de cariño y de preocupación que le había ofrecido su madre en varios años. Ella repuso de la misma manera:
—Os lo agradezco de corazón, madre.
Apenas cruzaron más frases el resto de la noche. Christine volvió a sorprenderse cuando su madre, sin habérselo pedido, le dejó en la mesa una infusión hecha con una mezcla de hierbas que a ella le encantaba. Recordó con tristeza que una vez se la había dado a probar a Adriana y la había encontrado repugnante, pero ella la disfrutó con expresión ausente, recordando todos los buenos ratos que había compartido con su mejor amiga durante aquellos años.
Le dolía mucho, pero fue consciente de que debía asistir a su ejecución, sentía que tenía que acompañarla hasta el último momento. Y fue consciente, también, de que aquella noche la pasaría en vela. Pensó, asimismo, que si tenía fuerzas, quería visitarla en su prisión, así que, cuando su madre volvió al salón, le dijo:
—Madre. Posiblemente saldré dentro de un rato.
En un tono carente de emoción, repuso:
—Muy bien.
No obstante, esperó a que su madre se acostara para salir, haciendo el menor ruido posible. Y se encaminó directamente hacia la cárcel de Imessuzu, donde tenían encerrada a Adriana. Como desde su casa, le era más cómodo bordear tres de sus paredes en vez de dar un rodeo y acceder a la puerta principal, pudo comprobar que había al menos cuatro soldados reales montando guardia, lo que le parecía un tanto excesivo. Christine pasó un buen rato intentando convencer a los dos soldados de la puerta para que le dejaran despedirse de su amiga, pero le repitieron pacientemente que tenían órdenes estrictas de no permitir el paso a nadie. Muy decepcionada, se alejó de allí y dio un paseo largo por Imessuzu. Por costumbre, pasó por delante de la casa de Adriana y se dio cuenta de que el salón de la vivienda continuaba iluminado. Así que Christine, incapaz de aceptar que iban a quemar a su mejor amiga, se dio media vuelta, regresó a la puerta de la casa, e hizo sonar con fuerza la aldaba.