20 noviembre 2007

(Cuentacuentos) El camino era tan estrecho que se hacía difícil caminar erguido sin caer (II)

La despertaron golpeando las rejas de la puerta. Se levantó rápidamente y entraron dos soldados. Uno de ellos era Felipe. La embargó la felicidad cuando le vio y, olvidándose de su situación, dio dos pasos hacia él para abrazarle. La mirada seria de su novio la detuvo, y Clara comprendió que no habría quedado muy bien abrazarse. Le dejaron unos instantes para que se enjuagara el rostro y se peinara, y se la llevaron, en completo silencio.

Recorrieron las calles que unían el barrio de la Universidad con el sector donde se aglutinaban las sedes de los ministerios. Clara miraba a Felipe y, aunque le dolía un poco no poder mostrarle cariño, le hacía gracia verlo tan serio, tan en su papel de soldado de Carcoria. Respetó la solemnidad de aquel traslado y no dijo una palabra. Al menos, al principio, porque se sintió impresionada cuando la llevaron a la sede del Ministerio de Defensa y entraron por una puerta lateral. No se atrevía a hablar en aquel edificio tan importante. El pulso se le aceleró cuando comprendió que iba a entrevistarse con un alto cargo, lo que la alegró y la asustó a la vez. La alegró porque sabía que lo que significaba aquello: que la habían creído. La asustó por la responsabilidad que tenía: debía declarar con toda exactitud para ayudar a la república. Tras un recorrido un tanto confuso, la hicieron entrar en una sala con iluminación suave y tonos oscuros y la sentaron en una mesa, con una puerta pequeña al frente y una pared desnuda a sus espaldas. La dejaron a solas, con la puerta cerrada, tanto tiempo que se sintió cada vez más inquieta.


* * * * *

El recluta temblaba como una hoja. Escondido entre los matojos, apretando con furia la empuñadura de su espada, suplicaba que aquel demonio no se fijara en él. Solía decirse que esos seres de pesadilla tenían especial predilección por los hechiceros, pero seguro que si veían a un pobre soldado aterrorizado, saltarían sobre él para divertirse. ¿Quién le habría mandado alistarse? Parecía un trabajo cómodo, seguro, fácil y bien pagado, y él, cuya familia era muy pobre, apreciaba eso. A los campos de batalla sólo enviaban a tropas experimentadas y a cuerpos de elite, mientras que a los reclutas menos cualificados, los destinaban a la seguridad, la vigilancia de las ciudades... salvo cuando tenían tan mala suerte como él.

Tras unos minutos de terror, tuvo que reconocer que no tenía derecho a protestar por su suerte. No supo si era que el demonio no le había visto, o que no le prestaba atención. El caso es que, olfateando el aire y rugiendo en su lengua, el monstruo terminó por alejarse.

* * * * *

Finalmente, se abrió la puerta y entraron tres personas: Felipe, el otro soldado que la había traído, y un hombre de aspecto sombrío. Vestía ropas muy elegantes, de todos grises oscuros, y mostraba las insignias que lo identificaban como un hechicero de alto nivel. Miró a Felipe, que no le devolvió el gesto y al hechicero. Era moreno, pero canoso, y su mirada era gélida. Dejó unos papeles sobre la mesa, que Clara no pudo ver, y sin prestarle atención, cogió uno de ellos y lo leyó un rato que a ella le pareció muy largo y la puso aún más nerviosa. De pronto, sin mirarla, con voz átona, le dijo:

- Así que viste a un grupo de magos de alto nivel, protegidos por el ejército de Carcoria, que, de noche, a escondidas, invocaban y liberaban demonios, ¿no es cierto?

Tragando saliva, con toda la firmeza que pudo, repuso:

- Sí.

El hombre sonrió y le puso delante el papel que había estado leyendo. Ella lo cogió, lo leyó y se quedó helada. Era un pasquín, escrito con la caligrafía pomposa y adornada común en Bámbernal. En tono propagandístico, acusaba a Carcoria de haber creado a los demonios para aterrorizar a sus enemigos y someter a su pueblo, e instaba a la rebelión. Seguía sujetando el papel, estupefacta, cuando su interlocutor le dijo:

- ¿Qué te prometieron los espías de Bámbernal a cambio de difundir sus mentiras? ¿Oro, joyas? ¿Cuál fue tu precio para traicionar a la república?

Miró a su interrogador con los ojos muy abiertos, atónita. Empezó a balbucear alguna excusa y, de pronto, todo el nerviosismo que acumulaba estalló. Aquello era un disparate, una locura. Se puso a gritar que era inocente, que había visto aquello de verdad y que lo primero que hizo fue decírselo a las autoridades. Al borde de un ataque de nervios, a punto de llorar de desesperación ante la impasibilidad de los tres hombres, sobre todo de Felipe, se puso en pie, se pegó a la pared y pidió que la sacasen de allí, que era inocente. Vio que Felipe se acercaba para calmarla, y siguió defendiéndose, sabiendo que su contacto le daría fuerzas.

Lo siguiente no se lo esperaba. Felipe la tiró al suelo de un bofetón. Aún se estaba preguntando qué había pasado cuando oyó a su novio gritarle con amargura.

- Yo te quería, te amaba muchísimo... ¿Cómo has podido?... ¿Cómo has podido traicionar a nuestra república?...

Sólo acertó a mirarle, con el corazón hecho pedazos; vio sus ojos arrasados, llenos de furia y de pena, y no supo qué hacer. Felipe la levantó con brusquedad y la soltó sobre su silla, que ya no estaba orientada hacia su interrogador. Clara se quedó cabizbaja, abrazándose a sí misma, demasiado impresionada para moverse o hablar. Salvo por el dolor de su mejilla, no asimilaba nada de lo que estaba sucediendo. El hechicero habló de nuevo:

- El castigo a tu crimen es la muerte.

Alzó con lentitud la mirada, buscando en los ojos fríos de su interlocutor algún signo de que no hablara en serio. Y vio a Felipe suspirar, apretar los puños y salir de allí a toda prisa, tras darle un golpe muy fuerte a la puerta. Clara comprendió que aquella era la última muestra de amor de Felipe, la mayor, la más hermosa. Aún creyéndola culpable, no había soportado perderla para siempre, y a riesgo de que lo encarcelaran, había abandonado su puesto, incapaz de seguir escuchando. Aquello la hundió mucho más que su sentencia. Agachó la cabeza de nuevo, pero sólo se le escapó una lágrima. Mientras, su torturador sonreía.

Estuvieron callados un rato. Al final, el hechicero pidió al otro soldado que los dejaran solas, y volvieron a sumirse en un silencio que pretendía ser tenso, pero que a Clara, desecha y resignada, ya no le inquietaba. No le miraba, aún bloqueada, sintiendo como toda su vida se había desmoronado en un instante. Entonces, su interlocutor, con frialdad, dijo:

- Pobre chiquilla. Sé que eres inocente, pero no puedo dejarte vivir... por el bien de la república. Lo comprendes, ¿no?

Clara, aún dándose consuelo a sí misma, lo miró fijamente a los ojos. Aquel hombre siniestro sostuvo su mirada y dijo:

- En realidad, Bámbernal tiene razón. Los demonios son una creación del ejército de la república, con la colaboración del colegio oficial de hechiceros. Lo que viste no tuvo nada que ver con una conspiración contra Carcoria.

La muchacha estaba aún más confusa que antes. No bajó la mirada; apenas se movía salvo para respirar.

- Comprende que nadie puede saberlo. Si lo hacemos público, el gobierno tendrá que abrir una investigación y podría descubrirse todo. Por eso debes desaparecer. No dudo que intentarías guardar el secreto, pero es demasiado arriesgado; podrías insinuar algo que un espía o un traidor pudiera reconocer. Lo comprendes, ¿verdad?

Aquellas palabras, llenas de ironía, la hicieron entender lo corrupta que se había vuelvo Carcoria. Los demonios mataban a mucha gente; civiles, soldados... La república prometía defender al pueblo de ellos, derrotarlos... En eso, el hombre dijo:

- Tu novio, Felipe, defendió tu inocencia durante horas. Nos costó trabajo, pero al final tuvo que rendirse ante las pruebas falsas que le enseñamos. Fue una suerte para él, porque si hubiera seguido insistiendo en tu inocencia, habríamos tenido que ejecutarlo también. Solemos volver a los seres queridos contra los traidores; así se evitan las venganzas, que son desagradables para la república.

Y cuando evocó el dolor de los ojos de Felipe, se enfureció. Y decidió que tenía que hacer algo. Pero, ¿cómo escapar de allí? Sin haberse movido ni un ápice, se puso a analizar a su oponente. Un hechicero de alto rango, malvado, seguro de su poder, que disfrutaba con aquella tortura... dado a subestimar a sus víctimas. Y se le ocurrió cómo usar eso en su favor. Pero necesitaba tiempo. Con los ojos aún clavados en él, fue sincera al preguntar:

- ¿Por qué?

Entrecerrando los ojos, el hechicero repuso.

- ¿Por qué que?

- ¿Por qué la república crea a un enemigo para luego luchar contra él?

Cuando le vio recostarse con la satisfacción reflejada en su mirada, Clara supo que había acertado.

- Es una historia muy larga. Cuando derrocamos al rey y fundamos la democracia, al principio todo fue bien. Luego, surgió el problema de cómo controlar a un pueblo en el que residía el poder. Mantener un estado de esa forma es casi imposible o, al menos, nos resultó imposible. Comenzamos creando leyes estúpidas, que sancionaban aspectos absurdos y siendo muy benévolos con los maleantes, que nuestra propia política creaba. La idea era que el pueblo viera al gobierno como el único que podía protegerles y, a la vez, conseguir encarcelar a cualquiera que incumpliese cualquier extraño reglamento. Aquello funcionó un tiempo, pero el pueblo se dio cuenta de esa jugada y se rebeló. Así que necesitábamos un enemigo más insidioso y temible que los maleantes, en su mayoría, gente pobre y desesperada... Ya conoces el resto.

Clara apenas le había escuchado. Calculaba a toda velocidad y tuvo que agradecer todas las matemáticas que había aprendido. Era imposible superar a su oponente, ni en rapidez ni en precisión en el uso de la magia. Pero podía intentar algo que pareciera previsible y que no lo fuera. Pensando en Felipe, en sacarlo de algún apuro, había practicado mucho como encadenar trayectos en la realidad paralela a la que iban los magos cuando se teletransportaban. Apenas se estudiaba en clase, pero era una generalización trivial. La única limitación de aquel hechicero formidable sería una propia de cualquier persona: los tiempos de reacción. Desde ver algo hasta poder reaccionar, pasa un tiempo, que los hechiceros conocen. Había estado calculando lo que tardaría en cambiar de trayecto en la realidad paralela en función de la distancia que pretendía recorrer y creía que, por muy poco, podría hacerlo antes de que su oponente pudiera atraparla. Era arriesgado, pero no tenía nada que perder.

(CONTINUARÁ)


Juan Cuquejo Mira


1 comentario:

Anónimo dijo...

Quiero más!!!!! Quiero mucho más!!!! Quiero saber que pasa, que no pasa... Quiero, quiero, quiero!!!!

Me tienes enganchada del todo!!

Besines de todos los sabores y abrazos de todos los colores.