25 marzo 2011

Mundo de cenizas. Capítulo XIII

Christine le miró con la misma cara que habría puesto si le hubiesen hablado en una lengua desconocida:

—No le entiendo, don Gabriel.

—¿Lucharías por ella?

Le miró sin ser capaz de ocultar su asombro, que se incrementó cuando vio en el rostro de don Gabriel una sonrisa muy leve:

—Que bien te conoce mi hija. Eres muy inocente, querida Christine. ¿Piensas que estoy afilando todas las armas que tengo porque me entretiene hacerlo? No voy a consentir que me quiten también a mi hija. O me matarán primero, o mataré a don Guzmán, pero no me voy a quedar aquí esperando.

Christine se asustó bastante, aunque su semblante mantuviese la serenidad de siempre. Pero no era una mujer fácil de ahuyentar, y el simple hecho de imaginarse intentando interceder por su amiga aliviaba el dolor que sentía, así que repuso:

—Sí, don Gabriel, lucharía… pero… he intentado visitarla en la cárcel. Hay, al menos, cuatro soldados custodiándola, y nosotros sólo somos dos.

—No, de la cárcel no vamos a poderla sacar, pero hay un momento mucho más propicio. Aparte de por su impaciencia y su odio, hay otro motivo por el cual don Guzmán quiere ejecutar la sentencia tan pronto. No quiere que tengamos tiempo para reaccionar, y desea que Imessuzu no sepa lo que ha pasado hasta después de haberla quemado. Sabe que la mayoría de la gente de bien de nuestro pueblo se horrorizaría al ver cómo queman a una niña de diecisiete años que no le ha hecho mal a nadie. Sólo a un miliciano que atacaba a su mejor amiga. Don Guzmán no desea enemistarse con el pueblo. Por eso ejecutará la sentencia al despuntar el alba y lo más lejos posible de la villa, para que casi nadie la pueda presenciar y para que cuando el pueblo sepa lo sucedido, ya no pueda hacer nada. Allí será mucho más fácil liberarla.

Christine no veía de qué forma iban a poder liberarla los dos solos, ya que don Guzmán se llevaría, probablemente a tres o cuatro soldados como escolta. Sin embargo, calló unos instantes, lo que dio tiempo a don Gabriel a dejar de nuevo la espada en la mesa, mirarla y decirle:

—Christine, tienes que saber algo. La condena de Adriana es injusta, pero es conforme a los fueros que rigen Imessuzu. Si participas en su liberación, quebrantarás la ley. ¿Estás dispuesta a ayudarme a pesar de ello?

Eso era algo que ya sabía cuando se declaró dispuesta a luchar por Adriana, y no pensaba echarse atrás, así que no dudó en responder:

—Lo estoy, don Gabriel.

—Bien. Entonces serás tú quien se encargará de liberarla cuando llegue el momento. Eres la más indicada para ello. Tendrás que hacerlo justo cuando esté atada en el poste. Si lo intentamos antes, le pondrán un cuchillo en la garganta y no habrá nada que podamos hacer. Es muy cruel esperar hasta el final, pero para quemarla le quitarán los grilletes y la atarán con cuerdas, que podrás cortar con un puñal. Nosotros armaremos bastante revuelo, pero aún así, deberás ser sigilosa, liberarla lo antes posible y alejarla de Imessuzu lo más rápido que puedas. Echaos al monte, bien cerca de la línea de Torres. Tengo la esperanza, querida Christine, de que si eres lo bastante discreta, no podrán demostrar que hayas tenido nada que ver y te será posible regresar a tu casa sin mayores complicaciones, una vez que la dejes a salvo.

Christine repuso afirmativamente con un gesto de la cabeza, y reprimió las ganas de preguntar muchas cosas. Tras unos instantes en los que sólo era audible el trabajo de don Gabriel, el hombre dejó por enésima vez la espada en la mesa, se levantó y, caminando hacia la puerta, dijo:

—Si me disculpas…

Christine, que conocía el carácter de don Gabriel, se dio cuenta de que aquella noche estaba más despistado y distraído que nunca. No era propio de él cambiar de opinión a menudo, por ello, le llamó la atención que su anfitrión se parara y le dijera:

—O mejor, ven conmigo. A lo mejor me das suerte.

Obedeció al instante, deseosa de saber adónde iban a ir. Pero lo único que hizo don Gabriel fue abrir la puerta, pararse en medio de la calle y mirar al cielo. Christine hizo lo propio, y vio que las estrellas brillaban con fuerza en una noche despejada. Comprendió lo que sucedía justo antes de que don Gabriel pronunciara una maldición y añadiera con amargura:

—Tantos días lloviendo y tenía que despejarse hoy.

Sin más, volvieron a entrar y don Gabriel le pidió que se quedara allí con él. Estaba esperando una visita y, en función de la información que le trajera, terminaría de trazar el plan con que iban a liberar a Adriana. Ambos volvieron a sentarse en los mismos sitios, y callaron durante largo rato, ensimismados en sus propios recuerdos. Christine empezó a sentirse adormilada, pero luchó contra su sopor. Sin más preámbulos, don Gabriel, que ya había terminado con las dos espadas y se afanaba en examinar la ballesta, dijo:

—Quiero hacerte una pregunta, aunque no sé si te acordarás de aquello.

Por toda respuesta, le miró con interés, y don Gabriel comenzó a decir:

—Hace casi un año, Adriana amaneció perfectamente y cuando regresó, más tarde de lo habitual, lo hizo con un corte en el labio y con el ojo izquierdo amoratado, como si le hubieran dado un buen puñetazo dos o tres días atrás. No me contó ni quién le pegó, ni quien la trató para que curase tan rápido. Dime, Christine, la curaste tú, ¿verdad?

Christine recordaba perfectamente aquel suceso. No la había visto en todo el día, y justo cuando salió un momento de casa, al atardecer, la abordó, cubierta con una capucha y muy apurada. Le preguntó si su madre podría ayudarla sin decirle nada a nadie, cosa que Christine no podía prometerle. Se preocupó y tuvo que insistir un par de veces para que su amiga le contara qué sucedía. Al final, Adriana se la llevó a un sitio donde no pudieran verlas y se abrió la capa y se quitó la capucha. Tenía la ropa sucia y revuelta, un labio cortado y aún con un poco de sangre y un ojo hinchado. Le contó que se había caído, y que pensó que estaba bien, pero que le empezó a doler un ojo, a hinchársele, y no quería preocupar a su padre, por eso no quería que se enterase de nada.

Aquello le pareció inverosímil a Christine, y empezó a preguntarle que quién le había pegado y Adriana, a insistir que no había sido eso, que se había tropezado en el campo y se había caído. Hasta que para sorpresa de Christine, volvió a cubrirse y le espetó:

—Si no puedes ayudarme, no lo hagas.

Y se alejó. No quiso que acabaran peleadas por aquello, así que la detuvo y le dijo que haría todo lo que pudiese, porque su madre exigiría que don Gabriel estuviera al tanto. Fue entonces cuando lanzó por primera vez un hechizo en su presencia. No le había ocultado nunca que usara la magia, pero procuraba no emplear sus poderes en público. No consiguió curarla del todo, pero, al menos, le rebajó casi toda la hinchazón del ojo. Recordó con afecto la expresión maravillada con que la miraba mientras la curaba, y como se pasó varios días preguntándole sobre magia. Le resultó muy amargo recordarla deseando saber hacer ese tipo de cosas, preguntándole una y otra vez cómo podía aprender.

Ya no tenía sentido resistirse o negar nada, así que lo reconoció:

—Sí, don Gabriel, fui yo. Mi madre no le mintió.

Christine sabía que don Gabriel fue a preguntarle a su madre si le había curado unos golpes a Adriana, porque ella, a su vez, se lo comentó extrañada. Para no dejar morir la conversación, y evitar así quedarse dormida, le dijo:

—Lo que no comprendí nunca, don Gabriel, es por qué protegió a su atacante. Pensé que a vuestra merced sí se lo habría contado.

—Yo sí lo comprendo, querida Christine. No quería causarnos problemas. Sé sincera; si hubieras sabido quién fue, habrías ido a pedirle explicaciones, ¿no? A mí no me contó nada, insistió en la absurda mentira de que se había caído hasta que fue consciente de que no la creía, y pasó a decir que no podía decírmelo, a decirme enfadada que no era asunto mío… Me habría metido en problemas si hubiera castigado a la miliciana de la que sospeché sin más prueba que la declaración de mi hija. Don Guzmán siempre ha utilizado cualquier cosa contra mí, pero a mí me habría dado igual. Sé que nunca han querido a Adriana, y no tenía más remedio que soportarlo, pero que la molieran a golpes, eso no iba a consentirlo. Por fortuna, conozco a mucha gente, y aunque nadie quería delatar al agresor, fui eliminando sospechosos y sigo convencido de que todo fue cosa de Antonia, una miliciana que tiene fama de pendenciera, y que sólo es valiente con las chicas. Así que un día que Antonia tenía servicio, hice formar a los milicianos antes de asignarles sus tareas de aquella jornada, y les dije que alguien había atacado a mi hija, que no estaba dispuesto a que ese tipo de cosas continuaran pasando, y que si volvía a suceder, castigaría a la milicia por ser incapaz de mantener la paz en Imessuzu. Creo que acerté, porque no volvió a repetirse.

La verdad era que Christine, de haberlo sabido, quizá habría tenido algo más que palabras con aquella tipa, casi tan alta como ella y muy corpulenta, sobre todo si se mostraba orgullosa y arrogante, como sería probable. Lo que decía don Gabriel era muy razonable. Se preguntó por qué le era tan difícil comprender las emociones de los demás, con lo fácil que parecía serlo para el resto de la gente.

Don Gabriel concluyó en un tono amargo de nuevo:

—Para mi hija, sus seres queridos son más importantes que sus deseos de venganza o su ira. ¿Crees que a una niña así se la puede acusar de colaborar con los demonios?— Y, entrecerrando los ojos con furia, añadió—: don Guzmán se arrepentirá de haber nacido.

Y volvieron a quedarse callados, pero esta vez mucho más tiempo. Christine quiso evitarlo, pero el sueño la fue venciendo poco a poco. Saber que había alguna esperanza para su amiga la había tranquilizado lo suficiente. Así que cerró los ojos…

Y tras lo que había parecido un suspiro, oyó golpes fuertes en la puerta de la casa. Don Gabriel se apresuró a abrir y Christine reparó en que se había quedado dormida un buen rato en la silla. Se desperezó y se llevó una sorpresa cuando vio entrar apresuradamente a un muchacho joven y no muy alto que, sin haberla visto, hablaba en tono apresurado, aunque alegre, con su anfitrión:

—¡Lo tenemos, don Gabriel! Don Guzmán se hará acompañar de seis soldados, después de mucho porfiar con el sargento mayor del cuartel. La buena noticia es que ha pedido voluntarios, porque muy pocos quieren verse envueltos en esta salvajada, y mi cuñado y su amigo se han presentado. O sea, que en la práctica…

Calló preocupado al ver a Christine, que se había acercado un poco, pero don Gabriel intercedió:

—No temáis, amigo, está de nuestro lado.

Christine, adormilada aún, tuvo que hacer un esfuerzo para recordar al muchacho que la miraba sonriente. Se llevó una sorpresa cuando recordó tantas veces como había acompañado a Adriana, los días de mercado. Aquel chico se llamaba Sebastián, y era quien le vendía a su amiga las hortalizas que luego cocinaba para la cena que compartían su padre y ella. Siempre había tratado a Adriana con mucha simpatía, y más de una vez conseguía hacerla reír, lo que era muy poco habitual en su trato con el resto de Imessuzu.

El único problema era que aquel muchacho no era el más indicado para enfrentarse a un soldado. Apenas un dedo más alto que Adriana, era de constitución frágil y, por lo que ella sabía, carecía de entrenamiento o conocimientos de Destreza. Pero allí estaba, metido en una conspiración para salvar la vida de su amiga. Sebastián la sacó de sus pensamientos.

—Me alegro mucho de contar con la ayuda de vuestra merced. Me resultaba extraño que la única amiga de Adriana se quedara sin hacer nada.

Don Gabriel, impaciente, le pidió que continuara con lo que venía diciendo, con lo cual, Sebastián prosiguió:

—Mi cuñado y su amigo ya se han tomado las hierbas tóxicas que me dio María Teresa, de modo que dentro de un par de horas estarán malísimos y don Guzmán tendrá que conformarse con cuatro soldados. Y dado que yo tendré al más bajito con un cuchillo en la garganta, quedan tres… y don Guzmán, para el resto—. Y, radiante, concluyó—. Vamos a lograrlo, don Gabriel.

Don Gabriel no dijo nada, pero Christine, preguntó:

—¿Qué tipo de hierbas se han tomado?

Sebastián le empezó a decir nombres de varias hierbas tóxicas, aunque de efectos leves, bastante populares en la tradición, aunque no combinadas de esa forma. Por primera vez desde que se habían llevado a Adriana, Christine sonrió sinceramente y dijo:

—Se van a pasar el día entero vomitando y con dolor de estómago… No entiendo por qué tomarse esas molestias por una desconocida, pero me alegro y se lo agradezco.

—Comprenda, vuestra merced, que mi cuñada tiene la misma edad que Adriana, y al marido de mi hermana le inquieta que don Guzmán esté llegando tan lejos, y a ambos les horroriza la idea de que se produzca una ejecución tan espantosa… hacía mucho tiempo que eso se creía olvidado. No pueden simplemente desobedecer… pero si enferman… es algo por lo que no les pueden castigar, ni el sargento mayor, que tampoco quiere enemistarse con el pueblo, va a ponerse a investigar.

Y dirigiéndose de nuevo a don Gabriel, dijo:

—Ya he terminado de ayudar con el transporte de leña seca de modo que, si vuestra merced lo considera oportuno, puedo llevarme ya la daga y vuestras armas.

Mientras don Gabriel asentía, se encaminaba al armario, lo abría y seleccionaba una de las varias dagas que tenía, Christine recordó que una vez, Adriana le había confesado una sospecha. Estaba convencida de que le gustaba a Sebastián, porque era muy raro que la tratase tan bien. Y a ella le agradaba su amabilidad, pero le daba pena porque le parecía un chico muy feo, cosa en lo que Christine estaba de acuerdo. Pero en aquel momento, siendo consciente de que iba a arriesgar la vida por su amiga, comprendió que había más, y que Sebastián hacía todo aquello por amor. Pensó que el mundo era injusto, al darle un cuerpo tan débil y poco agraciado a la persona noble y valiente que se escondía tras la apariencia de un muchacho al que nadie tenía en cuenta.

Sebastián recibió una daga, la que había sacado don Gabriel del armario, y una de las roperas y una daga de vela de las que llevaba media noche afilando. Se despidió de ambos cortésmente y se marchó.

7 comentarios:

Juan dijo...

Bueno… ya está casi todo preparado. Se avecinan partes bastante más llenas de acción, así que no os dejéis engañar por el tono melancólico y pacífico de los capítulos anteriores, que explican la trama de sucesos e intereses que nos han llevado a esta situación aberrante, y que han estado impregnados de tristeza, como corresponde al estado de los personajes involucrados ante lo sucedido. Ahora va a haber bastante acción y, por mi parte, bastante trabajo con los dados para ver qué sucede finalmente…

¡Ay de mí como la conspiración fracase!

Enrique González Añor dijo...

No fracasará, ¡SANTIAGO Y CIERRA ESPAÑA!, jejeje.

Luisa dijo...

Hola, Juan.
Aunque he leído hace algunos días algunos capítulos del principio (te los he comentado), todavía me faltan muchos datos para ponerme al día, pero por lo que he leído en este y en el anterior, parece que, tal como dices, se avecina la acción. Este en concreto es de preparación para lo que está por llegar. Un rescate…
Por lo que he visto vas escribiendo según lo que salga en los dados. O sea, que no eres el “dueño” de las acciones de tus personajes cuando entran en lucha. Es muy curioso y original. A ver si tengo un hueco y puedo venir a seguir leyendo. Te comentaré según lea.

Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Efectivamente, parte de la gracia de este experimento es mi falta de libertad como autor para ciertas cosas. Eso tiene consecuencias la mar de curiosas como, por ejemplo, que los personajes (y yo) nos lo pensamos mucho antes de tirar de espada. Eso no me sucedería si yo pudiera decidir quién gana la lucha, y los personajes serían mucho más belicosos. O por ejemplo, algo que verás cuando leas el capítulo 4. Cuando lo hagas verás cómo me lo había imaginado yo, y lo que pasó realmente.

Si los personajes tienen que enfrentarse a algo, la incertidumbre es completa. Eso sí, yo sé que si Juan, que es un miliciano, se enfrenta a un borracho con un garrote, probablemente gane, porque luchará bastante mejor. Pero cabe la posibilidad de que el borracho tenga suerte y le abra la cabeza... Cabe la posibilidad de que queriendo librarse de él, le hiera de gravedad cuando su intención era hacerle perder el sentido...

Uso los dados de dos maneras: una para generar (sin abusar) sucesos aleatorios, y otra en medio de un combate, un intento de solicitar información, etc...

Y otra cosa que hace de esta historia un experimento para mí es que me salgo de las tramas e historias en las que me siento cómodo. Es la primera vez que ideo nada donde haya tantos personajes principales. Normalmente, en todo lo que escribo hay, como mucho, dos protagonistas. Aquí ya van cuatro, y faltan unos cuantos más.

A ver lo que va saliendo. Gracial por leerme y un saludo.

Juan.

Juan dijo...

Hola Enrique

Eso mismo: ¡Santiago y Cierra España! ¡Que le den caña a don Guzmán! :-D

Un saludo.

Juan.

Luisa dijo...

Bueno, pues ahora sí puedo hacerte un comentario en condiciones, Juan.

Menos mal que ha aparecido Sebastián en escena para ayudarlos a tramar la estrategia del rescate. Don Gabriel parecía tenerlo todo pensado, pero llevarlo a la práctica se hacía difícil con sólo la ayuda de Christine. Ahora las cosas fluirán mejor (por lo menos en teoría, ya veremos en la práctica).
A veces suele ocurrir que los poco agraciados son nobles y buenos, cualidades que serían de agradecer en cualquier ser humano indistintamente de sus cualidades físicas. Sebastián es ese tipo de chico, y aunque no es físicamente fuerte; a lo mejor suple eso con un buen cerebro y las ganas que le eche al asunto. También es bastante creíble que haya más gente en el pueblo que se oponga a don Guzmán. Lo que va a hacer estará dentro de la ley, pero no deja de ser injusto. Va a matarla casi en la clandestinidad.

La estrategia para el rescate está servida, ya veremos qué pasa.

Seguiré leyendo.
Un saludo.

Juan dijo...

Hola Luisa

Sebastián representa a tantos miles de personas como hay por ahí que no destacan, que parecen anodinos y sin valor, pero que cuando sacan lo que llevan dentro dan más de una sorpresa. Fíjate que, exceptuando a don Gabriel, es el único que participa a cara descubierta en el rescate y el que ha conseguido "infiltrarse" en el cuartel, gracias a tener un familiar allí, para reducir la escolta. Arriesga aún más que Christine. Además, por lo que sabemos, es el único que a pesar de la mala prensa que tiene Adriana, es capaz de amarla. Y nadie le hace mucho caso, ni siquiera Adriana, porque es, tan solo, el que la atendía con amabilidad los días de mercado. Alguien tan anodino que nadie repara en él. Equivale al aprendiz que te atiende en una cafetería en nuestros días, al que nadie recuerda cuando a los dos meses lo han cambiado de puesto.

No lo he puesto por escrito, pero se puede deducir que la aportación de Sebastián a la hora de ejecutar el plan ha sido importante. En un principio, debió de ir a hablar con don Gabriel antes que Christine, y seguro que le planteó que había que liberar a Adriana. Que ayudó a sacar a don Gabriel de su estado mental de culpabilidad y desesperación y le ayudó a razonar. Le dio los elementos que luego don Gabriel ató en el plan para rescatarla. No me lo había planteado hasta que no leí tu comentario.

De don Guzmán aún no se sabe ni la mitad... Efectivamente, teme la reacción del pueblo porque hay quien se le opone. Tampoco lo he contado, pero su rival más fuerte es don Gabriel. Se insinúa y sugiere: son enemigos declarados y, lo más significativo, siendo don Guzmán la máxima autoridad sobre la milicia, recurre a los soldados del rey para encarcelar y ejecutar a Adriana. Pero es que don Gabriel es, por decirlo de alguna forma, el capitán general de la milicia de Imessuzu, el cargo militar más alto de la misma, y la milicia se pondría del lado de don Gabriel ante una barbaridad como quemarle a su hija.

Un saludo.

Juan.