- De acuerdo, te diré la verdad...
La muchacha interrumpió la frase, al parecer, buscando fuerzas para continuar. Mantuvo unos instantes la cabeza gacha mientras cinco soldados y un sacerdote la miraban en tensión; unos protegidos por corazas y espadas, el otro por su fé. La chica se secó las lágrimas, y con voz dura, completamente opuesta a la de antes, mientras suplicaba piedad, concluyó:
- Soy un demonio, y de los peores -. Miró directamente al sacerdote -. Tuviste razón desde el principio.
El sacerdote abrió mucho los ojos y musitó fragmentos de oraciones mientras la joven echaba un vistazo a todos los soldados, con una sonrisa torcida. No se le escapó que se fijó especialmente en el que el clérigo tenía a su derecha, un muchacho de aspecto delicado que, como los otros, blandía su espada hacia la diablesa. El religioso alzó su icono y declamó:
- ¡Arrepiéntete de tus pecados y acepta la purificación si quieres salvar tu alma!
Lo que más intranquilizó al sacerdote fue la ausencia de miedo de la joven cuando pareció suspirar y mirarle a los ojos. Mientras la tensión a la que se veían sometidos los seis hombres no dejaba de crecer, aquel monstruo parecía relajado. Con mucha calma, la muchacha dijo:
- ¿Qué motivos tenéis para matarme? Nunca le he hecho daño a nadie, al menos, a propósito. Yo...- y pareció emocionarse -, sólo quiero cuidar niños, ya que no puedo tenerlos, y vivir en paz. Dejadme marchar... por favor.
Resultaba tan convincente que incluso él, a quien habían inculcado que la única forma de salvar el mundo era exterminar a los demonios, dudó unos instantes. Algo en su corazón le decía que algo no funcionaba bien, pero aferró su icono y murmuró versos de una de sus plegarias. El mal siempre intenta engañar, porque esa es su naturaleza. No podía dejarse influir por sus mentiras. Así que gritó:
- ¡Cállate, monstruo del infierno! ¡Arrepiéntete y acepta tu destino y salvarás tu alma!
Los ojos de la joven se endurecieron al responder:
- No he hecho nada de qué arrepentirme -, y ante la nueva letanía del sacerdote, furiosa, concluyó -: ¡y no me avergüenzo de ser como soy!
El sacerdote no pudo contenerse más ante aquel desafío, y tras gritar una fórmula sagrada, ordenó a los soldados que atacasen.
Todo fue muy rápido. Una oleada de terror provocada por sentir una maldad infinita invadió el corazón del sacerdote. Retrocedió dos pasos y, con manos temblorosas, alzó su icono. A su alrededor, vio como los soldados caían al suelo, como títeres a los que cortasen las cuerdas, con rostros desencajados por el horror. Cayeron muertos todos, salvo el muchacho delicado de su derecha. Miró atónito a la diablesa y sintió en toda su fuerza la maldad que emanaba de ella. No pudo soportarlo y se arrodilló, medio asfixiado, buscando la protección de su icono, suplicando auxilio a Dios. Lo único que no acababa de comprender era por qué el monstruo tenía los ojos arrasados, ni por qué le corría una lágrima por la mejilla. La oyó hablar con tristeza, mientras boqueaba desesperado.
- Aún no has muerto gracias a tu fé. A pesar de tus errores, acabarás en el Cielo.
Mientras el clérigo se derrumbaba, pudo oírla dirigirse, más animada, al único soldado sobreviviente.
- En cambio tú... ¿Qué hace por aquí un ángel? Pensaba que el Cielo no quería saber nada de mí.
El aludido repuso con una voz musical.
- Estoy aquí para vigilarte, y para exigirte que vuelvas al infierno, o tendremos que intervenir.
El sacerdote apenas podía moverse, salvo para intentar respirar, cosa que cada vez le resultaba más difícil. Pudo dirigir su mirada hacia los dos seres. La diablesa parecía tan relajada como antes, a pesar de todo. Dentro de su agonía, se angustió al pensar que andaba suelto por la tierra un demonio tan poderoso como para no temer ni a los ángeles. La falsa muchacha repuso indignada:
- ¿Vosotros también? Creía que los seres humanos me perseguían porque interpretaban mal vuestras leyes... No soy peligrosa y lo sabéis perfectamente. Y haz el favor de soltar eso, sabes que no te sirve de nada contra mí.
Se refería a la espada. El ángel soltó el arma, que hizo mucho ruido, y se acercó a la joven que, desafiante, no se movió. Mientras se clavaban los ojos con odio, éste dijo:
- Es el mejor disfraz que he visto nunca. Si ocultas tu auténtica naturaleza, pareces una mujer corriente.
- No es un disfraz. Soy así, y si no eres capaz de darte cuenta ni de eso, es que eres muy estúpido.
El ángel, desoyendo el insulto, siguió acercándose sonriente, mientras la joven se mantenía firme, sin más cambio que demostrar con el gesto lo poco que le gustaba tenerle cerca. Quedaron casi pegados. El ángel era bastante más alto que la joven, pero ésta no parecía intidimidada, y se fulminaron con la mirada un buen rato.
El clérigo sentía que las fuerzas le abandonaban. Y con ellas, la angustia por respirar. Daba por cierta su muerte, así que se relajó. Echó una última mirada a la pareja y observó como la tensión entre ellos, repentinamente, se aflojó cuando el ángel dijo:
- Dime una cosa. ¿Lo que dijiste sobre los niños era cierto? ¿A pesar de tu poder vives escondida porque quieres tener niños cerca?
- Sí. A veces querría ser una niña y no lo que soy.
De haberle dejado su agonía, el sacerdote se habría asombrado al presenciar que el ángel, con suavidad, posó una mano sobre el hombro de la joven quien, a pesar de la cara de asco e incomodidad que puso, se limitó a bajar suavemente la cabeza. Y se asombró, a pesar de todo, cuando velozmente, apareció un cuchillo en la otra mano del ángel, y en un instante, apuñaló varias veces a la joven, cuyo rostro pasó de la sorpresa al dolor. La muchacha cayó al suelo con las manos en el vientre y se encogió mientras se quejaba débilmente.
El sacerdote tuvo la sensación de que el ángel se despojaba de un disfraz. Y lo que había debajo era maligno. Otra oleada de maldad, más leve, terminó de hacer trizas su corazón maltrecho. Supo que, ahora, compartía su lecho de muerte con dos demonios. La muchacha se arrastró, agarrándose las heridas con una mano, para alejarse de su verdugo, que besó, burlón, el cuchillo. Se detuvo junto a una pared, y antes de desvanecerse para morir, el sacerdote la oyó quejarse de lo estúpida que había sido por dejarse engañar de esa manera.
El demonio miró a su presa herida con satisfacción. Ella le devolvió la mirada con una mezcla de tristeza y dolor. Al fin la tenían a su merced. Avanzó un par de pasos y dijo, con sorna, con una voz completamente distinta:
- Es una hoja maldita, querida. Duele muchísimo, ¿verdad? - Y sin esperar una respuesta, habló -. He venido a matarte, pero también a ofrecerte una última oportunidad. Únete a nosotros de una vez y vivirás. No es la primera vez que te lo pedimos, pero te aseguro que será la última.
La respuesta sonó firme, a pesar de venir entrecortada por el dolor:
- Nunca me uniré a vosotros.
El demonio suspiró teatralmente y dijo, con lástima fingida en parte:
- El infierno podría haber hecho grandes cosas con tu ayuda. Es una lástima... Muere.
Apuñalar con una hoja maldita habría terminado, posiblemente, con alguno de los ángeles menores, pero no con ella. Sin embargo, el dolor y toda la sangre que perdería tras ese ataque la dejarían debilitada y vulnerable. El demonio ni se lo pensó y atacó su mente, dispuesto a destrozarla. Y se encontró una resistencia tan feroz que era lo mismo que intentar echar abajo un muro con las manos desnudas. Redobló sus esfuerzos, sin éxito, y cuando descubrió que su víctima se había sentado, con las manos cubriéndose las heridas, y le miraba sonriéndole con desprecio, sintió pánico por primera vez en su existencia. Levantó todas las defensas que tenía, pero fue inútil. Algo las hizo añicos, le vació la mente y le arrebató la vida.
Cuando la muchacha se vio sola, se dobló sin soltarse el vientre, rabiando de dolor, y se echó a llorar. ¿Por qué nadie la dejaba en paz? ¿Por qué ninguno de aquellos sacerdotes se daba cuenta de que sus súplicas no se debían al miedo sino a que no le gustaba matar? Si aquel acoso seguía, tenía miedo de volverse loca y, entonces, nadie podría considerarse a salvo. Siguió llorando un buen rato, sabiendo que nadie iba a consolarla nunca. Poco a poco se fue calmando y decidió esperar a que las heridas dolieran menos antes de irse de allí. Miró el cadáver del sacerdote y le dio pena pensar en lo ciegos que estaban todos los miembros de su orden. Si a su Dios no le importaba que estuviera viva, ¿por qué tenía que molestarles a ellos? ¿Cómo se sentirían los regidores de la orden si supieran que lo que salvaba al mundo de ella eran los niños, y no sus poderes o la habilidad con la espada de sus caballeros?
Se fue relajando lentamente, a la vez que el dolor se amortiguaba. Aún tardaría bastante en curar, pero se recobraría del todo. Lo que más le apenaba era no haber descubierto a tiempo el disfraz de ángel y ahorrarse tantísimo dolor.
Los únicos capaces de leer en su corazón eran los niños. Por eso los adoraba.
Juan Cuquejo Mira